Jorge Manzano Vargas SJ (†)

El diablo


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nuestro símil: el potente mar juega con el inexperto, el experto juega con el mar.

      Digamos que la primera fase, para usar otro símil, la realizamos sin programación alguna: se trataba simplemente de ir conociendo esa fuerza. ¿Qué hacíamos? Concentrarnos, o entrar en trance, simplemente. En la segunda fase ya había programación. Nos concentrábamos en algo, o en alguien. Por ejemplo, en camarones que están siendo asados a la parrilla. Tal vez suene increíble, pero sí, pasamos por la experiencia de ser camarones que están siendo asados a la parrilla. Cómo se contorsionaban o distorsionaban nuestros cuerpos, lo ignoro y, sin embargo, lo hicimos, en la medida en que un cuerpo humano puede convertirse en camarón. En otro ejercicio el director daba la orden de realizar un cuadro del Greco sobre la crucifixión: “Tú serás Jesús, tú Juan, tú Magdalena, tú el soldado de la lanza, tú un fariseo”, etcétera. Puestos en estado de trance —esa vez yo era espectador—, vi con asombro un cuadro del Greco, las figuras alargadas y los ojos vidriosos; fue notable el caso de uno, más bien obeso, más ancho que alto y de manos pequeñas. El trance estiró su cuerpo y alargó sus dedos: el Greco pudiera haberlo tomado como modelo.

      El ejercicio que nos resultó difícil fue concentrarnos en ideas abstractas: por ejemplo, la mitad del grupo se concentraba en ser la pereza, la otra mitad en la diligencia; unos en el amor y otros en el odio. Notemos: no se trataba de convertirse, ni mucho menos de actuar como un hombre perezoso, diligente, que ama o que odia, sino ser la pereza misma o el amor mismo. La tensión entre los dos grupos era muy intensa; los movimientos corporales, de un simbolismo profundo y peculiar a cada uno. En otra ocasión éramos agua contra fuego: el agua quiere apagar el fuego, el fuego intenta hacer evaporar al agua. No está por demás decir que a veces salíamos sangrantes. Menciono aquí una experiencia llamativa: girando a buena velocidad perdí de pronto el equilibrio y me estrellé de cabeza contra la dura pared. Sentí —y todos oyeron— un fuerte crac, como si la cabeza se rajara en muchos pedazos. Me pasó el pensamiento de que ahí acababa mi vida, pero no quise salir del trance. Al final del ejercicio lo primero que hice fue llevarme las manos a la cabeza para examinar los efectos: nada, ni una gota de sangre, ni la más leve protuberancia o rasguño, ni el más pequeño dolor; ni durante el golpe, ni al salir del trance, ni esa tarde, ni esa noche, ni nunca. Al momento del golpe sentí de hecho como si mi cuerpo estuviera rodeado desde dentro por una buena capa de corcho, inmune y flexible a los golpes.

       II

      Mi experiencia en Copenhague. Un jesuita danés me invitó a participar en una sesión de carismáticos en la que se oraría por la curación de un joven enfermo. Seríamos unas 25 personas, entre católicos y protestantes. Todos nos colocamos en torno al joven, con los brazos extendidos hacia él, pues estaba en el centro, como si le impusiéramos las manos. Dirigía la sesión un laico, doctor en teología. Apenas colocados en rueda, comenzó este doctor a pronunciar frases ininteligibles, como si hablara un idioma desconocido, sin puntos ni comas, todo seguido y con rapidez. Me sentí molesto, era un abracadabra. Sabía que los carismáticos esperan el don de lenguas, pero el doctor había funcionado como autómata. Además, hasta donde yo sabía, el don de lenguas consistía no en hablar un idioma extraño e ininteligible, sino que el día de Pentecostés los apóstoles hablaron su propio idioma, pero fueron entendidos por los árabes como si hablaran árabe, por los cretenses como si hablaran cretense, etc. También pensé que entre los carismáticos podría darse una tentativa reductora —tan humana—, de intentar mantener al Espíritu Santo en una rutina: si dio tales dones en tal fecha, tendría que darlos en cualquier fecha, como si el Espíritu Santo no tuviera fantasía, como si el Espíritu Santo gustara de la rutina, siendo así que Él transforma y renueva sin cesar el universo. Pensé igualmente que san Pablo recomienda anhelar más el amor que el don de lenguas. Detuve mis murmuraciones interiores, ¿por qué estar pensando mal de los asistentes? Lo mejor será —decidí— hacer esto a lo que he venido (“a lo que te truje, Chencha”), y me puse a orar. El ininterrumpido abracadabra del director me distraía y, entonces, decidí usar la técnica de que he hablado y hacer mi oración en trance. Me concentré rápido, tuve la sensación clarísima en el plexo solar. En ese momento preciso oí que el director —estaba cerca de mí— decía en secreto a su otro vecino: “Ahora se siente muy fuerte”. Fue suficiente para mí. Salí de mi trance, y decidí poner mi mente y mi corazón en blanco. Ya después haría mi oración por ese joven.

      Terminada la sesión dije al director que tal vez muchos de los fenómenos que se dan entre los carismáticos podrían atribuirse a fuerzas naturales; que en México había yo hecho ejercicios de concentración, y que... No pude continuar. Él se molestó y me dijo que yo no debía hacer esos ejercicios, pues eran cosa diabólica. Le respondí que no eran cosa diabólica, y que de mi parte repetiría los ejercicios cuando yo quisiera. Con voz tronante replicó: “¡Te prohíbo que lo hagas!” Por supuesto que yo no veía con qué autoridad pudiera él prohibirme nada, pero lo llamaron por teléfono. Mi amigo me aconsejó no discutir más, pues el doctor era muy obstinado.

       Reflexiones

      1. Quizá muchos de los fenómenos que se dan entre posesos, espiritistas y carismáticos pudieran explicarse muy bien de una manera natural. Parto del principio de que todo nuestro mundo es algo portentoso, pero hemos de distinguir muy bien lo que es del orden natural de lo que constituyen eventos del orden sobrenatural. El tipo de lo sobrenatural estricto lo constituye la resurrección de Jesús, evento que supera todas las fuerzas de la naturaleza. En cambio, el proceso de nuestra visión corporal es algo prodigioso y, en último término, proviene también de Dios; pero en el orden meramente físico es explicable por causas naturales. Entonces yo diría que no caigamos en la perezosa credulidad que considera todo evento extraño como producido directamente por el Espíritu Santo en el caso de sesiones carismáticas; por el aparecido, en el caso de los espiritistas; o por el diablo, en los considerados posesos. Es posible que la inmensa mayoría de esos eventos sean naturales, efecto, por ejemplo, del estado de trance que he relatado. Nosotros realizamos muchos efectos de manera querida y consciente. Pero se da el caso de las personas llamadas predispuestas, quienes sin saber de qué se trata, entran en trance; y al vivir fenómenos espectaculares, los atribuyen, en el caso de los posesos, al diablo.

      2. Debo completar lo dicho con una teoría no tan reciente —se remonta por lo menos a Bergson— y que completo. Nuestro cuerpo sería un receptor maravilloso que capta cuanto sucede en el universo; pero nuestro cuerpo está bien organizado de modo que sólo pasan a la conciencia los eventos circundantes, que son los que más interesan a las necesidades vitales. Sería muy incómodo, impráctico, aun dañino, el ver todo lo que pasa, u oír las voces y los ruidos de todo el mundo. Sin embargo, dadas ciertas condiciones, podrían pasar a la conciencia eventos lejanos. Pensemos en un receptor de TV, que capta las ondas luminosas y auditivas que ahí están. Hasta un niño puede lograrlo: basta que oprima un botón. Digamos que nosotros no sabemos dónde está, o cómo hacer funcionar el equivalente, en nuestro cuerpo, de ese botón. Pero hay personas predispuestas, en las que de súbito actúa solo el mecanismo y perciben escenas distantes tal como si estuvieran ahí —a manera de una TV desajustada que se encendiera y apagara sola—. Esta teoría puede explicar ciertos sueños premonitorios. Por ejemplo, una persona con disposiciones percibe, soñando, esta escena real: es sábado en la noche, el empleado de una maderería sale y la cierra, pero descuidado deja caer el residuo de su cigarro. El dormido ya no ve más, pero su fantasía onírica le muestra cómo se produce un gran incendio en tal ciudad lejana. Nadie le cree, pero los periódicos del lunes cuentan con lujo de pormenores el incendio que tuvo lugar el domingo por la tarde.

       III

      Tal vez así podrían explicarse muchos casos de espiritismo verdadero, dejamos totalmente de lado los casos de fraude comercial. Supongamos un niño a quien su abuelo moribundo confió un secreto exclusivo. Después de varios años, ese niño, ya adulto, va a una sesión espiritista y la médium se pone a hablarle de aquel secreto; es más, con la voz del abuelo. Nuestro protagonista creerá que el abuelo vino del más allá. Opino que el fenómeno tiene una explicación muy natural: la voz y el