toda acción supone más allá de su impacto inmediato. Y es que las acciones no siempre son lo que parecen. No seamos ilusos, cada acción deja un rastro infinito de consecuencias y sólo vemos algunas estelas de ellas, apenas la punta del iceberg.
Muchas de nuestras acciones tienen efectos inmediatos pero parecen reverberar en el tiempo. Uno cosecha lo que siembra pero sería más preciso decir que la naturaleza de nuestros actos refuerza la intención con la que los hemos hecho, formando un bucle que se retroalimenta. En la física, la ley de causa y efecto está muy bien estudiada, pero el mundo interno también tiene su gravedad que actúa inexorablemente en las compensaciones de las emociones, las atracciones del amor, las equivalencias de las razones o las sincronías de las intuiciones.
La agresividad que empleamos sobre el objeto (o sujeto) que nos estorba o amenaza explota fuera pero también implosiona dentro en forma de frustración, negatividad o culpabilidad. No podemos lavarnos las manos de las acciones irresponsablemente, cada acto deja una impronta en forma de semilla que, si la regamos a menudo, no tarda en florecer. Es cierto que una gota que cae no produce una tormenta, pero una secuencia repetida de actos conforma un hábito y a la postre un carácter. Y, lo sabemos, somos la mayoría de las veces víctimas (y cómplices) de nuestras estructuras mentales y emocionales.
El Yoga nos propone lo siguiente: si somos hábiles en la acción, si nuestra acción está libre de precipitación, egoísmo y apego seremos libres, libres de aquellos posos que toda acción va dejando en su arremetida contra la realidad. Los imponentes egos que hemos construido se han destilado con pequeños y casi insignificantes actos, en nuestras obras y pensamientos, tal como las enormes estalactitas se han formado pacientemente con el residuo que deja al caer una gota tras otra.
Si nuestra acción estuviera sintonizada con el momento presente, en su justa medida, desharíamos el nudo que nos aprieta. Si las acciones no se construyeran desde la confusión, la necesidad de afirmación, la búsqueda de placer o el rechazo al dolor… O simplemente, si nuestras acciones no dejaran un rastro de miedo a lo desconocido o al vacío que produce la desaparición, caerían como una gota de lluvia sobre la amplitud del océano sin dejar la más mínima huella. Entonces sería, valga la paradoja, una inacción en la acción, una acción que no es empujada o retenida por nadie porque, sólo entonces, no habría el artífice del yo manipulando aquí y allá, sino el simple acto alineado con lo que reclama la vida. Pura sincronía.
Esta sincronía la tiene que respetar todo músico dentro de una orquesta. No piensa en la nota que tiene que tocar, simplemente fluye con la música y la nota surge espontáneamente sin esfuerzo, arrastrada por la armonía del conjunto. ¿No serán el yogui o la yoguini músicos de la vida? ¿No será cada acción una nota más en el interior de una sinfonía mayor? Forzar cada acto reclamando la propia autoría y, por tanto, el interés de los resultados es la mejor manera de crear una sutil cárcel de apegos.
La palabra que ha utilizado la tradición para hablar de la ley de causa y efecto es karman. Viene de la raíz kri que significa “hacer”, y por supuesto, no habla sólo del baile de formas que proceden de las acciones, sino de la acción dentro de la acción, es decir, de nuestras intenciones. Es igual al efecto que tiene la pelota cuando la golpeamos: rebotará de diferente manera dependiendo del ángulo y de la intensidad del golpe. Fijarse, por poner otro ejemplo, en el objeto del regalo que nos hacen y no tanto, en la intención que hay detrás puede ser una fuente de malentendidos. Nos movemos siempre en un universo de significados personales, grupales y sociales. Hacemos lo que hacemos porque nuestros actos son atraídos por la fuerza del prestigio, por la moral dominante o por la necesidad del momento, aunque no siempre seamos conscientes de ello. Cuando actuemos, vale la pena convertirnos en personas prudentes, sigilosas y atentas. Y hay que decir, además, que aunque nos metamos bajo la cama por temor a las consecuencias de las acciones, ésta no nos protege de nada, pues seguimos estando a merced del río de la vida, de sus causas y efectos. El Yoga es un compromiso inteligente con la vida.
La acción tiene que estar libre, tal como decíamos, de ego, apego y miedo, aunque las acciones no aparecen y desaparecen de forma aislada. Son como los músculos, que siempre se activan en una sinergia con otros y estiran, al mismo tiempo, sus antagonistas. Funcionan solidariamente en cadenas que serpentean por todo el cuerpo. Y esto, en el caso de las acciones, se complica un poco más porque un acto meditado, de los resultados del cual somos plenamente conscientes, no requiere tanta destreza; sin embargo, aquellas que se encuentran en medio de otras acciones en situaciones complejas reclaman no sólo pericia sino nuestra más alta sabiduría. Estamos hablando de la sincronía en las acciones, y por ello, no cuentan sólo nuestros actos sino también los de los demás. Cuenta el momento del día y el momento del año. Cuenta lo que decimos y lo que callamos, lo que deseamos, lo que sentimos y lo que intuimos, cuenta la globalidad de nuestro entorno porque todo es real y tiene su peso específico en cada momento. Sincronizar nuestras acciones no es como sincronizar nuestras agendas con el ordenador, requiere de una escucha muy fina y de un corazón muy grande.
El Yoga nos propone, en primer lugar, simplificar, hacer una criba de las acciones después de desarmar nuestra codicia y nuestra avaricia. De esta manera cada acto no proviene del anterior ni persigue al siguiente, sino que da tiempo al tiempo y respeta el ritmo de cada proceso. Pero sobretodo, el Yoga nos invita a pensar globalmente y a actuar en lo cercano, nos dice que no seamos prisioneros de los extremos y que miremos lo infinitamente pequeño sin descuidar lo infinitamente grande. En otras palabras, el Yoga de la acción requiere un dominio del análisis y también de la síntesis, desmenuzar lo concreto sin perder de vista lo global. ¿Sabremos realizar este malabarismo?
Celebración
La lección es ésta: entrar en el mercado de la vida con sus tentaciones y su algarabía, con sus productos y su especulación y no quedar enredados en sus trifulcas. Retirarse del mundo es una solución fácil, si bien es cierto que la muerte social es la muerte más difícil de todas; por eso no es de extrañar que, en el sosiego de nuestras solitarias reflexiones, tengamos que ir lamiéndonos las heridas. Hay, no obstante, otra solución: decir sí al mundo a través de una acción sin acción y conseguir así la implosión de nuestro egoísmo a través del gesto desinteresado y el desenmascaramiento de la hipócrita piedad de la que hacemos gala ya sea para camuflar nuestro interés o para confundir a nuestros enemigos.
Lo más probable es que acabemos tarde o temprano atrapados en la telaraña que el mundo teje alrededor de nuestras motivaciones no revisadas. Para salir de ese laberinto necesitaríamos unas alas como las del hijo de Dédalo, quien las construyó con las plumas de los pájaros y la cera de las abejas para remontarse por encima de sus muros. Necesitaríamos unas alas, es cierto, aunque no artificiales (como las de Ícaro, quien acabó cayendo al abismo como nos recuerda el mito) sino unas que nos ayudaran a remontarnos por encima de la contundencia de las cosas, por encima de su insignificancia y de sus consecuencias, por encima también de la competencia feroz donde se gana y (más a menudo) se pierde. Estas alas sólo pueden surgir del corazón, sólo el amor entendido como una disolución del yo puede liberarnos del yugo de las acciones.
No es fácil hablar del amor porque hemos aprendido desde bien pequeños muchas ficciones que lo calcan a la perfección, aunque a la postre no son más que una especie de tragicomedia. Con una mano hemos señalado tiernamente el corazón, pero con la otra hemos sostenido detrás una balanza para hacer un cálculo y asegurarnos de no perder en el intercambio y de que, en la medida de lo posible, no vayamos a ser traicionados o abandonados.
El Yoga junto a las tradiciones profundas nos habla de otro amor: un amor que no es estrictamente personal, que no es un intercambio de cromos románticos, sino un amor profundo a la existencia. La vida está empapada de una inteligencia tan honda que nos desborda por todos los costados; a esa parte insondable que no comprendemos bien la llamamos misterio. Cuando el místico se adentra en el bosque no sólo toca la parte material y orgánica, roza (si es posible ponerle palabras) un aliento que no es de este mundo. Identifica aquella respiración externa que se da en cada estación con la propia interna, esa sutileza que acompaña la mezcla de olores con la presencia que siente en su propio interior. Se postra ante esa hondura que por simplificar llama divinidad, y se deja acariciar o desgarrar por ella. La Bhagavad Gītā nos dirá que el