que necesita un montañista para alcanzar una cumbre o la misma que un ceramista pone en la cocción de sus piezas al horno con la temperatura suficiente para lograr el deseado grado de dureza. Podemos simbolizar esa intensidad como un gran fuego que va quemando las impurezas que encuentra a su paso. En la base del Yoga está la purificación de las tensiones del cuerpo y de las resistencias de la mente, purificación de todo lo que impide el paso de la energía y la amplitud de la conciencia. En este sentido, nos encontramos con una dimensión terapéutica, casi imprescindible, para avanzar en el camino del Yoga.
El pintor pinta sobre el lienzo blanco y el cocinero cocina en ollas limpias, y es seguro que podemos hacer obras de arte sobre el margen de un periódico antiguo y medio roto pero, sin duda, la purificación de nuestras estructuras corporales y mentales facilita el trabajo interior. Nos movemos torpemente a causa de nuestras tensiones musculares, resoplamos aquello que el tifón de nuestras emociones no puede retener y bailamos al son de nuestros pensamientos inestables.
El segundo aforismo del primer libro de los Yoga-sūtras de Patañjali habla de esos pensamientos inestables. Este aforismo define el Yoga como el aquietamiento de las oscilaciones mentales o como la restricción de los automatismos del pensamiento. De alguna manera esta máxima o sūtra nos sugiere la posibilidad de controlar la dispersión de nuestra mente y sortear la conciencia ordinaria reactiva, plegada a la información sensorial, arrastrada por las identificaciones en el pasado, por la volubilidad de la memoria, por la insaciabilidad del deseo o por la interpretación literal de las circunstancias. Tenemos que purificar el cuerpo a través de la intensidad de la práctica, pero también tenemos que purificar la mente a través del cultivo de la atención.
En definitiva, somos prisioneros de nuestros condicionamientos, automatismos corporales y fijaciones mentales. Parte del trabajo que hacemos en Yoga consiste en esta purificación ya sea a través de posturas, respiraciones, ejercicios de concentración, higiene en profundidad y alimentación sencilla y saludable. No queda otra que agarrar la escoba del Yoga y ponerse a barrer.
Intuición
Con el cuerpo y la mente purificados la mirada sobre la realidad se empieza a aclarar. Dicen que la realidad se esconde detrás de numerosos velos pero no es verdad, somos nosotros los que necesitamos revestirla para amortiguar su contundencia y para acomodarla a nuestras idealidades; la realidad está siempre aquí dentro y allá fuera sin pestañear un solo segundo. Vivimos, no obstante, en la periferia de la realidad y para desentrañarla es preciso apartar las tendencias de nuestro temperamento, los entresijos de nuestro carácter o los dobleces de nuestra personalidad. Y no lo hacemos porque nosotros mismos estamos enmarañados en sus hilos y no nos es fácil escapar. Lo sabe cualquier niño que sin saber cómo, simplemente jugando, se le enredan las cuerdas o los ovillos y después, al intentar deshacer los nudos, atraviesa momentos de impotencia y rabieta.
Querer saber de la realidad no es ninguna veleidad pues saber lo que existe fuera o dentro es imprescindible para que nuestros actos sean certeros y no dejen rastros indeseables. A nivel práctico lo tenemos claro: si quieres deleitarte con el paisaje debes limpiar pulcramente el cristal del ventanal. Pero claro, las adherencias internas de nuestra mente son más difíciles de desincrustar que la grasa del cristal. Aunque nada es imposible si hay clara conciencia de ello.
En primer lugar, para ver nítidamente la realidad, hay que discriminar, hacer lo mismo que hacemos cuando queremos producir harina para nuestro pan: separar el grano de la paja ya sea de forma manual o con instrumentos adecuados antes de llevarlo al molino.
Con el tiempo, la mente purificada se convierte en un perfecto bisturí y puede discernir los actos contingentes del hilo delgado que une las acciones vinculadas a los procesos internos. La precisión mental desenmascara los soportes donde arraigan nuestros deseos mostrando el impulso profundo que los sostiene; o simplemente, la capacidad de diferenciación nos ayuda a reconocer que detrás del caleidoscopio de las formas que vemos con nuestros ojos se esconden las esencias de las cosas. En todo caso, discriminar requiere de una concentración extrema, de mucha paciencia y de una extraordinaria tranquilidad. No en vano es lo que le decimos al niño cuando quiere deshacer aquellos nudos que hemos dejado párrafos atrás: sigue el hilo, no te pongas nervioso y ve poco a poco para deshacerlos.
Cualquier elemento puede ser objeto de nuestro discernimiento pero, especialmente, lo son aquellos hitos nucleares que suceden en nuestra vida. Desde el inicio del proceso de hominización el ser humano ha quedado consternado ante la muerte de sus congéneres porque aquel cuerpo que había manifestado vitalidad ahora yace inmóvil y sin ninguna expresión. Y ese cuerpo otrora vivito y coleando, ahora empieza a corromperse hasta ser sólo huesos. ¿Hay algo que trascienda la muerte, algo insustancial que no podemos asir, una esencia que no está contenida en el espacio o encerrada en el tiempo? Valga este ejemplo para señalar que el proceso de discriminar y discernir nos permite extraer las esencias de la vida para no engañarnos con las formas, siempre cambiantes, raramente simples y a menudo ilusorias.
La vía del conocimiento intuitivo despeja este camino lleno de trampas y nos dice: “observa con detenimiento, mira detrás de la vida los patrones energéticos que se activan, observa cómo hay una lógica precisa en su interior, detecta el momento sensible donde se producen los cambios y amplía la visión hasta comprender el entramado de la realidad. Sólo entonces podrás fluir con los cambios sin resistencias y activar alguno de ellos para inducir una mayor armonía en la vida”. Así de fácil y también así de difícil.
Fundamentalmente el Yoga es una manera precisa y pautada de desnudar la realidad, primero purificando nuestro cuerpo y nuestra mente para darle después una estocada a lo ilusorio a través de la discriminación.
Con lo dicho, y siguiendo la metáfora del camino, nos encontramos de viaje con nuestro carromato y con toda seguridad en el trayecto nos encontraremos con encrucijadas que hay que dilucidar y con obstáculos que hay que sortear. Sólo nuestro anhelo profundo de alcanzar la meta y una buena sagacidad nos harán encontrar el camino adecuado. En otras palabras, el Yoga nos ayuda a desarrollar nuestra intuición, a confiar en nuestra fe, a extremar nuestra atención para reencontrarnos con la realidad y comprenderla en sus más profundos secretos. ¿Pero esta profunda intuición es suficiente?
Sincronía
Ahora bien, esa visión iluminada de la realidad bien podría ser eso, una visión exquisita pero, al fin y al cabo, una visión sin más. ¿Cómo sabemos que es bien real? ¿Cómo sabemos que no es una visión descarnada, parcial o fantasiosa? ¿Cómo sabemos que la persona sabia que la describe con vehemencia, o nosotros mismos, no es un loco, un charlatán, un embaucador o un aficionado? Evidentemente lo sabemos cada vez que las visiones se plasman en la realidad, es entonces cuando percibimos los errores de perspectiva y las miopías de sus argumentos. No basta con la visión grandilocuente de la realidad, hay que practicarla, transitarla sobre el terreno y ponernos a prueba para ver si estamos a la altura de sus verdades.
Así pues, el Yoga podría ser también un Yoga de la acción. Un Yoga bastante difícil puesto que nuestras acciones están teñidas del estado anímico con el que las realizamos. Qué duda cabe que nuestros actos pueden ser interesados o desinteresados, libres o condicionados, adecuados o inadecuados.
El Yoga de la acción nos coloca delante de una verdad incontestable: estamos atados a la gran rueda de las acciones, una rueda que no para de girar… Queramos o no, las acciones suceden aunque nos quedemos quietos, maniatados y con los ojos vendados. Detenerse también es actuar.
En la superficie, las acciones parecen simples y compactas; chutamos el balón o apretamos el botón que tenemos delante pero, en el fondo, éstas se ramifican y ramifican en una red de consecuencias ad infinitum. Si la pelota que chutamos entra o no dentro de la portería puede, en determinados casos que todos conocemos bien, hacer que todo un país salte de alegría o se frustre ya que si bien los actos son, de entrada neutros, se comportan como esponjas que absorben un universo de múltiples significados.
Si es cierto que es imposible sustraerse de nuestras acciones, sí podemos ponernos en una posición en la que amortiguar sus efectos al menos de aquellos más indeseables. No en vano, la Bhagavad-Gītā, texto épico fundamental