Francisco Agramunt Lacruz

Arte en las alambradas


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llamados por las autoridades galas, centros especiales de internación de refugiados.

      Al férreo control disciplinario que se ejercía había que agregar la mala alimentación, que consistía en un chusco de pan, sopa de coliflor, latas de sardinas y, excepcionalmente, algún trozo de carne. Se encontraron con la ausencia de agua potable para beber o lavarse, sobre todo, en los primeros días, por lo que no era extraño que muchos ingiriesen agua salada del mar, lo que provocaba serios problemas gastrointestinales, diarreas y fiebre. Los cuidados sanitarios apenas existían, limitándose a la creación de algún barracón o tienda de lona a modo de hospital atendido por médicos y enfermeros republicanos. En estos centros improvisados no había ninguna clase de utensilio quirúrgico y las medicinas escaseaban. Ni qué decir tiene que estas deficiencias fueron la causa de numerosas afecciones, como infecciones, sarna, que en algunos casos llevaban irremediablemente a la muerte. Los piojos, chinches y otros parásitos pululaban entre los refugiados. La malaria, el tifus y la disentería y otras enfermedades diezmaba a los más débiles o enfermos; no había donde resguardarse del frío, del viento y de la fina arena de la playa que se introducía por todas partes.

      Un panorama desolador que fue denunciado por numerosos periodistas, corresponsales de prensa y fotógrafos tanto franceses como extranjeros. La corresponsal británica Nancy Cunard, del diario antifascista londinense New Times and Ethiopia News, en febrero de 1939 publicó un reportaje en el que describía la vida de los republicanos en el campo de Argelès-sur-Mer, donde se hacinaban más de 70.000 refugiados en condiciones infrahumanas, pues carecían de instalaciones, agua potable, comida, medicinas y ropa de abrigo, y también en el de Saint-Cyprien que albergaba gran cantidad de artistas, escritores y músicos, entre los que figuraban Josep Renau, Ramón Gaya Pomés, Joaquín Prieto, Antonio Rodríguez Luna, Enrique Hortelano, García Lesmes y Ángeles Ortiz. Y la misma información ofrecían los artículos firmados por la periodista Susan Palmer en el periódico Daily Herald de Londres los días 4 y 5 de marzo después de haber visitado los campos de Arlès-sur-Tech y Saint-Cyprien. La descripción de lo que vio la refrendó su amiga la norteamericana Margaret Palmer, delegada en España de los Certámenes del Carnegie Institute de Pittsburg, quien coincidió con ella durante su visita a estos recintos donde denunció la presencia de cerca de mil intelectuales españoles de distintos ámbitos que sufrían la intemperie, el hambre y las condiciones insalubres, citando concretamente el caso de algunos artistas como Josep Renau y Galí y el marchante de arte Joan Merli.

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      El pintor Gerardo Lizarraga con dos compañeros de cautiverio en el interior de un barracón del campo de concentración de Argelès, 1939.

      Y en lo referente a los testimonios gráficos, el paso de los republicanos por los campos franceses fueron exhaustivamente documentados por los fotógrafos de prensa de distintas agencias, revistas y periódicos, incluso de pequeñas tiendas fotográficas familiares como el estudio denominado Chauvin, situado en Perpiñán, cuyos dueños tuvieron la ocurrencia de desplazar a la frontera a sus empleados para tomar fotografías desde las carreteras, las aduanas y los campos de concentración instalados por el gobierno. Las imágenes fueron adquiridas por algunos medios de comunicación franceses e internacionales y finalmente recogidas en el Álbum Souvenir: L’Exode Espagnol, publicado por esta empresa en 1939. Se reunía un centenar de instantáneas tamaño 8,5 por 13,5 centímetros, y no solo hacían referencia a la llegada masiva de los refugiados, a la presencia de los gendarmes desarmando y cacheando a los soldados en retirada, la población civil con sus hatillos y mantas y animales domésticos, sino a la proximidad de las tropas nacionales, falangistas y requetés y sus mandos en la frontera levantando el brazo a la manera del saludo fascista y blandiendo banderas. Y entre los fotógrafos no profesionales hay que destacar las instantáneas tomadas por el pintor francocolombiano Manuel Moros, que residía en Collioure, quien provisto de una cámara Leica se dirigió a la carretera costera para documentar el éxodo de miles de refugiados republicanos. Unos testimonios que fueron ampliados por las cámaras de los propios fotógrafos refugiados y de otros extranjeros desplazados allí como Agustí Centelles, Jean Moral, David Seymour y Robert Capa, entre otros.

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      Salvador Soria poco después de salir del campo de concentración francés.

       Las imágenes del dolor

      Aunque como ya hemos dicho la estancia de los artistas españoles, en la mayoría de los casos, fue breve, supuso para muchos un verdadero descenso a los infiernos que les permitió adquirir una terrible experiencia personal y descubrir una gran variedad de tipos, caracteres y comportamientos, que incluía aspectos tan opuestos como la crueldad, la heroicidad, la ambición, el fanatismo, la insolidaridad y el compañerismo, y donde la muerte siempre estaba presente. Algunos se reencontraron con viejos compañeros de estudios, coincidieron con desconocidos colegas de otros rincones, con los que estrecharon lazos de amistad y solidaridad.

      Compartieron las mismas inquietudes y preocupaciones artísticas y profesionales, y aprovecharon su estancia para reafirmar lazos de compañerismo, intercambiar impresiones y ultimar proyectos comunes futuros. Así, los dibujantes recrearon en pequeños cuadernos, hojas de almanaque, modestos cartones de embalaje, papeles de estraza o, incluso, en simples papeles higiénicos, aspectos cotidianos sobre la vida diaria de los refugiados, retratos intimistas y tiernos, caricaturas que rebosaban humor e ironía; los escultores recurrieron a trozos de lata, maderas carcomidas, barro, yeso o bloques de jabón para tallar y modelar sus esculturas; los fotógrafos captaron en sus pequeñas cámaras Leica y Rolleiflex que llevaban ocultas entre la ropa retratos y escenas cotidianas de la vida de los refugiados e, incluso, algunos arqueólogos realizaron catas y excavaciones en yacimientos arqueológicos, consiguiendo descubrir objetos de valor como ánforas, bustos y toda clase de huellas de lo que fue un sitio importante de la antigüedad. Plasmaron en sus obras hechas con distintas técnicas y materiales la desolación, el horror, la humillación, la enfermedad y la lucha por la supervivencia de miles de refugiados. Ya se conocía este drama a través de las crónicas, artículos y reportajes gráficos publicados en la prensa, filmados en los documentales cinematográficos y difundidas en las emisiones radiofónicas, lo que significaba que la tragedia que se desarrollaba en los campos no era un secreto para nadie, pero hasta que los artistas comenzaron a plasmar en sus obras sus propias experiencias concentracionarias no existían testimonios directos. Gracias a los artistas se pudieron a testimoniar en sus humildes obras la vida cotidiana de los refugiados, sus vicisitudes, sus tragedias e incluso sus momentos de alegría y humor. Allí donde se encontraran había siempre un dibujante o un fotógrafo con su diminuta cámara Leica dispuestos a congelar el momento con una precisión apabullante, pero también con una ternura y una afectividad casi amorosa. Una visión dirigida a los vivos, pensada para demostrar que, a pesar de ese entorno concentracionario asfixiante y cerrado, todavía había orgullo y ganas de luchar.

      CAPÍTULO 4

      ARTE EN LOS CAMPOS DE LA MUERTE

      Pero, ¿cómo es posible que en semejante situación y estado en que vivían en los campos de concentración franceses los artistas tuviesen las fuerzas, la valentía y la voluntad necesaria para realizar estas obras de arte? Su respuesta era muy simple y formaba parte de su verdadera condición de creadores. Se creyeron a sí mismos, como artistas que eran, los testigos y protagonistas de un hecho histórico que había que testimoniar con las herramientas que cada uno tenía a su alcance. Se trataba de reflejar lo más fielmente posible que ellos estaban allí y que el sufrimiento padecido lo padecieron en sus propias carnes, para que todos se enterasen de la gravedad de aquella situación. Con su trabajo artístico pretendían añadir una nota de esperanza a un entorno concentracionario hostil, de humillación, de claustrofobia y muerte.

      La aguda retina de los artistas captó de manera directa y desgajada la crudeza de los campos de concentración, con su carga de crítica, desdén y reproche a la falsa hospitalidad. En sus obras tomaron buena cuenta no solo de la vida cotidiana de los refugiados, sino de los gendarmes, guardias móviles y soldados senegaleses o marroquíes que los vigilaban.