Francisco Agramunt Lacruz

Arte en las alambradas


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llenos de paciencia, como si tuvieran todo el tiempo del mundo para observar el excepcional espectáculo que se les ofrecía. Los campos se convirtieron para ellos en una suerte de extraordinarios estudios y talleres de creación plástica que conferían a las obras que se producían el valor testimonial de lo visto, de lo vivido y de lo sufrido, con un trasfondo de tristeza, melancolía y frustración.

       El testimonio gráfico del horror

      ¿Cómo expresar sin apenas instrumentos y medios aquel terrorífico entorno concentracionario? El uso de modestos materiales de desecho mostraba el carácter improvisado y ajeno a cualquier finalidad trascendente de estas obras llamadas con el tiempo a configurar un extraordinario fresco testimonial y documental en torno a la vida y a las vicisitudes de miles de refugiados. Utilizando cartones corrugados, maderas carcomidas, latas, migas de pan, barro y alambres, realizaron pequeñas esculturas, y empleando papel de estraza, cuadernos y cartones dibujaron o pintaron pequeños cuadritos al óleo, aguadas y guaches, cuya temática se centraba en escenas domésticas, como el descanso y la siesta, o remendando harapos, arreglando zapatos, despiojándose, bañándose, defecando en cuclillas en las letrinas, comiendo el rancho y también otros más líricos como paisajes y bodegones. No eran ciertamente obras bonitas, ni paisajes idílicos, porque la mayor parte habían sido realizadas con rabia, desesperación, improvisadas muchas, dejando en ellas trozos de sí mismos. Y paradójicamente resultaban extraordinarias por eso, porque eran autobiográficas, hablaban del interior de uno mismo, de sus frustraciones, de sus vivencias y destapaban sus pulsiones y emociones y recuperaban una historia que al mismo tiempo compartían muchos miles de personas abocadas a la misma tragedia. Eran la misma mirada compartida por otros muchos. Imágenes de la tragedia que no se iban por las ramas, que incidían directamente en el corazón, que sobrecogían porque eran reales y no ideadas o inventadas. Estaban ejecutadas en el mismo lugar de la tragedia, y tenían nombres y apellidos propios, porque sus autores no se andaban con remilgos, ni chiquitas, sino que iban directamente al centro de la dura realidad.

      Por encima de su valoración técnica, de los materiales simples que se emplearon y de la improvisación en que fueron realizadas, a los creadores les movía una preocupación testimonial. Se podía acertar técnicamente, estaban mejor o peor ejecutadas, pero la objetividad de sus imágenes era ante todo cuestión de principios éticos y de dignidad humana. Era el principal valor y el principal mensaje de estas conmovedoras obras que se convertirían pasado el tiempo en verdaderos documentos gráficos de una derrota y del mayor exilio que por motivos políticos conocería la historia de España.

      A pesar de la falta de instalaciones y a la existencia de un severo control y vigilancia, los campos de concentración se convirtieron en un foco de actividad artística, auspiciado y fomentado por los propios pintores, escultores, dibujantes, arquitectos, fotógrafos, profesores, arqueólogos, historiadores y críticos de arte refugiados que encontraron una forma de combatir el hastío y la rutina diaria, levantar el ánimo, ampliar el bagaje cultural o dignificar su situación. Una sorprendente iniciativa de divulgación artística que servía para combatir el desarraigo y la frustración que arrastraban muchos y se podía considerar en su filosofía como una prolongación de las experiencias artísticas que había fomentado una década atrás la II República.

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      Ángel Hérnandez García (Hernán). “Prisioneros”. Escultura.

       Los barracones de cultura

      El impulso de las actividades artísticas, que contemplaba la creación de talleres de arte, estudios fotográficos de revelado, publicación de revistas, la organización de cursos y la celebración de exposiciones formaban parte de un plan mucho más amplio para difundir la cultura entre la población de los campos. El primero de ellos en ponerlos en práctica fue el de Argelès-sur-Mer, que el 10 de mayo de 1939 emitió una serie de instrucciones para la realización de actividades culturales y artísticas que incluían la creación de una comisión específica encargada de dar cuenta de los trabajos realizados y de informar de ellos a las autoridades.

      Para desarrollar estas tareas surgieron en casi todos los campos los llamados “barracones de cultura”, que no eran más que construcciones provisionales de madera dotadas de algunos medios, como mesas, sillas y pizarras, para poder impartir instrucción diaria a los refugiados o en el caso de los artistas servir de improvisados estudios, talleres o laboratorios fotográficos para realizar sus obras. Así, aprovechando cierta permisividad de los guardianes el fotógrafo valenciano Agustín Centelles consiguió montar en uno de los barracones un rudimentario estudio donde revelaba los negativos fotográficos que tomaba con su pequeña máquina Leica. Había llegado a este campo con una enorme maleta que contenía un pequeño equipo de ampliación, su cámara y aproximadamente 4.000 negativos de 35 mm expuestos en los últimos cinco años. Eran imágenes tomadas durante la guerra civil que hacían referencia a los primeros días de la sublevación militar, los combates encarnizados, los devastadores bombardeos sobre las ciudades, el traslado de los heridos, los edificios derruidos, el llanto de las esposas por los maridos y el de las madres que lloraban la muerte de sus hijos. Formidables documentos gráficos que no podía abandonar, ni menos dejar caer en poder de los vencedores, por lo que decidió llevarlas consigo al exilio como si se tratara de un valioso tesoro.

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      Manuel Crespillo Rendo, Saint-Cyprien, 1939. Dibujo.

      A pesar de las dificultades materiales, las comisiones de cultura y los barracones de cultura, donde colaboraban gran cantidad de artistas republicanos, se fueron extendiendo desde marzo de 1939 por el resto de los campos de refugiados repartidos por toda la geografía. El de Barcarés fue uno de los primeros en contar con un barracón que se inauguró en mayo con la celebración de una exposición que reunió varias decenas de obras realizadas por artistas prisioneros. El número de actividades, incluyendo las artísticas, se multiplicaron en todos ellos. En el campo de Argelès-sur-Mer se editaron en los primeros meses varios boletines informativos y se llevaron a cabo varias exposiciones que agrupaban pinturas, esculturas y dibujos realizados por los artistas, entre ellos, el pintor gallego Arturo Souto y el dibujante y caricaturista valenciano “Gori” Muñoz. Su objetivo era, según un recorte de la prensa local, recaudar fondos para comprar libros y material de trabajo que les ayudase a salir de la inactividad reinante.

      En el Gurs, en la semana del 10 al 17 de agosto de 1939 se crearon nueve barracones de cultura en los que se impartieron 110 clases, a las que acudieron 1.610 alumnos. En Saint Cyprien funcionaron del 3 al 10 de junio de 1939, 113 barracones de cultura, en los cuales se dieron 124 clases de alfabetización y cultura general. Dichas iniciativas fueron auspiciadas, fomentadas y apoyadas por los partidos políticos de izquierdas y los diversos comités de solidaridad y apoyo con los republicanos que les suministraban libros, papel, lápices y pinturas.

      En Argelès-sur-Mer surgió en mayo de 1939 el Boletín de los Estudiantes de la FUE, que elaboró un grupo de jóvenes graduados de la Escuela Normal de Valencia y las revistas La Barraca y Desde el Rosellón. En el campo de Saint-Cyprien aparecieron ese mismo año los boletines Profesionales de la Enseñanza, Trabajadores de la Cultura y L’Illot de l’Art, en los que colaboraban el dibujante y pintor Germán Horacio “Pachín”, el caricaturista Antonio Bernad Gonzálvez “Toni”, el escultor Manuel Pascual, el pintor Martel Mentor Blasco y el poeta Ramón Castellano, entre otros. Los boletines estaban realizados con medios muy simples, primorosamente compuestos a tres tintas y magníficamente ilustrados por expertos dibujantes que tuvieron la sensibilidad y la astucia de dejar traslucir, a través de sus dibujos humorísticos y las caricaturas, su visión sobre el entorno concentracionario y sus críticas antifascistas.

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      Caricatura de un gendarme realizada por Gerardo Lizarraga en el campo de concentración de Argelès, Francia, 1939.

      En Agde se levantaron algunos barracones de cultura donde se desarrollaban actividades artísticas y se improvisaban exposiciones donde