republicanos que habían luchado con bravura y heroísmo a los militares rebeldes y a sus aliados fascistas en diversos frentes de batalla.
Pese a esas circunstancias desfavorables de supervivencia, los artistas plásticos demostraron su fortaleza, su deseo de resistencia y su capacidad creadora participando en distintos proyectos culturales, expositivos, formativos y periodísticos. Para desarrollarlos se crearon los “barracones de cultura”, que no eran más que improvisadas construcciones de madera dotadas de algunos medios, como mesas, sillas y pizarras, para poder impartir instrucción diaria a los refugiados o en el caso de los artistas servir de improvisados estudios o talleres para realizar sus obras. Allí se editaron los primeros meses varios boletines informativos y se llevaron a cabo varias exposiciones que reunían pinturas, esculturas y dibujos realizados por los artistas refugiados, entre ellos, el pintor gallego Arturo Souto y el dibujante y caricaturista valenciano “Gori” Muñoz. En mayo de 1939 apareció el Boletín de los Estudiantes de la FUE, que elaboró un grupo de jóvenes graduados de la Escuela Normal de Valencia y las revistas La Barraca y Desde el Rosellón. Pero, sobre todo, los artistas llevaron a cabo una importante labor creativa personal, en muchos casos a escondidas, y con riesgo para su integridad física, ya que estaba prohibido dibujar, tomar imágenes y sacar fotografías de las instalaciones del campo. Sus obras se convirtieron en un verdadero documento gráfico que nos permite ahora conocer cómo se desarrolló la vida de miles de refugiados españoles en el campo de concentración a través de imágenes no sólo lacerantes y terribles, sino también líricas e incluso humorísticas.
Para la mayor parte de los artistas su estancia en el campo finalizó cuando se produjo el comienzo de las hostilidades contra Alemania y la ocupación nazi en verano de 1940. A su salida muchos optaron por establecerse y formar familias en Francia; otros se alistaron en el ejército francés para luchar contra los nazis; bastantes se incorporaron a la resistencia y otros fueron capturados por la Gestapo o la Whermacht para ser enviado a campos de trabajo o de exterminio, sobre todo de Mauthausen-Gusen y una minoría decidió volver a su país ante la promesa de los vencedores de perdonar a quienes no hubiesen cometido delitos de sangre. Tras el desalojo del campo fue utilizado durante la guerra como campo de concentración de prisioneros de guerra por el gobierno pronazi de la Francia de Vichy y finalmente desmantelado tras el fin de la guerra. En la actualidad apenas existen vestigios de sus instalaciones y el terreno está ocupado por zonas residenciales, hoteles, instalaciones deportivas y recreativas en las que se dan cita miles de ciudadanos de las poblaciones vecinas. En las proximidades de la Playa Norte del campo se halla colocado un monolito de piedra con una placa en homenaje a los 100.000 españoles que pasaron por el campo, con la siguiente inscripción: “A la memoria de los 100.000 republicanos españoles, internados en el campo de Argelès, tras la retirada en febrero de 1939”.
El pintor Enrique Climent.
Enrique Climent Palahí (1897-1980)
Afirmar aquí que el pintor, dibujante e ilustrador valenciano Enrique Climent Palahí fue uno de los más conspicuos representantes de la vanguardia en el exilio republicano puede parecer a muchos como una apreciación osada y una valoración bastante arriesgada, pero el hecho histórico es que fue una realidad porque ya que tempranamente en la década de los años veinte y treinta del siglo pasado se distinguió como adalid de la renovación española al formar parte del grupo de los artistas Ibéricos. A pesar de su relevante talla como artista durante décadas en su país fue un caso paradigmático del olvido y la marginación provocado por el destierro de los republicanos españoles al término de la guerra civil. No es raro encontrar artistas importantes cuyas famas fueron reconocidas públicamente en países donde se les consideraba extranjeros, mucho más que en el país donde había nacido. Este fue de aquellos que, por la dramática circunstancia de la diáspora, levantaron un pedestal a su nombre en una lejana tierra hospitalaria que le acogió, cuando en el suyo estaba aún sujeto al trágico bamboleo de un ideal, logrado en espíritu y en constancia, pero anhelado todavía en su deseo. Pocos artistas exiliados fueron tan capaces, tan sensibles, tan dotados técnicamente y de perfil tan acusado y propio. Fue, sin duda, una de las figuras capitales de la renovación plástica española de primer tercio de siglo XX y, luego, a través de múltiples evoluciones de su quehacer pictórico, fue conservando siempre una actitud de renovador. Renovación, por cierto, no siempre orientada hacia el futuro, sino ahincada en retrospecciones, en estilos pretéritos muy variados, donde fue a buscar nuevas formas de inspiración.
Enrique Climent Palahí vino al mundo en Valencia, el 24 de mayo de 1897, en el marco de una familia burguesa. Sus primeros años transcurrieron en un pueblo aragonés, donde sus abuelos poseían una casa solariega. Cursó estudios de bachillerato y muy tempranamente se despertó en él la vocación artística. En 1917 ingresó en la Escuela de Bellas Artes de San Carlos a pesar de la oposición de su padre, quien le negó toda clase de ayuda económica. De espíritu inconformista, se integró en las filas de la Asociación de Artes y Letras, presidida por el pintor Antonio Fillol, y constituida por jóvenes disidentes del Círculo de Bellas Artes como Ricardo Verde, Enrique Navas, Pascual Isla o Enrique Cuñat. Vivió en la controvertida lucha que entonces se libraba en Valencia entre los seguidores de Ignacio Pinazo y los defensores a ultranza de Joaquín Sorolla.
Al terminar sus estudios se instaló en una vieja buhardilla de la calle Roteros, donde pintaba retratos y ejecutaba dibujos publicitarios para subsistir. Sus inquietudes renovadoras, ya superada su juvenil militancia en el sorollismo, le hizo frecuentar la librería Internacional de la calle Joaquín Sorolla, donde adquiría revistas extranjeras que le informaban puntualmente de los movimientos artísticos entonces de moda. Sin embargo, el aislamiento en que trabajaba, encerrado en una pequeña ciudad de provincia, separado de las corrientes principales de la vida artística, suponía una inevitable limitación creadora para un artista joven con inquietudes y deseos de conocer nuevos horizontes.
En la primavera de 1919 se presentó al concurso de méritos de una convocatoria de becas de paisaje que iban a desarrollarse en Madrid y obtuvo una pensión. Con las obras que pintó durante el pensionado celebró en Madrid una exposición que obtuvo notable éxito de crítica y de venta, lo que le animó a establecerse en esta capital. Para sobrevivir trabajó como ilustrador en la revista Blanco y Negro y en Prensa Española. El tiempo libre lo empleaba en la realización de retratos y paisajes que vendía en los comercios. Entró en contacto con el grupo de artistas renovadores y empezó a colaborar en las principales revistas madrileñas. Su actividad artística se ramificó hacia otras áreas más rentables, como la publicidad comercial, pero manteniendo firme su personalidad. Asistía a la famosa tertulia del Café del Prado, frente al Ateneo, donde se reunían Benjamín Palencia, Alberto Sánchez, Bores y Cossío.
Presentó su primera exposición individual fuera de la capital, en las barcelonesas galerías Layetanas, en 1920, y luego lo hizo en la sala Dalmau. La necesidad de contactar con las fuentes de la vanguardia internacional le llevó a trasladarse a la capital francesa en 1924, que contaba con un importante núcleo de plásticos españoles. Allí permaneció dos años dedicado a la escenografía y al diseño en el Teatro de la Ópera. Regresó a Madrid, donde prosiguió pintando y celebrando exposiciones en distintas salas. Se incorporó a la tertulia del Café Pombo, presidida por el escritor Ramón Gómez de la Serna, a quien ilustró su Greguerías.
Su adscripción definitiva a la renovación plástica española se produjo en 1925, al integrarse al grupo de los Pintores Ibéricos, que intentaban modernizar el arte español basándose en sus orígenes. Participó en casi todas las exposiciones organizadas por este movimiento renovador, que tuvo en el crítico de arte Manuel Abril, su principal promotor. En 1929 mostró obras en una exposición de vanguardia en el Jardín Botánico de Madrid, organizada por la Sociedad de Cursos y Conferencias. En 1930 concurrió a una exposición colectiva celebrada en Copenhague, con el grupo de los Artistas Ibéricos. En 1931 fue nombrado profesor de Arte en el Instituto Salmerón de Barcelona y firmó el “Manifiesto dirigido a la opinión y los poderes públicos”, donde un grupo de artistas renovadores exigían “cambios en las viejas costumbres” y expresaban la conveniencia de implantar “un sentido amplio y