estar directamente interesada en este país, porque es el que más cerca de él posee una colonia muy importante, no hace nada porque su nombre sea conocido y respetado». Siguen las constataciones recurrentes en las comunicaciones de los diplomáticos españoles en Asia oriental, hoy conservadas en el Archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores en Madrid: la legación española está dirigida por un «Encargado de Negocios, mientras todas las demás naciones tienen Ministros»; así, el representante de España «es siempre el último del cuerpo diplomático, y no tiene intérprete ni casa»; además, después de la firma del tratado de comercio y amistad de 1868 entre España y Japón, «no ha ido ni un solo buque de nuestra Armada»; y aquel tratado ha sido «firmado, por cierto, catorce años después que los de las otras naciones».85
Dupuy se refiere aquí al tratado que España firmó en 1868, justo catorce años después de los primeros tratados suscritos por Gran Bretaña y Estados Unidos. Un vistazo a las cartas del archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores español confirma la dificultad con la que constantemente se paralizaban las relaciones hispano-japonesas.86
Por último, respecto al tercer tema –los recuerdos personales–, nos encontramos de nuevo con la alternancia de luces y sombras. Refiriéndose a los dos años de estancia en Japón, escribe Dupuy: «quiero solo recordar un país hermosísimo, cuyo privilegiado suelo es uno de los más bellos del mundo» (MM: 239). Sin embargo, no todas las experiencias japonesas habían sido positivas, de modo que, además de las cosas que rememorar, se añaden las cosas que olvidar, todas ellas unidas a las que ofrecen una visión realista de aquel Japón en plena transición:
Quiero olvidar el odio que hacia nosotros siente esta raza, para no acordarme más que de su afable y ceremoniosa hospitalidad; quiero olvidar sus bajezas y embustes, y llevarme solo el recuerdo de su urbanidad y de su constante alegría. No quiero recordar su servil instinto de imitación para pensar sólo en los progresos que en la moderna cultura ha realizado (MM: 231).
8. EL ESTUDIO GLOBAL DEL JAPÓN AQUÍ PUBLICADO
Enrique Dupuy se proponía escribir una obra seriamente informativa sobre Japón, pero no formalmente científica. Esto explica, por un lado, la vaguedad de las referencias a los autores de tanto en tanto utilizados y, por otro lado, su atención a los datos estadísticos. Sus notas sobre Japón aquí publicadas –escritas antes de 1874 pero reelaboradas a lo largo de los años, como veremos en el punto b– presentan el estilo seco y documental de sus informes comerciales. Sin embargo, precisamente como consecuencia de la seriedad con que se tomaba su trabajo, Dupuy dejó indicadas, al menos de forma sintética, las principales publicaciones a las que recurrió en el curso de la redacción. Estas indicaciones son importantes, además, porque llaman la atención sobre las raras publicaciones españolas del siglo XIX acerca de Japón. Por ello, a continuación se analizarán estas fuentes con algo más de detalle. Quedará así documentado el contexto cultural al que él se remitía, pero sin hacer excesivamente densas las notas explicativas que acompañan al texto íntegro de sus observaciones sobre Japón.
a) Las fuentes impresas de Enrique Dupuy
Una vez llegado a la parte final de su escrito, Dupuy confronta la historia de las Islas Filipinas con la de las islas japonesas, para constatar que, mientras en Filipinas fue necesario un intenso trabajo civilizatorio por parte de los españoles, Japón ya contaba con una civilización milenaria en el momento de su apertura. En Filipinas los españoles tuvieron que llevar la civilización a «una sociedad completamente salvaje» (infra, p. 260). Para sostener esta afirmación, Dupuy aporta varios escritos sobre Filipinas, todos ellos brevemente comentados en las notas en el texto del mismo Dupuy.87
En el pasado España había hecho mucho por Filipinas, pero eso ya no bastaba: con la apertura de Japón al comercio occidental, la afortunada posición geopolítica de las Islas Filipinas despertó el interés de las grandes potencias que se abrían paso en esa área del Pacífico, con intervenciones militares incluidas. Dupuy temía, con razón, que si España continuaba desatendiendo a las Filipinas la colonia corría el riesgo de acabar como «las islas Hawái, en que la raza indígena ha sido desposeída del gobierno en beneficio de los mestizos y de los aventureros norteamericanos». Y en efecto, cuatro años después de la publicación de su libro sobre Japón, como profeta involuntario, Dupuy se vio obligado a levantar acta de la ocupación estadounidense de las Islas Filipinas. Desaparecía así lo poco que quedaba del imperio sobre el que no se ponía nunca el sol, dejando a España entera consternada por el «desastre del 98».
En opinión de Dupuy, para evitar la que hasta entonces era solo una amenaza, todos los españoles, y especialmente los políticos, deberían haber estudiado con atención «la historia y geografía de esa preciada colonia», «tan importante para el bien y el porvenir de España» (infra, p. 262) y para este fin aconsejaba las obras de cuatro autores: «Scheidnagel, Moya, Montero Vidal, Blumentritt, traducido por Ramón Jordana».88
La crítica a la dejadez en la Administración de la valiosa colonia asiática vuelve a aparecer en el prefacio del africanista Emilio Bonelli Hernando en un libro de Manuel Scheidnagel.89 En este, Bonelli indica «un lamentable desbarajuste en la organización política y administrativa de nuestras colonias, tanto de Asia y de Oceanía como de África. En ocasiones se ha confiado su dirección a un personal que ignoraba su extensión y difícilmente hubiera sabido determinar su situación sobre un mapa».90 En la administración de las colonias es necesario tener «gran fe en el porvenir y esperanza en el engrandecimiento de la patria» y, según Bonelli, justo estas eran las virtudes de Scheidnagel:
Estos móviles palpitan siempre en las obras de Scheidnagel, militar distinguidísimo, autor de importantes trabajos literarios y geográficos, encaminados a la defensa de muy sagrados intereses. En su última producción, Colonización Española, […] describe nuestros valiosos dominios de Asia y Oceanía de modo que solo pueden hacerlo las personas que, como él, han residido largo espacio de tiempo en el país, poseen una ilustración vastísima y se hallan dotadas de un privilegiado espíritu escrutador y de observación.91
La insistencia de Dupuy en las islas Filipinas derivaba del hecho de que, gracias a estas, España gozaba de un acceso privilegiado al nuevo Japón, porque ninguna nación europea estaba presente en Asia oriental con una colonia de las dimensiones de Filipinas; al mismo tiempo, sin embargo, y precisamente como consecuencia de esta feliz posición geopolítica, unida al desinterés de la madre patria, los viajeros conscientes temían el riesgo de una ocupación extranjera de la colonia.
En este punto Dupuy recuerda cuatro obras específicas sobre Japón: la bibliografía del conde de la Viñaza y los escritos de Juan Pérez Caballero, de Ferdinand Blumentritt y de Hilario Nava y Caveda.92 A continuación se examinarán brevemente estos textos, en los que también se vuelve a hacer referencia a la importancia de Filipinas y se hace la relativa reprimenda por el desinterés de la madre patria.
La bibliografía del conde de la Viñaza recoge tres siglos de escritos sobre las lenguas orientales,93 aunque el autor la presenta «como un suplemento a la obra del bibliógrafo lusitano Inocencio Francisco da Silva, Diccionario bibliográfico portugués» (p. 7).94 Se trata de «un cuadro en el cual agrupamos, por orden alfabético de autores en sus respectivos siglos, los trabajos referentes a las lenguas indígenas de los citados imperios [i.e.: China y Japón], escritos por los portugueses y castellanos desde el siglo XVI hasta los últimos años del en que vivimos», es decir, al final del siglo XIX.95
Esas obras tenían como finalidad la evangelización: «Los nombres de Portugal y Castilla irán siempre unidos a la historia de la propagación de la fe y de la civilización europea en el extremo Oriente» (p. 5) y, como prueba de la «santa audacia» de dos Estados ibéricos en aquellos años (p. 13), el conde de la Viñaza reporta los nombres, con el número de la tumba de una necrópolis de Pekín, «de los insignes misioneros portugueses de los siglos XVI y XVII» (pp. 6 y ss.).
El conde de la Viñaza extrajo los títulos de los catálogos de bibliotecas españolas y extranjeras, pero no pudo ver todas las obras incluidas en su bibliografía: «La mayor parte de las obras