Mario Giuseppe Losano

El valenciano Enrique Dupuy y el Japón del siglo XIX


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este breve periodo de la clásica vida colonial Dupuy no menciona a los amigos japoneses, pero recuerda a otros diplomáticos, entre los cuales estaba Emilio de Ojeda, segundo secretario de la legación, que a su juicio no era suficientemente valorado por el Ministerio: además de su conocimiento del japonés, Dupuy recuerda «sus premiadas Memorias» (MM: 211) sobre la producción de la seda;81 un tema que, como veremos, apreciaba especialmente.

      c) El Japón Meiji, entre el sol naciente de hoy y las nubes del mañana

      Al finalizar su estancia en Japón, Dupuy recogió con espíritu crítico sus impresiones acerca de tres temas:82 la ruptura de Japón con el pasado, su proceso de transformación en curso, que podría tener desarrollos no solo positivos, y por último los recuerdos personales de los dos años vividos en el país del sol naciente. En todas estas valoraciones Dupuy no se identifica con aquel Japón casi idolatrado por Wenceslau de Moraes, ni asume la actitud de superioridad eurocéntrica de Pierre Loti: es un diplomático que examina con equilibrio los diversos aspectos de cada cuestión, a pesar de que en algún momento el eurocentrismo también se apodera de él.

      El primer tema abordado –la ruptura con el pasado– está relacionado con el brusco cambio que la europeización estaba imponiendo, y también en la historiografía sobre Japón: lo que hasta entonces se sabía sobre este país se encontraba ya superado. En particular, era un error, que no tenía sentido seguir manteniendo, la concepción de un dualismo de poderes, «uno temporal y otro espiritual, que el uno ejercía el Taicun y el otro el Mikado» (MM: 221). Las páginas de Dupuy sobre este tema constituyen una síntesis de las creencias erróneas sobre Japón comúnmente existentes a mitad del siglo XIX (MM: 215-225) y presentes también en los libros escolásticos españoles, a los que Dupuy dedica una crítica específica en otro escrito.83

      El segundo tema –la transformación en curso– coloca en el centro de atención la rápida y radical mutación de Japón, indicando las luces, pero también las sombras:

      Una sed de reforma se ha apoderado de los hombres que gobiernan el Japón, y las instituciones que nos han costado siglos de experiencia y ríos de sangre adquirir, las adoptan y las adaptan a un país que pasa de un salto del feudalismo al régimen constitucional. Todo lo que es moderno y todo lo que es occidental es admitido ciega e irreflexiblemente [sic] por gobernantes que creen que basta un decreto o creen que basta la ley escrita para que todo un pueblo varíe sus creencias y su modo de ser (MM: 225).

      En 1875, cuando Dupuy publicaba estas líneas, era difícil prever cuánto de esas normas estaba llamado a convertirse en algo real. En cambio, sí era posible ver en poco tiempo en qué medida dichas normas fueron eficaces y hasta qué punto fueron recibidas de forma capilar.

      En particular, Dupuy fue uno de los pocos observadores que pusieron el acento en algunos rasgos de la modernización japonesa que muy pronto terminarían conduciendo a la degeneración de la época militarista:

      En los dos años que en el Japón he vivido he seguido paso a paso las transformaciones; he visto muchas mejoras y muchos adelantos; pero he visto también una raza cegada por el orgullo de su valer, del que tienen una idea muy errónea. He visto y presenciado las luchas interiores de los partidos que quieren gobernar, unos marchando adelante de una manera desalentada, queriendo volver otros a las prácticas feudales, y otros llegar a las modernas, sin reñir con tradiciones, pero obrando con poca y con mala fe (MM: 226).

      Otras observaciones son más eurocéntricas porque son expresión de la pulsión hegemónica de Occidente y no reconocen el deseo de autonomía soberana de los japoneses, al interpretar como un retraso su defensa de las tradiciones nacionales y, por tanto, al reflejar claramente el sentimiento común de las potencias occidentales de la época:

      He visto la inutilidad de los esfuerzos de la diplomacia europea para conseguir la apertura de un imperio que se dice civilizado, y que se comunica con el mundo por sólo cinco puertos, y prohíbe la circulación por el interior sin grandes formalidades; he visto el orgullo de un pueblo que, conservando la tortura en sus instituciones jurídicas, pretende ejercer jurisdicción sobre los súbditos de naciones que han sufrido en sus Códigos las reformas traídas por el cristianismo, por Beccaria y por la Revolución Francesa (MM: 226).

      Junto a estos problemas internos, Japón había conocido la guerra contra Corea, «la expedición de Formosa contra ley y derecho» (MM: 226) y había convocado al Parlamento.

      ¿Cuál será el resultado de la situación en este país? ¿Seguirán adelante con las reformas, y fundarán en un país habitado por raza amarilla instituciones que han hecho progresar a la raza blanca, o llegando el partido anti-reformista a medidas violentas, se atraerá la intervención occidental, sirviendo el Japón como campo para los intereses encontrados de Rusia, Inglaterra y los Estados Unidos? Nadie puede preverlo (MM: 227).

      Estas consideraciones llevan inevitablemente a Dupuy a extender sus reflexiones sobre la política internacional. Sobre todo, pone la atención en el futuro geopolítico de Japón:

      Si el Japón está destinado a progresar en el camino que ha emprendido, su influencia en Asia será muy grande; su situación es magnífica. País insular, y de costas que la naturaleza ha hecho poco hospitalarias, es muy fácil de defender, y puede llegar a ser, por su posición análoga, la Inglaterra de Asia (MM: 227).

      Pero en Japón convergían también las pretensiones coloniales de las potencias occidentales. Al lector de hoy le llama la atención la escasa relevancia que entonces tenía Estados Unidos en el área del Pacífico. Esta vocación estadounidense por el océano Pacífico podría haberse visto favorecida por el «fabuloso desarrollo de sus Estados del Pacífico», pero –según Dupuy– se tropezaba con obstáculos por su estructura política, con una administración que cambiaba con cada presidente, con «el abandono de la política activa por casi todas las personas honradas» y, por consiguiente, con «una representación diplomática y consular completamente lega, muchas veces poco respetable», otras veces «formada de personas improvisadas» que «pretenden aplicar a todas las cuestiones el criterio americano, con lo que consiguen resultados negativos» (MM: 227 y ss.). La actitud antiestadounidense (y antinglesa) de Dupuy es una constante de sus escritos y contribuye a explicar la dureza de los ataques al presidente de Estados Unidos contenidos en la carta que causó su dimisión como ministro de España en Washington (cf. § 15).

      La marina mercante estadounidense era ya entonces la segunda del mundo, pero no era suficiente para garantizar su influencia en Asia porque –según la opinión de Dupuy, que refleja la de la entera comunidad diplomática de entonces– Estados Unidos no estaba militarmente en condiciones de influir en el área del Pacífico:

      Su marina militar tampoco les ayuda en Asia a conquistar ni a mantener influencia; conocido es de todos el sistema seguido per el Ministerio de Marina en estos últimos tiempos. Los barcos que tienen en Asia no pueden asustar ni siquiera a las naciones salvajes. Todos ellos son restos de la Guerra Civil, y muchos no pueden volver a América a causa de sus malas cualidades marineras (MM: 228).

      Más concretas podían ser, en cambio, las pretensiones de Gran Bretaña, que habría deseado «anexionarse el Japón»; sin embargo, habría sido más realista «ocupar algún puerto, como ha hecho en Hong Kong y Singapur», dado que a Inglaterra le importa «imponer tarifas de aduana, sin cuidarse para nada del interés de los demás con tal que el suyo encuentre ventajas» (MM: 228 y ss.). Pero estos intereses comerciales chocaban con las pretensiones expansionistas de Rusia. En efecto, la amenaza rusa podía adivinarse ya en su peligrosa proximidad, dado que «para completar y defender sus establecimientos en Siberia oriental, se ha anexionado la isla de Shangalien, haciendo un cambio con el Japón, con lo cual es dueña de uno de los lados del Estrecho de Lapeyrouse,84 y puede, cuando quiere, cerrar el paso» (MM: 229). En definitiva, concluye Dupuy, vale el dicho: «Dios nos libre de la vecindad de Rusia y de la amistad de Inglaterra».

      Después venían aquellas potencias medianas que, pese a ser menos peligrosas para Japón, tenían mayores posibilidades de intercambios no solo comerciales: «Sobre todo Francia, Italia y Alemania, tienen relaciones comerciales con el Japón y tienen interés en que se desarrollen los recursos