negociación referente a las cuestiones importantes que debe abrazar la revisión de los tratados ha sido suspendida».71 Desde el punto de vista diplomático, en efecto, la revisión de los «tratados injustos» era la medida indispensable para que Japón reconquistara la plena soberanía, parcialmente perdida con la apertura de sus puertos a los occidentales. Por otra parte, Japón luchaba también para que todo lo que quedaba de su soberanía no fuese tocado ulteriormente: por ello, el 17 de noviembre de 1873 la legación española comunicaba el fracaso de la conferencia sobre la libre circulación de extranjeros, que durante cierto tiempo habían seguido siendo confinados en algunas áreas portuarias. En el mismo año, en un voluminoso fascículo, el encargado de negocios Emilio de Ojeda daba la noticia de un «Convenio con Italia sobre circulación de extranjeros en aquel Imperio» y del «Projet d’une convention provisoire relative à la circulation des Étrangers dans l’intérieur du Japon», presentado por el ministro de Italia al Gobierno del Tenno.72
Además, la revisión de los tratados no solo presentaba dificultades intrínsecas, sino que también debía tener en cuenta los sucesos políticos generales, cuyos cambios no facilitaban las negociaciones. En España había caído la monarquía y el 29 de marzo de 1873 la legación «da cuenta de haber recibido un telegrama anunciando la proclamación de la República, y de la conferencia que con este motivo tuvo con el Ministro de Negocios Extranjeros». Pocos meses después Japón realizó una reforma política fundamental y el 26 de enero de 1874 Emilio de Ojeda informaba a su Ministerio sobre la instauración del régimen parlamentario en Japón.
Junto a estos avatares institucionales, que complicaban las negociaciones diplomáticas más importantes, se atendían a diario los asuntos menores de la legación: desde una «grave reyerta entre marineros filipinos y franceses», o «disturbios en Formosa atribuidos a un misionero español», hasta «queja del Capitán del puerto de Afra contra el comandante del buque japonés», pasando por el «incidente suscitado con motivo del traslado del asta bandera de la legación». Y todo ello sin que hubiera españoles en Japón, como da testimonio Enrique Dupuy en las páginas aquí publicadas (cf. infra, p. 186). En efecto, los marineros eran casi siempre súbditos españoles, pero filipinos, y los misioneros, aun siendo españoles, tenían a menudo el pasaporte francés, nación protectora del catolicismo en Oriente.
Estas eran las actividades en la legación a la que Enrique Dupuy se incorporó el 23 de julio de 1873. A partir de este momento el joven secretario de legación comenzó a mirar a su alrededor para entender aquel mundo japonés en transformación, y fue anotando las impresiones, publicadas años después en España y, ahora, en este volumen.
7. DOS AÑOS EN JAPÓN COMO SECRETARIO DE LEGACIÓN
Enrique Dupuy dejó Valencia con veintidós años, en plena guerra carlista, con la universidad cerrada por encontrarse bajo los tiros de la artillería gubernamental. Salió desde la estación de Atocha de Madrid el 28 de abril de 1873 rumbo a Yokohama (España no tenía aún una legación en Yedo, esto es, en Tokyo), «para ir a ocupar un puesto de Secretario de Legación en un país tan distante, que todo paso que de él se aleja, acerca al punto de partida», y el 5 de agosto de 1875 regresó «a Madrid por la Estación del Norte, habiendo dado la vuelta al mundo» (MM: 7). El viaje de ida duró desde el 8 de junio hasta el 23 de julio: «45 días» de navegación sin imprevistos, tediosos para quien estaba acostumbrado a la vida en tierra firme, pero ricos de constantes y nuevas impresiones: «Los veloces medios de comunicación modernos han convertido a la tierra en un caleidoscopio» (MM: 9).
El viaje llevó a Dupuy a considerar melancólicamente la situación estática de España, no solo respecto a las tradicionales potencias europeas, sino también respecto a los estados de más reciente formación, «viendo a Italia y a Alemania pasear por todas partes sus banderas recién compradas, y viendo a España desperdiciar las condiciones de grandeza y de poderío que Dios le ha dado» (MM: 9).
a) Desde España a Japón: cuarenta y cinco días por mar
Durante la larga travesía, las etapas de acercamiento –Saigón y Hong Kong– ya anuncian el Asia oriental. El capítulo VIII, dedicado a Saigón, es una precisa historia eurocéntrica de la conquista francesa del Asia sud-oriental, donde se recuerda que «en el establecimiento en Asia de Francia, ha tenido parte principal nuestra madre España» (MM: 169). Estas breves palabras evocan un capítulo olvidado de la última tentativa de expansión colonial española en Asia, es decir, la participación de España al lado de Francia en la campaña de la Cochinchina, en la que, inexplicablemente, no obtuvo ventaja alguna. De hecho, España participó por igual en el esfuerzo militar mediante el envío de numerosos militares filipinos, pero en el momento de recoger los frutos se mostró poco interesada, y los franceses transformaron en su propia colonia la que podía haber sido una conquista común.73
La campaña de Indochina se fundaba quizás en una «idea racional que puede, tarde o temprano, dar sus frutos» (MM: 171): la «de introducir en Asia una nación nueva y fuerte», Francia, que tenía puestas sus miras solo en el continente asiático y que, «por agradecimiento por nuestra ayuda, nos podría un día defender contra los que codician nuestras posesiones, sobre todo Alemania» (MM: 170 y ss.). Una visión profética, con la única diferencia de que las Islas Filipinas le fueron arrebatadas a España no por Alemania sino por Estados Unidos.
Dupuy veía con claridad las exigencias de una política colonial que incluyera Filipinas en el tráfico mundial: «Es preciso una voluntad firme y constante, empresas de comercio que unan la ilustración y la grandeza de miras al genio emprendedor y al arrojo, un gobierno que se empeñe a tener representación diplomática y consular bien retribuida y con positivas ventajas para que permanezca mucho tiempo en Asia». A estos requisitos es necesario también añadir «una administración colonial inamovible, una marina de guerra [… que] pueda pasear el pabellón gualdo y oro por remotas tierras, enseñando el camino a los barcos mercantes» (MM: 171). Estas precisas exigencias identificadas por Dupuy son en realidad la lista de lo que le hacía falta a España para desarrollar una política asiática eficaz, no solo respecto a Filipinas, sino también respecto a Japón. Sin embargo, en España los cambios de régimen impedían organizar una política exterior de gran alcance y las guerras internas mantenían bloqueada la flota en las costas ibéricas.
La escasa rentabilidad de la empresa de Cochinchina llevó a Dupuy a identificar las responsabilidades del mundo político y económico español en la falta de aprovechamiento de aquella expedición militar acabada en nada. Los militares «habían construido un gran campamento de barracas, a lo largo del cual abrieron la calle de Isabel segunda, una de las más largas y de las más hermosas de Saigon» (MM: 169 y s.). Una vez consolidado el poder colonial, los franceses cedieron a España un buen terreno para construir allí la sede diplomática: «A pesar de los años transcurridos, nada se ha hecho, y hoy el terreno de España afea uno de los sitios más públicos y más hermosos de Saigon» (MM: 170). Sin embargo, también el sector privado tenía su grado de culpa. Saigon es «casi un puerto franco» y la navegación por el río es libre para los franceses y los españoles, pero «entran en el Donnai más barcos con bandera inglesa y alemana que con la nuestra» (MM: 170).74
Una situación análoga se produjo en Japón, cuando la corte imperial se trasladó a Tokio y ofreció a varias naciones occidentales el terreno para construir su propia representación diplomática en Tokio. España «no se aprovechó de la oferta», se lamentaba aún en 1904 el diplomático Francisco de Reynoso, cuando ya se habían perdido las Filipinas (cf. infra, § 18), recordando que la oferta había sido aceptada incluso por estados que tenían intereses limitados en Japón, como «Austria e Italia, pero cuyos gobiernos comprendieron la imperiosa necesidad de que sus representantes residiesen cerca del Soberano, en la sede del gobierno, Capital del Imperio». La ausencia de una política extranjera española en Asia oriental es resumida así por Reynoso:
Para que decir, que entre las naciones invitadas lo fue también España y que no se aprovechó de la oferta, olvidando que por el imperio colonial que poseía en Oriente y por la proximidad de la Isla de Luzón al imperio japonés, debería haber aspirado, a que su Representante cerca de un Soberano de un pueblo de más de cuarenta millones de