Cao Xueqin

Sueño En El Pabellón Rojo


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he traído gente para cargar con él —el rostro de Jia Rong enrojeció, y sus ojos brillaron—. Me encargaré personalmente de que tengan cuidado.

      Ya se iba cuando, de repente, Xifeng le ordenó que volviera.

      La gente de fuera pasó la voz:

      —Señor Rong, que vuelva usted.

      El joven regresó a ver qué quería su tía. Xifeng, pensativa, dio un sorbo a su té y luego dijo riendo:

      —Déjalo, vuelve después de la cena. Ahora tengo visita y no es el momento de decírtelo.

      Jia Rong se retiró lentamente sin dejar de mirarla.

      Por fin la abuela Liu se sintió cómoda para hablar, y dijo:

      —El motivo de que haya traído conmigo a su sobrino de usted es que sus padres no tienen qué comer, y el invierno empeorará las cosas. Sí, por eso lo he traído. —Tocó con el codo a Baner—. ¿Qué te dijo tu papá? ¿Para qué te mandó aquí? ¿Sólo para comer dulces?

      La manera vulgar que tenía la abuela de expresarse hizo sonreír a Xifeng.

      —No diga más. Ya entiendo.

      Y preguntó a la señora Zhou:

      —¿Ha comido ya la abuela?

      —Salimos tan temprano y con tanta prisa que no nos dio tiempo a comer nada —dijo rápidamente ella.

      Xifeng hizo traer comida para los visitantes, y a la señora Zhou le dijo que dispusieran una mesa para ellos en el cuarto del este.

      —Hermana Zhou, encárgate de que no les falte nada —dijo Xifeng—. Yo no puedo acompañarlos. Cuando los hubo llevado al cuarto, Xifeng volvió a llamar a la señora Zhou para que le contara qué había dicho la dama Wang.

      —Su Señoría dice que no pertenecen realmente a nuestra familia. Su Señoría también dice: «Las familias se unieron por llevar el mismo apellido y porque su abuelo fue funcionario en el mismo lugar que nuestro anciano señor. En estos últimos años los hemos visto poco, pero, cuando han venido, nunca han vuelto con las manos vacías. Como sus visitas son bienintencionadas, no debemos tratarlos mal. Si piden ayuda, la señora debe actuar según su propio entendimiento».

      —Ya decía yo que era muy raro que siendo parientes no supiera absolutamente nada de ellos.

      Mientras Xifeng hablaba, volvieron la abuela Lin y Baner de su comida con enfáticas muestras de gratitud.

      —Ahora siéntese y escúcheme, estimada abuela —dijo Xifeng alegremente—. Sé lo que me estaba insinuando hace un rato. No deberíamos esperar a que los parientes llamen a nuestras puertas para acudir en su ayuda, pero aquí tenemos muchos problemas, y ahora que Su Señoría va envejeciendo se olvida a veces de las cosas. Además, cuando hace poco acepté encargarme de los asuntos de la casa no llegué a informarme exhaustivamente de nuestros contactos familiares; por otra parte, a pesar de que aparentamos prosperidad debe comprender que una casa tan grande tiene sus dificultades, aunque le cueste creerlo; Pero en fin, como ha venido desde tan lejos y es la primera vez que solicita mi ayuda, no puedo permitir que se vaya con las manos vacías. Afortunadamente ayer mismo me dio Su Señoría veinte taeles de plata para la ropa de las doncellas, y todavía no los he tocado. Si le parecen suficientes, acéptelos por el momento.

      Las referencias a problemas y dificultades habían acabado con todas las esperanzas de la abuela. Por eso le llenó de júbilo la promesa de los veinte taeles.

      —Ay —exclamó—, yo sé lo que es pasar: apuros. Pero un camello, aunque esté muerto de hambre, es más grande que un caballo y, sea como sea, uno solo de sus cabellos es más grueso que nuestra cintura.

      La señora Zhou le hacía señas a la abuela para que no hablara con esa ordinariez, pero a Xifeng no parecía importarle y se reía sin parar. Envió a Pinger a que trajera la bolsa con la plata y una sarta de monedas, y lo entregó todo a la anciana.

      —Aquí hay veinte taeles para que le hagan ropa de invierno al niño —dijo Xifeng incorporándose—. Si no los acepta, pensaré que lía he ofendido. Con las monedas pueden alquilar una carreta para volver a vernos cuando tengan tiempo, como debe hacerlo todo pariente. Pero ya es tarde y no debo: hacerles perder más tiempo. Presente mis saludos a su gente, y espero que no me olviden.

      Tras expresar una vez más su agradecimiento, la abuela Liu tomó la plata y las monedas y salió detrás de la señora Zhou.

      —¡Alabado sea Buda! —exclamó la señora Zhou—. ¿Por qué tuvo usted que decir lo de «su sobrino»? A riesgo de ofenderla, tengo que decirle una cosa: aunque se hubiera tratado de un auténtico sobrino, no lo debía haber dicho. El señor Rong sí que es un sobrino verdadero, ¿de dónde iba a sacar ella un sobrino como Baner?

      —¡Querida hermana! —La abuela Liu estaba radiante de alegría—. Cuando la vi me aturullé y no supe lo que decía.

      Así charlando llegaron hasta la casa de Zhou Rui, donde se sentaron un momento. La abuela Liu quiso dejar un trozo de plata para que los hijos de la señora Zhou se compraran golosinas, pero ésta se negó a aceptarlo porque sumas tan pequeñas no significaban nada para ella. Luego, infinitamente agradecida, la abuela partió por la puerta trasera. Por cierto,

      Cuando las cosas marchan bien es normal la caridad;

      alguien profundamente agradecido es mejor que parientes o amigos.

      A la puerta de los ricos llama un día,

      y hasta los ricos se quejan de estrecheces y de faltas;

      no le regalan mil piezas de oro,

      pero resultan de la misma sangre.

      Capítulo VII

       Mientras Jia Lian se divierte con Xifeng,

      a ella le traen unas flores de la corte.

      En un banquete de la mansión Ningguo,

      Baoyu conoce a Qin Zhong *.

      Cuando hubo despedido a la abuela Liu, la señora Zhou acudió a informar de su visita a la dama Wang. Las doncellas le dijeron que su señora había ido a charlar un rato con la tía Xue, y se dirigió hacia la puerta lateral que daba al patio del este; por fin llegó al patio de los Perales Fragantes. Sentada sobre las escaleras de la terraza encontró a Jinchuan, la doncella de la dama Wang, que jugaba con una muchacha a la que ya se le dejaba crecer el pelo. Supuso que la señora Zhou venía por asuntos serios, y le hizo un gesto señalando la puerta.

      Apartando sin ruido la cortina, la señora Zhou entró. Encontró a la dama Wang y a su hermana absortas en una charla sobre asuntos domésticos y no se atrevió a interrumpirlas, así que pasó directamente a los cuartos interiores; allí, acompañada por su doncella Yinger, Baochai, con el cabello recogido en un moño y un vestido de andar por casa, estaba copiando el dibujo de un bordado. La muchacha dejó el pincel sobre la mesita que tenía sobre el kang y ofreció asiento a su visitante.

      —¿Cómo está usted, señorita? —preguntó la señora Zhou mientras se sentaba en el borde del kang—. Hace días que no la veo por aquella parte de la casa, ¿acaso la ha molestado Baoyu?

      —¡Qué ocurrencia! Me he encerrado aquí un par de días a causa de una vieja dolencia.

      —¡Ay, señorita! ¿Qué me dice? ¿De qué se trata? Lo mejor sería llamar a un médico para que la vea y le recete un remedio; con unas cuantas medicinas se pondría bien enseguida. La falta de salud en una edad como la suya es algo que hay que tomar muy en serio.

      —¡No me hable de medicinas! —exclamó Baochai riendo—. El cielo es testigo de todo el dinero que hemos