Cao Xueqin

Sueño En El Pabellón Rojo


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o un trocito de uña. Cualquier cosa puede servir de fetiche.

      Jia Lian empalideció. A espaldas de su esposa se pasó un dedo por el cuello amenazando a Pinger para que no lo delatase, pero ella simuló no haberlo visto y se echó a reír.

      —Lo mismo pensé yo, y por eso registré con todo esmero. Pero nada. Si no me cree busque usted misma. Todavía no he guardado las cosas.

      —¡Qué tonta eres, muchacha! —contestó Xifeng—. ¿Acaso crees que si tuviera escondida alguna reliquia de sus andanzas nos iba a permitir encontrarla?

      Y se marchó con las muestras.

      Señalando con el dedo su propia nariz, Pinger sacudió la cabeza y dijo riendo:

      —¿Y cómo piensa el señor agradecerme esto?

      Lleno de júbilo, fuera de sí, Jia Lian se abalanzó sobre ella, la abrazó y le hizo mil carantoñas.

      —Esto me dará poder sobre usted durante el resto de mis días —dijo ella blandiendo el mechón de cabello—. Como no se porte bien conmigo, dejaré salir el gato del saco.

      —De acuerdo —repuso Jia Lian—. Consérvalo tú. Pero, por favor, no dejes que ella lo encuentre.

      Y mientras hablaba, con un rápido gesto, le arrebató el mechón.

      —No te lo puedo confiar —ronroneó guardándoselo en la bota—. Más cuenta me trae quemarlo y acabar con este asunto.

      —¡Bestia! —exclamó ella con los dientes apretados—. Apenas cruza el río derriba el puente. No vuelva a pedirme nunca que mienta por usted.

      Excitado por esa encantadora muestra de genio, Jia Lian la rodeó con sus brazos y quiso saciar allí mismo su deseo, pero Pinger se zafó y salió corriendo del cuarto, dejándolo rabioso y frustrado.

      —¡Maldita puta! —gritó furioso—. Primero me excitas y luego sales corriendo.

      Pinger, ya detrás de la ventana, se echó a reír.

      —Si soy o no una puta, es asunto mío —dijo—. ¿Quién le manda calentarse tanto? Si le dejo hacer su gusto y ella se entera seré yo quien pague las consecuencias.

      —No debes tenerle miedo. El día menos pensado, cuando pierda la paciencia, le voy a dar una buena paliza a esa perra avinagrada. A ver si se entera de quién manda aquí. Me espía como si yo fuera un ladrón. Ella sí puede hablar con otros hombres, pero a mí no me permite intercambiar una sola palabra con otras mujeres, y, si lo hago, enseguida sospecha lo peor. En cambio, ella hace lo que le viene en gana, parloteando y riendo con cualquier cuñado o sobrino, joven o viejo, sin preocuparse de mis sentimientos. De ahora en adelante le voy a prohibir ver a nadie.

      —Ella hace bien desconfiando de usted, pero usted no tiene razones para desconfiar de ella —replicó Pinger—. Ella no ha cometido ningún acto reprobable, pero usted siempre anda por ahí metido en líos. Yo actuaría como ella.

      —Ah, ya veo que os habéis puesto de acuerdo. Lo que vosotras hacéis está bien hecho, pero todo lo que yo hago está mal. Tarde o temprano os ajustaré las cuentas.

      Mientras Jia Lian gritaba furioso, regresó Xifeng por el patio y, al ver a Pinger en la ventana, preguntó:

      —¿Qué pasa aquí? Si tenéis algo que deciros, ¿por qué no lo hacéis dentro en vez de hablar a gritos por la ventana?

      —¡Eso es! —gritó Jia Lian desde el cuarto—. Por el modo como actúa, cualquiera pensaría que aquí dentro hay un tigre a punto de devorarla.

      —¿Y por qué debo quedarme a solas con él? —preguntó Pinger.

      —Si no hay nadie dentro, mejor así, qué duda cabe. —Xifeng sonrió.

      —¿Eso lo dice por mí? —preguntó la doncella.

      —¿Y por quién si no?

      —No me obligue a decir cosas que luego lamentará haber oído.

      Y en lugar de levantar la cortina para franquear la entrada a su señora, Pinger entró delante de ella y luego dejó caer la cortina bruscamente a sus espaldas, dirigiéndose al salón de enfrente.

      Xifeng alzó ella misma la cortina y comentó:

      —Esa muchacha debe estar loca para desafiarme de esta manera. ¡Ten cuidado con lo que haces, perrita!

      De la risa, Jia Lian se había caído sobre el kang.

      —Nunca supuse que Pinger tendría el coraje de desafiarte —aplaudió—. Ha subido en mi estima.

      —Eres tú quien la ha consentido —replicó Xifeng—. Tú eres el responsable de su comportamiento.

      —¿Por qué me culpas a mí de vuestras rencillas? Más vale que desaparezca.

      —¿Adónde vas?

      —Ahora vuelvo.

      —Espera. Todavía tengo algo que decirte.

      Para saber de qué se trataba, lean el próximo capítulo.

      Por cierto:

      En las doncellas virtuosas siempre anida el resentimiento,

      y ya desde la antigüedad conocen los celos las encantadoras esposas.

      Capítulo XXII

      Una canción revela a Baoyu verdades arcanas.

      Las adivinanzas de los faroles abruman a Jia Zheng

      con sus malos augurios.

      Habiéndole dicho Xifeng que quería hablar con él, Jia Lian detuvo sus pasos y le preguntó de qué se trataba.

      —El día veintiuno de esta luna es el aniversario de Baochai —dijo Xifeng—. ¿Qué piensas hacer para celebrarlo?

      —¿Por qué me preguntas a mí? —replicó él—. Tú has organizado celebraciones de aniversario mucho más grandes. ¿No te puedes hacer cargo de ésta?

      —Los aniversarios importantes tienen reglas estrictas, pero éste, sin llegar a ser una minucia, carece de relevancia. Por eso te he pedido consejo.

      Jia Lian agachó la cabeza y meditó unos momentos antes de responder.

      —Te estás volviendo torpe —contestó por fin—. Hay un precedente en el cumpleaños de Daiyu. Basta con que organices una celebración idéntica.

      —Eso ya se me había ocurrido —Xifeng dibujó una sonrisa burlona—, pero ayer me dijo la Anciana Dama que Baochai cumple este año los quince, y, a pesar de que no sea un número de los que se celebren con gran boato, es la edad en que las muchachas empiezan a llevar una horquilla en el pelo [1] . Si la Anciana Dama quiere celebrar de manera especial el aniversario de Baochai, habrá de ser distinto al de Daiyu.

      —Bueno, pues celébralo con más lujo.

      —Eso es lo que había pensado, pero he querido consultarte para que luego no me acuses de haber organizado algo especial sin tu consentimiento.

      —¡Vaya! —exclamó Jia Lian—. ¿Y a qué se debe esa súbita muestra de consideración? ¿Acusarte yo a ti de algo? ¡Ya tengo bastante con que tú no me encuentres en falta!

      Dicho lo cual partió, pero adónde no es asunto que nos concierna.

      Volvamos a Xiangyun. Ya llevaba varios días en la mansión Rong y había llegado el momento de volver a casa, pero la Anciana Dama le instó a quedarse para celebrar el aniversario de Baochai y asistir a la representación de óperas. Como accediera, Xiangyun mandó traer de su casa, como regalo para su prima, dos piezas de bordado que ella misma había confeccionado.

      La verdad era que la conducta ponderada y complaciente que Baochai había mostrado desde su llegada había