que la integran, y solo las estratificaciones del uso pueden dar el sentimiento, in fine, de que tales o cuales figuras contribuyen más bien a la expresión, y otras más bien al contenido. De eso da testimonio la posibilidad de establecer, incluso en los límites de semióticas-objeto altamente convencionales como las de los discursos verbales escritos, nuevos sistemas semi-simbólicos que redefinen y desplazan en cada discurso concreto la relación entre el plano de la expresión y el plano del contenido.
Esos desplazamientos son «actos», o sea, el acto semiótico por excelencia, aquel que distingue y fija los dos funtivos de la función semiótica elemental. En efecto, si la distinción entre contenido y expresión puede ser en todo momento desplazada, es porque el reparto entre las figuras interoceptivas y las figuras exteroceptivas solo puede ser operado por una toma de posición del cuerpo propio, que marca así el mundo sensible con una frontera imaginaria, efímera, y, no obstante, perfectamente eficaz, puesto que la convierte en significante e inteligible. Pero, por este mismo hecho, tenemos que admitir que la función semiótica elemental está indisolublemente ligada a la distinción corporal entre lo «propio» y lo «no propio» (el cuerpo propio es lo que no es él), distinción cuyo operador es precisamente él mismo. Así se define, en primera instancia, el «cuerpo-actante».
EL ACTANTE EN CUANTO CUERPO
Esa primera cuestión se desdobla de inmediato, puesto que es necesario dar cuenta, por una parte, del actante en cuanto cuerpo, y, por otra, examinar las consecuencias de una concepción del actante no solamente formal, sino que reconozca que sus roles en las transformaciones narrativas están determinados por las propiedades corporales, esencialmente las de las materias y las fuerzas, un sustrato y una energía. Y, por otro lado, se trata de comprender por qué proceso y en qué condiciones un cuerpo se convierte en actante, sea actante de la instancia de enunciación o un actante narrativo del enunciado.
Nos proponemos, pues, examinar qué pasa cuando el actante no es solamente concebido (según la tradición desarrollada a partir de Propp por la semiótica narrativa) como una regularidad sintagmática formal, calculable a partir de «argumentos» (en el sentido gramatical) recurrentes de una clase de predicados. El actante, concebido como un cuerpo, constituido por una carne y una forma corporales, es la sede y el vector de los impulsos y de las resistencias que contribuyen a los actos transformadores de los estados de cosas, y de los que animan los recorridos de la acción en general. Estas dos concepciones del actante-cuerpo no son incompatibles, ya que las propiedades de impulsión y de resistencia corporales participan de las regularidades sintagmáticas que asocian un actante a una clase de predicados narrativos.
Por un lado, distinguiremos la carne, que diferencia y separa los cuerpos actantes de los otros cuerpos en el sentido de que ella es una sustancia material dotada de una energía transformadora. Esta doble constitución le permite resistir o contribuir a la acción transformadora de los estados de cosas, y también ser el centro de referencia de esas transformaciones y de esos estados de cosas significantes, ser el centro de la «toma de posición» semiótica elemental (cf. supra). La carne sería, por ese título, la instancia enunciante por excelencia en cuanto fuerza de resistencia y de impulsión, pero también en cuanto posición de referencia, una porción de la extensión a partir de la cual esa extensión se organiza. La carne se halla, pues, a la vez en el fundamento de la deixis y en el del núcleo sensorio-motor de la experiencia semiótica.
Por otro lado, distinguiremos el cuerpo propio, es decir, el centro de la identidad que se construye en el curso del proceso de semiosis, con la reunión de los dos planos del lenguaje, y también en el desarrollo sintagmático de cada semiótica-objeto, principalmente en el espacio y en el tiempo. El cuerpo propio sería, pues, el portador de la identidad en construcción y en devenir, y obedecería, por su parte, a una fuerza directriz.
Por estricta convención1, denominaremos «Mí» a esa carne que impulsa, resiste y hace referencia; «Sí», a ese cuerpo propio que orienta, dirige, se inventa y se identifica.
El Mí se puede, pues, manifestar, por ejemplo, en el caso particular de la palabra, como « locutor en cuanto tal» (O. Ducrot), el individuo concreto que articula, farfulla, grita, etc.; lo hace también por la toma de posición de la que es responsable, el punto de referencia de las coordenadas del discurso, y de todos los cálculos de retensión y de protensión. Es, a la vez, referencia deíctica, centro sensorio-motor y pura sensibilidad, sometida a la intensidad de las presiones y de las tensiones que se ejercen en el campo de presencia.
El Sí se construye, en cambio, en y por la actividad de producción de las semióticas-objeto a lo largo de todo su desarrollo sintagmático. Está, pues, sometido a la alternativa propuesta hace algunos años por Ricœur: por un lado, a una construcción por repetición, por recubrimiento y confirmación de la identidad del actante por similitud (el Sí-idem), y, por otro lado, a una construcción por mantenimiento y permanencia de una misma dirección y de un mismo proyecto de identidad, a pesar de las interacciones con la alteridad (el Sí-ipse).
Las dos instancias, el Mí y el Sí del actante, se presuponen y se definen recíprocamente: el Sí es esa parte del actante que el Mí proyecta para poder construirse al actuar; el Mí es esa parte del actante a la cual se refiere el Sí al construirse. El Mí le proporciona al Sí el impulso y la resistencia que le permitirán ponerse en devenir; el Sí proporciona al Mí esa reflexividad que necesita para medirse a sí mismo en el cambio. El Mí le plantea al Sí un problema que él no termina de resolver: el Mí se desplaza, se deforma y resiste, y obliga al Sí a enfrentar su propia alteridad, problema que el Sí se esfuerza por resolver, sea por repetición y similitud, sea por mira constante y mantenida. El Mí y el Sí son, en cierto modo, inseparables; son la cara y el sello de una misma entidad: el cuerpo-actante.
EL CUERPO EN CUANTO ACTANTE
Materia y energía
Desde el momento en que se ha reconocido que el actante es, ante todo, un cuerpo sometido a presiones y a tensiones, el problema siguiente consiste en la formación de una identidad a partir de esos impulsos, presiones o tensiones que lo afectan sucesivamente. En otros términos, ¿cómo pueden emerger formas e identidades actanciales a partir (1) de la materia corporal, la carne, la sustancia del Mí, y (2) las fuerzas y tensiones, diversas y opuestas, que se ejercen sobre ella?
Si el actante adquiere forma e identidad en cuanto figura en un mundo poblado de figuras en el que toma posición para construirse, entonces debe obedecer las reglas generales de lo que se podría llamar aquí la «figuralidad», que hay que distinguir de la «figuratividad», de los actores, del espacio y del tiempo. Las «figuras» que nos ocupan aquí son esquemas dinámicos aplicables a entidades materiales, que forman globalmente una morfología y una sintaxis figurales.
Formulamos aquí la hipótesis de que la morfología y la sintaxis figurales se basan, principalmente, en los diferentes estados y en las diferentes etapas de interacciones entre la materia y la energía, y que esas interacciones dan lugar a formas y fuerzas que permiten describir la constitución figural del cuerpo-actante: se supone que tanto las formas como las fuerzas, según esta hipótesis, nacen de los equilibrios y desequilibrios en la interacción entre materia y energía, y que son reconocibles como «esquemas dinámicos», es decir, como configuraciones recurrentes, pertinentes e identificables. La formación de un actante a partir de un cuerpo sometido a tensiones aparece, en esta perspectiva, como un caso particular, pero central, de la hipótesis general que fundamenta la sintaxis figural sobre la dupla materia/energía.
Merleau-Ponty