luz6, al encontrar obstáculos materiales, podría ser absorbida si el obstáculo es al menos parcialmente opaco, ser reflejada si el obstáculo devuelve el flujo de intensidad, o atravesarlo sin perjuicio si el obstáculo es transparente.
Asimismo, el lazo entre el olor y la materia viviente no necesita demostración, y sabemos que las categorizaciones olfativas más corrientes en las lenguas naturales –además de los nombres de las fuentes del olor– corresponden a las fases de ciclos de vida. Pero lo que nos interesa aquí es, más particularmente, cómo el proceso por el cual la materia viviente emite el efluvio olfativo es imaginado y representado en los discursos y en las prácticas. La «obsesión» de la «penetración por el olor» está asociada a la aprensión que proporciona el contacto íntimo de la carne con las emanaciones de otras carnes: en la época clásica, por ejemplo, los baños estaban proscritos en periodos de epidemias porque se suponía que abrían los poros de la piel y que, con eso, favorecían la penetración de la carne por efluvios malsanos. Esa aprensión reposa en una experiencia sensorio-motriz imaginaria, la de la corrupción de la carne propia por el olor.
Lo que hay que comprender, entonces, es la corrupción. Ese proceso imaginario de corrupción implicaría una modificación de las fuerzas que aseguran la cohesión de la materia viviente (cf. supra, a propósito de la cultura Tin, p. 17): las fuerzas dispersivas se imponen, la materia viviente se deshace y se dispersa, no opone ninguna inercia. El efluvio malsano transmitiría, supuestamente, esa modificación del equilibrio entre fuerzas dispersivas y fuerzas cohesivas de un cuerpo viviente al otro: el efluvio sano interviene en favor de las fuerzas cohesivas, y el efluvio malsano, en favor de las fuerzas dispersivas.
En ese micro-relato imaginario de la corrupción, el olor sería, pues, el agente de contaminación de una fuerza dispersiva, que implicaría un contagio entre cuerpos y carnes, el cual se presentaría al menos en dos etapas: (i) la disgregación propia de un cuerpo, por ejemplo, un cuerpo enfermo, (ii) emite en forma olfativa un vector superior de disgregación (una intensidad superior de las fuerzas dispersivas), que provoca, a su vez, (iii) la disgregación de otra carne (la de un cuerpo sano) por (iv) ajuste analógico de la fuerza dispersiva propia de esa otra carne con el principio de disgregación que le ha sido transmitido por el olor. La figura olfativa aparece, desde esta perspectiva, como el producto de una modificación del equilibrio entre fuerzas cohesivas y dispersivas aplicadas a la materia viviente, al mismo tiempo que como el vehículo de una comunicación por analogía y ajuste.
Un cuerpo «imperfecto»
La esquematización narrativa tradicional presupone o un actante sin cuerpo, o un actante perfectamente dueño de su cuerpo, un cuerpo que, en ese caso, no hace sino lo que está programado, que no es, en suma, más que un lugar de efectuación pragmática de actos calculables a partir de un programa narrativo. Sabemos muy bien que ningún actor humano puede ser así programado, y que, por el contrario, la dramatización de la acción humana implica un cuerpo imperfecto, que amenaza en todo momento con escapar al control y al programa, y con imponer sus propias condiciones y exigencias. La dramatización del deporte de alto nivel, por ejemplo, no se contenta con el conflicto entre los adversarios; se alimenta con abundancia de defectos, de torpezas y de accidentes en las secuencias gestuales. Justamente eso hace que el relato deportivo sea un drama humano, y que la competición sea un combate entre hombres y no entre máquinas.
Tampoco en los discursos concretos se encuentran actores «de papel» cuyo cuerpo sea perfectamente programable. Tenemos que interrogar, por consiguiente, la relación que existe entre la programación y las diversas suertes de la acción sin considerar a priori las segundas como escorias insignificantes de la primera: actos fallidos, advertencias y negligencias; esas formas aparentemente inacabadas de la acción no dejan de producir sentido, aunque no sea más que en la dimensión afectiva de los discursos, y porque manifiestan la existencia de otros recorridos distintos de aquellos que son dictados por el programa narrativo dominante.
Si la programación puede ser definida como una forma de coerción externa, las iniciativas del cuerpo-actante expresan su margen de libertad, una libertad individualizante, que haría posibles tanto las «fallas» de la acción como la belleza del gesto. Si la programación del actante es considerada como una de las presiones que se ejercen sobre su cuerpo, entonces la inercia que, recordémoslo, asegura individuación, constituiría una forma de resistencia (por saturación o por remanencia) a esa presión, sea ejercida desde el exterior (actante heterónomo) o desde el interior (actante autónomo).
Para abordar esas cuestiones, nos proponemos examinar un cuento africano, titulado “So y la Cíclope”, donde estas cuestiones juegan un rol decisivo.
SO Y LA CÍCLOPE
Los recursos de la selva no se pueden realmente enumerar. Ofrece todo el año, a los que lo desean y que tienen el coraje de buscarlo, plantas, raíces, frutas comestibles. Ahora es la estación en la que los frutos de ndengi están maduros, ¡no se puede dejar pasar esa oportunidad!
Justamente, las niñas del pueblo se acaban de reunir, cada cual con su palangana, para ir a recoger frutos del ndengi. La larga fila sinuosa de niñas se pone en marcha y toma la dirección del río cantando, riendo y bromeando a grandes y alegres gritos. Basta con seguir la orilla para encontrar fácilmente un ndengi de cuando en cuando.
Antes de ponerse a recoger los frutos, objeto de su recolección, las niñas se detienen a la sombra de un gran árbol, muy cerca del agua, para descansar un poco. Se sientan en círculo a fin de poder conversar con más facilidad, y dejan sus palanganas junto a ellas.
Una de las niñas, a la que llaman So, toma su palangana, la voltea y se sienta encima, pues se halla más a gusto que sentada en el suelo. Sus amigas la recriminan:
—¡So! No debes sentarte sobre la palangana de tu madre. Eso no está bien, pues, haciendo eso, faltas el respeto a tu madre.
—¿Y qué? —dijo So—. No tienen por qué molestarse, pues no voy a estar sentada aquí sin moverme; miren, tengo sed, y ahora mismo voy a sacar agua del río.
Se levantó enseguida, tomó su palangana y se metió al río hasta que el agua le llegó a las pantorrillas. Se inclinó para llenar la palangana, pero perdió el equilibrio, y, al intentar levantarse, soltó la palangana y se la llevó la corriente, bastante fuerte en aquel sitio. La palangana navegó por largo tiempo siguiendo el curso de las aguas. Finalmente, llegó donde la Cíclope, una suerte de monstruo atemorizante que deambula por el bosque y por las orillas de los ríos, enorme mujer con un solo ojo en medio de la frente, y que tiene la detestable costumbre de devorar a las personas que encuentra en su camino y que puede atrapar.
Durante ese tiempo, las demás niñas hacen su provisión de frutos de ndengi, excepto So, que no tiene ya su palangana para llevarlos. Terminada la recolección, las niñas regresan al pueblo.
Cuando So, un tanto avergonzada, llegó a su casa, su madre, asombrada de verla con los brazos colgando, le pregunta:
—¿Dónde están los frutos de ndengi que tenías que recoger?—
¡ Madre! No he podido recogerlos ni traerlos porque me quedé sin palangana.
—¿ Cómo? ¿Dónde está la palangana que te entregué? Bien sabes lo mucho que yo la quería.
—La perdí cuando quise sacar agua del río. Se me escapó de las manos y se la llevó la corriente.—
¡ Así que has perdido mi palangana! ¡Vete inmediatamente a buscarla! ¡Apresúrate! ¡ Y no vuelvas hasta que no la hayas encontrado!
Y, para expresar su descontento, su madre le dio una bofetada.
So, llorando, volvió a la orilla del río, desató una piragua y la dirigió al medio de este. Se dejó llevar por la corriente, vigilando las orillas para ver si la palangana había