de fuerzas contradictorias juega el primer rol; da un contenido más preciso a lo que nosotros designamos, en general, como «tensiones corporales»: esas son, en el caso del gesto reflejo, las excitaciones y las inhibiciones. Las excitaciones y las inhibiciones, precisa él, son coordinadas por la orientación del gesto, por una «imagen total» del cuerpo en movimiento. La noción de «imagen total» se desarrolla así: «De la inhibición se podría decir lo que se ha dicho de la coordinación: que tiene su centro en todos los sitios y en ninguna parte»3. Y Merleau-Ponty concluye: «Esa auto-organización expresa la noción de forma»4. Las fuerzas de excitación y de inhibición no dan lugar a un gesto significante, a un acto que se inscriba en el orden del mundo, a no ser que engendren (por auto-organización, por auto-distribución) una forma significante en movimiento. Merleau-Ponty describe, en suma, la emergencia de una forma actancial, un actante definido solamente por su poder-hacer (formulado aquí en términos de excitación y de inhibición), a partir de las fuerzas que se ejercen sobre su cuerpo y en su cuerpo. Esa forma actancial solo tiene lugar porque las tensiones corporales han sido configuradas como un «esquema dinámico» identificable.
El principio de inercia
Para explicar que simples excitaciones/inhibiciones conjugadas (las presiones y tensiones) producen un acto significante y emergente, hace falta aún definir los umbrales pertinentes de la excitación y de la inhibición que determinarán los límites de la forma. Más precisamente, esos umbrales serán límites que caracterizan la resistencia y la inercia de la estructura material y energética sometida a las tensiones: disminuyendo o anulando el efecto de las tensiones sucesivas y de intensidad diferente, esos umbrales contribuyen, pues, a diseñar los límites de una zona de equilibrio privilegiado para las interacciones entre materia y energía, y, por consiguiente, una morfología y una sintaxis recurrentes e identificables.
No importa qué sustrato material dinámico pueda ser convertido en actante si las fuerzas a las que es sometido obedecen a la condición siguiente: del conjunto dispar de esas fuerzas, se desprenden fuerzas opuestas, antagonistas; si unas son dispersivas, otras son cohesivas; si unas son excitadoras, otras son inhibidoras, siempre que el conjunto esté configurado como «esquema dinámico».
Interviene luego una regla general que, una vez que la primera condición se cumple, va a permitir definir los umbrales para esa dinámica de las fuerzas y de los umbrales que están en el origen de las formas. Esa regla nada tiene de específico para el campo semiótico, puesto que es general en todas las morfologías dinámicas y se encuentra en todos los sistemas físicos susceptibles de evolucionar de manera no lineal: todo sistema físico no lineal sometido a determinadas fuerzas les opone dos umbrales de inercia; (1) uno es el umbral de remanencia, que expresa la resistencia del sistema a la inversión de las fuerzas, a pasar de una fuerza a otra fuerza inversa, o, simplemente, a la aparición o desaparición de una fuerza; (2) otro es el umbral de saturación, que expresa la capacidad de resistencia del sistema a la aplicación de cada una de las fuerzas, y muy particularmente a sus variaciones de intensidad.
La inercia, definida por esos dos umbrales, es el mínimo necesario para poder pensar distintamente el cuerpo y las fuerzas que se ejercen sobre él y en él. En ausencia de esos umbrales de inercia, el cuerpo se confunde con las fuerzas que lo animan, y no se puede, entonces, considerar la emergencia de ninguna morfología aislable e identificable. Puede, pues, ser considerada como una primera estructura modal, que determina y permite extraer un esquema de naturaleza actancial a partir de un sistema físico en devenir.
El umbral de remanencia le permite al cuerpo-actante resistir a la inversión, a la aparición o desaparición de una fuerza: proporciona a ese cuerpo la capacidad para operar diferencias. El umbral de saturación expresa la estabilidad morfológica del cuerpo-actante, su resistencia a las intensidades demasiado fuertes, así como a las deformaciones demasiado amplias que pudiera sufrir. Expresa, de esa manera, su capacidad para acceder a la iconicidad.
El principio de inercia remite, igualmente, a la experiencia elemental de la pasividad: lo propio del cuerpo-actante sería poder-hacer, por lo menos, la experiencia de su propia inercia, de singularizarse y de autonomizarse gracias a su resistencia a las presiones que padece. Pero como, por otra parte, los valores de esos umbrales de inercia (remanencia y saturación) son específicos de cada cuerpo y de cada sistema dinámico, se puede pensar que definen, más que la singularidad, la identidad figural de cada cuerpo-actante. La inercia corporal proporciona, pues, al cuerpo-actante las propiedades figurales elementales: autonomía esquemática, singularidad e identidad.
Además, la sucesión más o menos ritmada de la aplicación de fuerzas opuestas y alternadas implica al cuerpo-actante en un proceso sintagmático: este último solo es pensable si se supone que el sistema corporal dinámico está dotado de una memoria de las interacciones, constituida ella misma por la sucesión ordenada de las saturaciones y por las remanencias; a partir de ahí, el proceso puede ser considerado como irreversible. Esa memoria del cuerpo-actante, memoria de las interacciones anteriores, prefiguración de las interacciones posteriores, reclama una aproximación específica. En efecto, el principio de inercia, aplicado a la sintaxis figural de las semióticas-objeto, presupone la capacidad de la sustancia corporal para conservar la huella de las fuerzas, de las presiones y tensiones que ha sufrido, y de las interacciones en las que ha participado. La semiótica específica que reclama esa aproximación es la semiótica de la huella, y los dos umbrales de inercia son las modalidades que determinan las huellas sucesivas de las que estará constituida la identidad del cuerpo-actante.
Esa memoria de las interacciones proporciona al cuerpo-actante una capacidad de aprendizaje y de auto-construcción acumulativa. Y, en particular, aprendiendo a reconocer, a compensar y a gestionar las tensiones que soporta y que lo animan, el cuerpo-actante arma, poco a poco, un campo sensorio-motor susceptible de acoger huellas de la memoria corporal y de someterlas a una primera distinción fórica (euforia/disforia), sobre la cual se apoyará la formación de las axiologías; a este respecto, la sensorio-motricidad puede ser considerada como un sub-sistema de control, que puede elevar o rebajar los umbrales de saturación y de remanencia5.
El núcleo sensorio-motor
El principio de inercia permite comprender cómo el cuerpo-actante se distingue de las presiones que soporta y les opone una identidad en construcción. No permite, sin embargo, comprender cómo el cuerpo-actante contribuye a la transformación de los estados de cosas.
Desde la perspectiva que se diseña aquí, la autonomía y la identidad del actante son, pues, adquisiciones con el fondo de tensiones y presiones ejercidas sobre la carne, gracias a la memoria de las huellas acumuladas, que comprometen el devenir del cuerpo propio. Las mociones íntimas de la carne, pulsaciones, dilataciones y contracciones, están, a su vez, sometidas a los umbrales de saturación y de remanencia, que, al imponerles límites y una regulación general, las modalizan. Por ese hecho, se convierten en tolerables o en intolerables, en perceptibles o en imperceptibles, y concurren, de ese modo, a la coloración tímica de la experiencia, positiva o negativa. La aplicación del principio de inercia conduce, pues, igualmente, a la autonomía de la sensorio-motricidad: la energía carnal se distingue así de las tensiones que se ejercen sobre el cuerpo-actante, pues conlleva, a la vez, una intencionalidad y orientaciones axiológicas específicas. Esa es, precisamente, la razón por la que la sensorio-motricidad puede proporcionar al conjunto de nuestra relación sensible con el mundo una orientación axiológica.
Es también esa la razón por la cual, habiendo adquirido su autonomía, puede participar en la configuración de nuestra experiencia y de nuestro imaginario sensible proporcionándoles esquemas dinámicos que los hacen inteligibles. Las figuras de la degustación, por ejemplo, relatan un conflicto entre la materia que proporciona el contacto gustativo y las intensidades sensoriales: un vino «áspero» pone en escena la difícil travesía de una materia resistente por un flujo