Guillermo Carrillo, llevó a Palacio las dos cartas para que las leyera el propio Piérola […]. Por razones políticas, insistió en su rechazo, prefirió librarse de un posible censor y resolvió clausurar El Comercio, para lo que expidió un decreto y envió guardias a la imprenta el 16 de enero de 1880 (López Martínez XIII, 2004: 76).
Estos acontecimientos salieron a la luz cuando el Califa volvió a la Presidencia de la República a fines del siglo XIX, en otro contexto y con otros aliados: sus antiguos enemigos, entre los que se encontraban varios medios de prensa.
2. Nuevas y viejas adhesiones partidarias
Después de la Guerra del Pacífico, periódicos como El Comercio, El Nacional y La Opinión Nacional —que competían entre sí— debieron emprender su propia reconstrucción, aunque no abandonaron totalmente sus compromisos partidarios. De esta época data el gacetillero, redactor de pelea o el fighting editor.
Encargado de la crónica local, en la que entonces se involucraban todos los aspectos de la vida diaria, debía ser al mismo tiempo reportero policial, crítico teatral, literario y taurino, cronista social y comentarista político; y cargar, encima de todo esto, una competente dosis de buen humor para hacer reír a los lectores a base de cualquier suceso inexplotable (Porras 1970: 39).
En una sociedad en la que, como diría Raúl Porras Barrenechea, “la abstinencia política nunca fue fácil”, el periodismo político dependió de los vaivenes de la endeble democracia: un sistema de partidos insolvente, una limitada participación ciudadana en las urnas (no era masiva, pues los analfabetos no votaban), una educación básica no generalizada y escasos sentimientos de pertenencia como colectividad.
Con una democracia debilitada por las rebeliones, las guerras civiles y las revoluciones, a través de las cuales civiles y militares se disputaron la conducción del país, la política se convirtió en factor preponderante que repercutió en el progreso que otros países disfrutaron antes que el Perú.
En lo económico, la crispación social en los años de la posguerra fue álgida: el país había perdido el guano y el salitre y, como señalan Contreras y Cueto, “ya no había plata por la cual pelear”. Los ciudadanos, los grupos y las instituciones civiles pasaron a convertirse en factores determinantes en las cuestiones del Estado.
Con la desaparición del guano y el salitre se esfumaron —probablemente para bien— los sueños de levantar un Estado fiscalmente autónomo, al margen de la sociedad civil. El ánimo patrimonialista, que había arrasado incluso a antiguos liberales como los fundadores del Partido Civil, perdió todo asidero real. El Estado peruano debió aprender a vivir de los impuestos que pagaban sus ciudadanos, como en cualquier país normal (Contreras y Cueto 2004: 161).
En esta etapa, la política prosiguió su quehacer: determinó la creación de periódicos que nuevamente, de manera abierta o tácita, hicieron suya la agenda del candidato o del líder del momento, o se convirtieron en órganos de difusión de agrupaciones, movimientos y partidos políticos que los utilizaron como voceros oficiales de sus particulares aspiraciones.
Aunque la economía estaba en jaque hubo fondos para financiar nuevas publicaciones que tomaron partido en la guerra civil en la que se enfrascaron, seis años después del conflicto internacional, los generales Miguel Iglesias, el presidente del Perú, y Andrés Avelino Cáceres, héroe de La Breña, cuando este acusó al mencionado gobernante de haber apoyado al ejército invasor. Además de La Tribuna (1878-1885) de Casimiro Ulloa, circulaban El País (1884-1902) de Julio S. Hernández, órgano del Partido Demócrata, y los caceristas El Bien Público (1883-1891) y El Diario (1883-1893). También La Nación (1887-1892), El Perú (1886), La Época (1887-1888), Integridad (1889-1919) de Abelardo Gamarra, El Sol de Carlos Paz Soldán y El Constitucional, donde escribía Alejandro O. Deustua.
Después de que Cáceres ganó aquella guerra interna, las elecciones presidenciales convocadas por una junta provisional lo colocaron en el gobierno para el período 1886-1889. Lo sucedió el coronel Remigio Morales Bermúdez, quien murió sorpresivamente en 1894, poco antes de culminar su mandato. Lo reemplazó Cáceres, presidente por segunda vez, en elecciones que Piérola, jefe del Partido Demócrata, objetó.
Julio Cotler, en Clases, Estado y nación en el Perú, analiza así esa época:
[…] el país vio surgir por todas partes montoneras, que a partir de 1893 fueron articuladas por [Nicolás de] Piérola, hasta que dos años más tarde logró derrotar al ejército y a los gobiernos militaristas que bajo la conducción de Cáceres se sucedían desde 1886. Así, en un lapso de tres décadas, el ejército sufrió tres derrotas, saliendo de ellas profundamente desprestigiado y maltrecho. La primera vez por el pueblo limeño (1872), la segunda por Chile (1879) y la tercera vez por la movilización popular que acaudillara “El Califa” (Cotler 2005: 134).
Recordemos que el civilista Manuel Pardo se hizo de la presidencia en 1872 en medio del apoyo popular y tras el fracaso del movimiento militar encabezado por los hermanos Gutiérrez que pretendió impedir su acceso al poder; que la Guerra del Pacífico de 1879 fue funesta para el país; y que el gobierno pierolista de finales del siglo XIX no solo se fundó sobre la base de la alianza que suscribió con el Partido Civil en contra del militarismo que representaba Cáceres, sino que significó la recuperación del poder para los civiles (Huiza et al. 2004: 122).
Los últimos años del siglo XIX fueron, pues, de nuevas adhesiones partidarias que se reflejaron en los medios.
Si bien la revolución de 1895 y la asunción de Piérola a Palacio de Gobierno resucitaron la conflictiva relación que en el pasado el Califa mantuvo con el país, en este nuevo período la tortilla parecía haberse volteado y el antiguo montonero contó con el respaldo de muchos de sus antiguos adversarios periodísticos.
Como sostiene Basadre, en el año de 1894 y a comienzos de 1895 reinaba en el país una miseria espantosa:
La guerra civil trajo, entre otras consecuencias, la creación de nuevos impuestos y el aumento de los existentes, contribuciones extraordinarias, clausuras de puertos, incomunicación entre la capital y el interior del país, restricción en las operaciones mercantiles, dificultades en los pagos, desconfianza general […]. Abundaban los pasquines virulentos y a veces infames; uno llevaba el inconcebible título El Esqueleto del Tuerto. Otras hojas clandestinas eran La Mano Oculta, Boletín del Pueblo y la serie titulada Si Te Pica, Ráscate. Las prisiones, persecuciones, levas y requisas eran frecuentes (Basadre XI, 2005: 21).
¿Pero quién apoyó a quién en la revolución que confrontó a Piérola y Cáceres, los dos caudillos de la reconstrucción del país?
A fines del siglo, seguían siendo editorialmente civilistas El Comercio, La Opinión Nacional y El Nacional. Pero cuando se instaura la Coalición Nacional —es decir, la hasta entonces impensable alianza civilista-demócrata—, La Opinión Nacional y El Nacional respaldaron a Cáceres, se colocaron en la oposición a Piérola y acusaron a El Comercio de “pierolista”, de apoyar a quien lo había perseguido. También lo acusaron de manipular las sanciones (una multa de 1500 soles de plata) que en agosto de 1894 le aplicó el prefecto de Lima al decano por infracción al Reglamento de Moralidad Pública y Policía Correccional (recuadro 6).
Para el diario El Nacional, la imposición de la penalidad —que alcanzó al diario El Callao—, fue por hacer propaganda y revelar los planes y movimientos de las tropas del gobierno cacerista. Según López Martínez (2009: 310):
[…] hasta ese momento El Comercio se había trazado un plan de imparcialidad y de prudencia que consistía […] en decir lo que realmente pasaba, sin comentarios, insultos, ni alabanzas. Inclusive don José Antonio Miró Quesada y el doctor Carranza, vinculados al Partido Civil, decidieron dejar de momento la dirección del diario en manos de don Federico Elguera.