Laura Gallego

Memorias de Idhún. Saga


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me quedaré a cubriros la retirada.

      —¡No sobrevivirás!

      —¿No querrás que Ashran te siga... hasta Limbhad, verdad?

      El desconocido se estremeció bajo su capa. Pero Christian no le estaba prestando atención, porque Ashran lanzaba su ataque, y el muchacho alzó la espada para detenerlo. Algo los golpeó a los tres con una fuerza devastadora, pero se concentró sobre todo el filo de Haiass, y, cuando todo acabó, los tres fugitivos estaban intactos, aunque Christian temblaba, agotado, y su espada echaba humo, herida de gravedad. Con un soberano esfuerzo, el shek movió a Haiass con violencia... y volcó todo aquel poder hacia la entrada de la torre, que estaba cerrada a cal y canto. La puerta estalló en mil pedazos, dejando despejado el camino hacia la libertad.

      —¡Vete! –pudo decir Christian, respirando entrecortadamente.

      El encapuchado se volvió y vio, más allá de la entrada de la torre, una brecha brillante... que los conduciría a la salvación. Vaciló, no obstante.

      —¡Vete! –insistió Christian–. ¡Ponla a salvo!

      El otro asintió por fin y echó a correr hacia el exterior, llevando consigo a Victoria. Ashran los vio y se volvió hacia ellos, con un brillo de cólera destellando en sus ojos acerados. Levantó la mano y, con aquel simple gesto, se alzó un altísimo muro de fuego entre los fugitivos y la salida. El desconocido se detuvo en seco, a escasos centímetros de las llamas. Pero Christian, con un grito salvaje, lanzó a Haiass contra el muro de fuego. La espada dio un par de vueltas en el aire hasta atravesar las llamas, que quedaron instantáneamente congeladas. Ashran se volvió hacia Christian. Su mirada habría petrificado al héroe más poderoso, pero el joven la sostuvo sin pestañear. Sabía que iba a morir, ya lo había asumido, y estaba preparado. Por eso no tenía miedo. Lo único que le preocupaba era ganar tiempo para que sus compañeros escaparan.

      Se plantó entre Ashran y la salida de la torre, mientras el desconocido pronunciaba unas palabras en idioma arcano, y el hielo se desmoronaba ante él. Ashran alzó las manos de nuevo. Ahora, Christian estaba desarmado, y era vulnerable.

      Pero se oyó otra vez la voz del encapuchado:

      —¡Kirtash!

      Y el muchacho alzó la mano para recoger la espada que su aliado le había lanzado. La empuñadura de Haiass voló directamente hasta su mano, y Christian blandió el arma justo a tiempo de detener el nuevo ataque de su padre.

      La magia de Ashran se concentró en el filo de Haiass. Christian clavó los pies en el suelo, tratando de aguantar, pero su empuje era demasiado poderoso, y supo que no lo lograría.

      Sin embargo, sintió una ondulación en el aire, y percibió que la brecha se cerraba tras él.

      Victoria estaba a salvo.

      Ashran lanzó un grito de frustración que hizo temblar la torre hasta sus raíces. Christian se estremeció. Vaciló y no pudo aguantar más. Haiass cayó al suelo con un sonido parecido al del cristal al quebrarse, y la magia de Ashran lo golpeó de lleno.

      Christian fue lanzado hacia atrás y chocó contra la pared. Intentó levantarse, pero se sentía muy débil, y todo su ser reaccionó instintivamente ante el peligro.

      Y su cuerpo se estremeció un momento y se transformó, casi al instante, en el de una enorme serpiente alada. Gritó, y fue un chillido de libertad, pero también de ira. Se enfrentó a Ashran, haciendo vibrar su largo cuerpo anillado.

      El Nigromante no pareció impresionado. Con un brillo de cólera en los ojos, lanzó una descarga mágica contra el shek, que chilló de nuevo, pero esta vez de dolor, mientras el poder del Nigromante sacudía todas y cada una de las células de su cuerpo.

      La serpiente supo que no podía vencer a Ashran y que, si seguía intentándolo, moriría. Y el instinto le llevó a batir las alas y salir volando hacia la ventana, dejando atrás su espada, olvidada en el suelo. Cuando atravesaba el ventanal, destrozando la vidriera, un nuevo ataque de Ashran le hizo lanzar otro alarido, que resonó en toda la torre de Drackwen.

      Por fin logró salir al aire libre, y abrió al máximo sus alas bajo la luz de las tres lunas. Pero pronto se dio cuenta de que no estaba a salvo, ni mucho menos.

      Docenas de sheks lo miraban con el odio y el desprecio pintados en sus ojos irisados, y su acusación sin palabras golpeó su mente como una descarga eléctrica.

      «Traidor...»

      «... Vas a morir...»

      Victoria abrió los ojos, mareada. Parpadeó un instante y tardó un poco en volver a la realidad. Lo primero que sintió fue el suave frescor del bosque, el murmullo del arroyo, la luz de las estrellas que brillaban sobre ella...

      ... y la energía.

      Fluía a través de su cuerpo, no de forma violenta, sino amable, renovándola, reparándola, llenándola por dentro.

      Estaba en Limbhad, bajo el sauce... en casa. Respiró hondo, y por un momento pensó que todo lo que había pasado no había sido más que una pesadilla.

      —Buenas noches, bella durmiente –dijo entonces una voz que ella conocía muy bien.

      Victoria se volvió. Y vio a Jack, sentado junto a ella, sobre aquella raíz que tan cómoda le parecía. Sonreía con ternura, y a Victoria le pareció que llevaba siglos sin verlo.

      Recordó todo entonces: el secuestro, su horrible encuentro con el Nigromante en la Torre de Drackwen, lo que le habían hecho, la huida desesperada...

      No recordaba cómo habían salido de la torre pero, por lo visto, lo habían conseguido. A Victoria se le llenaron los ojos de lágrimas y se echó a los brazos de Jack.

      —¡Jack! Jack, estoy en casa, estás aquí, yo...

      —Victoria... Victoria, estás bien...

      —... te he echado mucho de menos...

      —... pensé que no volvería a verte, y por un momento, yo...

      —... no quiero volver a separarme de ti nunca más...

      —... nunca más, Victoria...

      Los dos hablaban a la vez, frases inconexas, incoherentes, susurradas al oído del otro mientras se abrazaban, se besaban y se acariciaban con ternura. Finalmente, acabaron fundidos en un abrazo. Nada ni nadie habría podido separarlos en aquel momento.

      —Jack, Jack, Jack... –susurró Victoria, mientras hundía los dedos en su cabello rubio; su nombre le parecía la palabra más mágica del mundo, y no se cansaba de pronunciarlo, una y otra vez.

      —No puedo creer que hayas vuelto –murmuró él, besándola en la frente–. Me sentía tan impotente... te habías ido, y no tenía modo de llegar hasta ti...

      —No sé cómo ha pasado –reconoció ella–. Ni siquiera sé cómo he vuelto aquí. Me ha traído Christian, ¿verdad?

      —¿Christian? –repitió él, con una extraña expresión en el rostro–. No, Victoria. Christian no ha regresado contigo.

      —¿Entonces, quién...? –empezó ella, extrañada, pero se calló al ver una sombra junto al arroyo, que se había acercado en silencio, y la observaba, con emoción contenida.

      —Hola, Vic –dijo él, y Victoria reconoció por fin su voz, y se llevó una mano a los labios, tan pálida como si acabara de ver un fantasma.

      No podía ser verdad, tenía que ser un sueño, y sin embargo...

      La sombra avanzó un poco más, y la clara luz de las estrellas de Limbhad le mostró el rostro de un joven de unos veinte años, moreno, de expresión amable y grandes ojos castaños y soñadores.

      —Shail –susurró ella, sin acabar de creerlo todavía. El joven sonrió y avanzó hasta ellos, sorteando las raíces del enorme sauce. Victoria se levantó, con cierta dificultad, apoyándose