Laura Gallego

Memorias de Idhún. Saga


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al shek cruzar el firmamento en su inestable vuelo, rizar su largo cuerpo de azogue y caer en picado sobre el bosque. Atravesaron a toda velocidad la explanada que rodeaba la casa, y allí se encontraron con Allegra y Alexander, que también habían oído el estruendo. Alexander había cogido las dos espadas, la suya y la de Jack, bien protegida en su vaina, y se la entregó al muchacho.

      —¿Qué pasa? ¿Qué ha sido eso? –preguntó, ceñudo. Pero nadie tenía tiempo para contestar.

      Por fin llegaron al lugar donde el shek había aterrizado. Pero no vieron a lo lejos el flexible y esbelto cuerpo de una serpiente alada, sino la figura de un muchacho vestido de negro, tendido de bruces sobre la hierba, junto al bosque. Victoria fue a correr junto a él, pero Jack la retuvo, cogiéndola del brazo.

      —Espera.

      —¡Pero, Jack! –protestó ella; trató de liberarse pero Jack no la soltó–. ¡Está herido! ¿No lo entiendes?

      Jack sacudió la cabeza.

      —La última vez que lo vi, Victoria, acababa de engañarte para entregarte a Ashran. Y no sé lo que te han hecho en esa torre, pero, a juzgar por las cosas que murmurabas en sueños, no debió de ser nada agradable. ¿Me equivoco?

      Victoria recordó lo mal que lo había pasado en la Torre de Drackwen, desvió la mirada y no dijo nada. Jack apretó los dientes.

      —Si te ha hecho daño, juro que lo mataré.

      —No, Jack. Cambió por mi culpa, ¿entiendes? Porque lo dejé solo. Pero, aun así... me ha salvado la vida. Deja que me acerque, por favor. Puedo curarle si está herido.

      —No, Victoria. Iré yo primero. Hablaré con él.

      —Jaaack...

      —Confía en mí, ¿vale? Mírame, Victoria. ¿Confías en mí?

      Ella lo miró, y se sintió reconfortada por la sinceridad, la seriedad y la dulzura de sus ojos.

      —Confío en ti, Jack.

      —Bien. Entonces, espera aquí, ¿de acuerdo?

      Victoria asintió. Jack se volvió y vio que Shail mantenía a Allegra y Alexander a una prudente distancia, como si quisiera dejar que Victoria, Christian y él mismo resolvieran solos sus propios asuntos. Respiró hondo y asintió. Así tenía que ser.

      Se aproximó al shek y desenvainó a Domivat. Percibió que Victoria los miraba, preocupada. Pero le había dado un voto de confianza y esperaría.

      Jack se inclinó junto a su enemigo. Christian alzó la mirada, con esfuerzo. Jack vio que estaba gravemente herido. Se preguntó si debía sentir lástima o alguna clase de compasión, y recordó que, apenas unas horas antes, había jurado que mataría a aquel monstruo en cuanto volviera a tenerlo delante.

      Por Victoria.

      Los ojos azules del shek relucieron un instante al descubrir la llama de Domivat, pero no dijo nada. Esperó a que fuera Jack quien hablara, y este lo hizo:

      —¿Qué has venido a hacer aquí? Christian le dirigió una larga mirada.

      —No estoy seguro –dijo finalmente, con esfuerzo–. Solo trataba de... escapar.

      —¿Has venido a hacer daño a Victoria?

      —No. Ya no.

      —¿Has venido a matarme a mí?

      Christian lo miró de nuevo, como si meditara la respuesta.

      —Ya sabes quién eres –comprendió.

      Jack dudó un momento; todavía no había asimilado del todo la idea de que en su interior latía el espíritu de Yandrak, el último dragón. Pero se acordó de que Victoria lo había reconocido, y asintió.

      —Mátame, entonces –dijo el shek–. Nuestros pueblos... han estado enfrentados desde hace... incontables generaciones. Nosotros hemos acabado... con toda tu raza. Ahora... puedes vengarte. Estoy indefenso.

      Jack cerró el puño con tanta fuerza que se clavó las uñas en la palma de la mano; aquel ser había hecho mucho daño a Victoria y, sin embargo, ella aún lo quería. Y eso le resultaba muy difícil de asimilar, más incluso que su condición de dragón.

      Pero, cuando habló, su voz sonó tranquila y serena:

      —Si vas a hacer daño a Victoria, si quieres llevártela, te mataré aquí y ahora. Si quieres enfrentarte a mí, entonces le diré a ella que te cure, y lucharemos, en igualdad de condiciones, cuando estés recuperado. A muerte, si lo prefieres.

      Christian sonrió débilmente.

      —Eso es noble –susurró, con sus últimas fuerzas–, pero ya no quiero matarte. Ya no debo lealtad al Nigromante. Me he convertido... en un traidor y... por tanto... no tengo que obedecer sus órdenes. Es verdad que... mi instinto me pide a gritos que acabe... contigo. Pero Victoria te quiere, te necesita, y yo...

      —Tú la quieres de verdad.

      Christian no tenía ya fuerzas para contestar. Cerró los ojos, agotado.

      Jack se quedó mirándolo y se mordió el labio inferior, inseguro. Entonces tomó una decisión.

      El fuego de Domivat llameó un momento, y Victoria gimió, angustiada.

      Pero Jack envainó su espada y tendió la mano a Christian, para ayudarle a levantarse. Victoria se quedó quieta, sin acabar de creer lo que estaba sucediendo, y supo que guardaría aquella imagen en su corazón durante el resto de su vida: la imagen de Jack cargando con Christian, que avanzaba cojeando, con el brazo en torno a los hombros de su enemigo.

      Victoria no pudo más. Corrió hacia ellos y los abrazó, y los tres parecieron, por un momento, un solo ser.

      Alexander se volvió hacia Shail, como exigiendo una explicación.

      —Déjalos, Alexander –murmuró el joven mago, sacudiendo la cabeza–. Kirtash ya es uno de los nuestros.

      —¿Cómo puedes estar tan seguro?

      Fue Allegra la que contestó, con una sonrisa:

      —Porque el Alma le ha franqueado el paso. ¿Cómo, si no, crees que ha podido entrar en Limbhad?

      Christian abrió los ojos lentamente. Una cálida sensación recorría su cuerpo, regenerándolo, vivificándolo, desterrando de su organismo el mortífero veneno que le habían inoculado los colmillos de los otros sheks, antes sus aliados, su gente. Percibió algo muy suave rozándole la mejilla, y supo que era el pelo de Victoria, que estaba muy cerca de él. Hizo un esfuerzo por despejarse del todo.

      Se encontró tendido en una cama, en una habitación circular. Victoria estaba junto a él, muy concentrada en su tarea, y no se dio cuenta de que se había despertado. Le había quitado el jersey negro y sus manos recorrían la piel del shek, sanando sus heridas. Christian entornó los ojos y pudo ver la luz de Victoria, aquella luz que brillaba en su mirada con más intensidad que nunca; también logró ver algo que a los humanos en general pasaría desapercibido: una chispa que despertaba de vez en cuando en la frente de la joven, como una pequeña estrella, en el lugar donde Lunnaris había alzado, orgullosa, su largo cuerno en espiral.

      Victoria examinaba ahora una fea cicatriz que marcaba el brazo izquierdo de Christian.

      —Esa me la hiciste tú –dijo él con suavidad, sobresaltándola–. En Seattle. Cuando peleamos junto al estadio, ¿te acuerdas?

      Ella miró la cicatriz con más atención.

      —¿Esto te lo hice yo? ¿Con el báculo? Christian asintió.

      —Han pasado tantas cosas desde entonces... –dijo ella–. Parece mentira, ¿verdad?

      Él sonrió.

      —Tú también sabes quién eres –dijo. Victoria asintió.

      —Tú