momentos siguientes fueron confusos para la muchacha. Por lo visto, la inesperada rebelión de Christian no había pasado desapercibida a los ocupantes de la torre. En el pasillo les salieron al paso varios hombres-serpiente y un par de hechiceros, y Christian dejó a Victoria apoyada contra la pared de piedra mientras enarbolaba a Haiass y se enfrentaba a todos ellos.
Victoria quiso ayudar, pero no tenía modo de hacerlo. Su magia resultaba inútil sin el báculo de Ayshel, que se había quedado en la casa de su abuela. Y se sentía demasiado débil como para pelear. Odiaba tener que permanecer inactiva, pero no tuvo más remedio que quedarse allí, viendo cómo Christian acababa con sus contrarios, rápido, certero y letal, y tratando de asimilar todo lo que estaba sucediendo.
Christian había cambiado de idea con respecto a ella, eso estaba claro. Victoria estaba demasiado confusa como para intentar comprender los motivos de su extraña conducta, pero había algo que, desde luego, no se le escapaba: Christian se estaba enfrentando a los soldados de su propio bando, estaba luchando por salvarla... abiertamente.
Ashran no se lo perdonaría jamás. Contempló un momento el semblante impenetrable del shek, sus ojos azules, que brillaban a través del flequillo de color castaño claro; lo vio moverse con la agilidad de un felino, y se preguntó, una vez más, qué habría visto en ella aquel joven tan extraordinario.
—Vía libre, Victoria –dijo él entonces, tendiéndole la mano.
Victoria lo miró un momento, de pie en el pasillo, blandiendo a Haiass, cuyo filo todavía temblaba con su propia luz blanco-azulada; sabía que aquel era el joven que la había traicionado, sabía que podía volver a hacerlo. Pero alzó la cabeza para mirarlo a los ojos, y decidió que, si tenía que morir, prefería hacerlo a su lado. De modo que esta vez, sin dudarlo ni un solo instante, le cogió la mano. El muchacho sonrió levemente y echó a andar por el corredor, arrastrándola tras de sí.
—Christian –preguntó ella, con dificultad–. ¿Por qué... por qué me estás ayudando?
—Porque tú no debes morir, Victoria. Pase lo que pase, debes continuar con vida. Y no importa lo que digan, no importa la profecía, ni siquiera el imperio de mi padre es importante, comparado con el hecho de que tu muerte sería para Idhún como si se apagara uno de los soles. ¿Lo entiendes?
—No –murmuró ella, un poco asustada. Christian sonrió.
—No importa –dijo–. Ya lo entenderás.
Bajaron por la escalera de caracol tan rápido como el estado de Victoria lo permitía. Pero, al llegar a uno de los pisos inferiores, se toparon con todo un pelotón de hombres-serpiente esperándolos. Christian retrocedió unos pasos.
—¡Christian! –dijo ella–. Tú puedes abrir la Puerta interdimensional, ¿no? ¡Volvamos a la Tierra!
—No se puede abrir una Puerta interdimensional en este lugar –respondió el shek–. La magia de mi padre controla la torre entera y no permite entrar ni salir por medios mágicos. Es una norma elemental de seguridad, ¿entiendes?
—Entonces, ¿qué hacemos?
—Tenemos que salir fuera de la torre y abrir la Puerta en el bosque.
Victoria asintió y se apoyó en la pared, desfallecida. Era consciente de que estaba perdiendo las pocas fuerzas que le restaban, pero se negaba a dejar a Christian solo, peleando contra todos aquellos que antes habían sido sus aliados.
De pronto, Victoria sintió una presencia tras ella y se volvió con rapidez. Aún tuvo tiempo de descargar instintivamente una patada contra la esbelta figura que se le acercaba. Oyó una exclamación de sorpresa cuando su pie se clavó en un estómago desprotegido; era la voz de Gerde, y Victoria sonrió con siniestro placer. Pero pronto se le congeló la sonrisa en los labios, porque sintió que algo la paralizaba sin saber por qué, y miró al hada, horrorizada. Ella le sonrió, mientras sus negros ojos relucían con un brillo perverso en la semioscuridad.
Victoria sintió que le faltaba el aire y se llevó las dos manos a la garganta. Cayó de rodillas sobre el suelo, boqueando y tratando de respirar. No sabía qué era lo que le estaba pasando, pero sospechaba que se trataba de algún tipo de hechizo. En cualquier caso, ella no podía contrarrestarlo.
Percibió la ligera silueta de Christian pasando como una sombra junto a ella, y lo vio arremeter contra Gerde. Pero el hada retrocedió, lo miró con odio y, simplemente, desapareció. Estaba claro que aún no se atrevía a enfrentarse a él directamente.
Christian se volvió hacia Victoria y trató de hacerla reaccionar. Pero había más soldados en el corredor, soldados szish, humanos e incluso algún yan, y el muchacho se volvió hacia ellos, con un brillo amenazador en la mirada.
Estaban en un apuro. Victoria se estaba asfixiando, Christian no sabía qué hacer para ayudarla, y la guardia lo superaba ampliamente en número.
—Ve, despeja la salida –dijo entonces una voz junto a ellos–. Yo cuidaré de ella.
Christian se volvió sobre sus talones. Entre las sombras había alguien que ocultaba su rostro bajo una capucha. El shek lo reconoció enseguida; era la persona que se había dirigido a él en las almenas. Asintió y dejó a Victoria al cuidado del extraño, dándoles la espalda para enfrentarse a los soldados.
La muchacha no las tenía todas consigo, por lo que trató de alejarse del desconocido, pero se estaba quedando sin aire, y su vista comenzó a nublarse.
—Respira –murmuró entonces el encapuchado, pasando una mano sobre su rostro.
Y el bloqueo desapareció, y Victoria inhaló una intensa bocanada de aire. Pero eso fue apenas unos segundos antes de que pensara que aquella voz le resultaba extrañamente familiar y perdiera el sentido.
El desconocido la cogió en brazos y se apresuró a correr junto a Christian, que ya había derrotado al último guardia.
—No he podido entretener a Ashran por más tiempo –dijo–. Creo que ya ha adivinado lo que está pasando.
El shek se volvió hacia él.
—Lo sabe desde hace un buen rato –respondió–. Nos está esperando en la salida. No podremos escapar de aquí sin enfrentarnos a él.
El otro asintió, sin un comentario. Los dos siguieron descendiendo, Christian delante, con Haiass desenvainada, y su misterioso aliado detrás, llevando en brazos a Victoria.
Antes de llegar a la planta baja, el encapuchado se detuvo un momento y dijo:
—No tuve ocasión de darte las gracias por haberme salvado la vida.
—No lo hice por ti –cortó Christian con sequedad–, sino por ella.
—Lo sé. Pero me salvaste la vida de todos modos.
El muchacho se encogió de hombros, pero no respondió.
Cuando llegaron al enorme vestíbulo de la Torre de Drackwen, una alta e imponente figura les cerró el paso. Christian se detuvo en seco al pie de la escalera, aún blandiendo su espada, y le dirigió una mirada indescifrable.
—¿Adónde crees que vas, hijo mío? –siseó la voz de Ashran.
Christian no dijo nada. Tampoco se movió. Se quedó allí, en guardia, esperando.
—Entrégame a la muchacha, Kirtash, y no te mataré –dijo el Nigromante–. Aún puedo ser generoso.
Christian retrocedió un par de pasos.
—No, padre –dijo con suavidad–. Victoria no puede morir.
—¿Te atreves a desafiarme abiertamente?
Christian alzó la mirada con orgullo y dijo, simplemente:
—Sí.
—Entonces, muchacho, morirás con ella.
Ashran alzó las manos, y Christian y su compañero percibieron perfectamente el enorme poder que emanaba de ellas. El