una horrible angustia por dentro, y tenía la espantosa sensación de que, en alguna parte, Victoria lo estaba pasando muy mal. Y él no podía hacer nada por ayudarla, porque no podía llegar hasta ella. Lo cual era frustrante, sobre todo teniendo en cuenta que estaba dispuesto, sin dudarlo, a dar su vida por salvarla. Y aún más.
Se secó las lágrimas y murmuró a la oscuridad:
—Hola, Alexander.
Su amigo retiró las ramas del sauce, que colgaban como una cortina entre los dos, para llegar hasta él.
—¿Por qué no duermes un poco, chico? Debes de estar agotado.
Jack se volvió hacia él para mirarlo a los ojos.
—¿Crees que podría dormir? Ella lo está pasando mal, Alexander, lo sé. Y yo no puedo hacer nada.
—Maldita sea, yo también me siento impotente. Tanto tiempo buscando al unicornio de la profecía y resulta que lo teníamos a nuestro lado y lo dejamos escapar... nuestra última esperanza de ganar esta guerra...
Jack se volvió bruscamente hacia él y un destello de cólera brilló en sus ojos verdes.
—¿Eso es todo lo que te importa? ¿La guerra y la profecía?
Alexander lo miró.
—Claro que no –dijo despacio–. Pero tengo que pensar en ella como Lunnaris, el unicornio, porque es la única manera de conservar un mínimo de calma. Si la recuerdo como Victoria, nuestra pequeña y valiente Victoria, me volveré loco de rabia.
Jack bajó la cabeza y se puso a juguetear con el colgante que llevaba, el que la propia Victoria le había dado el día en que se conocieron.
—Ahora lo entiendo –dijo a media voz–. Ahora entiendo lo que sentía ella cuando estaban torturando a Kirtash y no podía hacer nada para ayudarlo. Es... –no encontró palabras para describirlo y hundió la cara entre las manos, desolado–. Aún me cuesta creer que él la haya traicionado, después de todo –concluyó.
—Ya sabíamos que era un shek –murmuró Alexander–. Y, aunque Allegra diga que ha sido por culpa de Ashran, que sigue teniendo poder sobre él... yo no sé hasta qué punto esa cosa es humana. Maldita sea... –añadió, apretando los dientes–, si Shail estuviera con nosotros, esto no habría pasado. Él conocía muy bien a Victoria, la comprendía, habría sabido qué hacer para ayudarla.
—Alexander –dijo Jack, tras un momento de silencio–. ¿Crees que Shail sabía que Victoria es un unicornio?
El joven meditó la respuesta y finalmente sacudió la cabeza.
—No, no lo creo. Pero adoraba a Lunnaris, y puede que en el fondo... eso le hiciera sentir un afecto especial por Victoria.
—A lo mejor inconscientemente sí lo sabía –opinó Jack–. Quizá por eso... quizá por eso dio su vida para salvarla hace dos años. ¿No crees?
—Puede ser. Los magos suelen decir que, quien ve a un unicornio, no lo olvida jamás. Debían de ser criaturas maravillosas.
—Si todos eran como Victoria, seguro –murmuró Jack; recordó entonces una cosa y alzó la cabeza para mirar a su amigo–. Kirtash le contó a Victoria que vio una vez un unicornio, cuando era niño. ¿Crees que lo habrá olvidado?
—Por el bien de Victoria, espero que no.
Jack sintió que la angustia volvía a apoderarse de él y giró bruscamente la cabeza para que Alexander no lo viera llorar. Pero sus hombros se convulsionaron con un sollozo, y su amigo se dio cuenta. Le pasó un brazo por los hombros, consolador.
—Sé fuerte, chico. Ten fe.
—¿Fe? ¿En qué? ¿En quién? –replicó él con amargura–. Lo único que puedo pensar ahora, Alexander, es que quiero verla otra vez, quiero ver su sonrisa y esos ojos tan increíbles que tiene, quiero... abrazarla de nuevo... y no dejarla marchar, nunca más.
Alexander lo miró con tristeza, pero no dijo nada.
—No soporto estar aquí sentado sin hacer nada –murmuró Jack–. No se me da bien esperar. Tengo ganas de gritar, de pegarle a algo, de destrozar cualquier cosa... Por eso estoy aquí. Si vuelvo a entrar en la casa, es muy probable que la emprenda a puñetazos con lo primero que encuentre.
Alexander lo observó un momento y entonces se levantó de un salto y le tendió un objeto estrecho y alargado. Jack lo miró en la semioscuridad, lo reconoció y comprendió lo que quería decir. Asintió y se puso en pie de un salto, con decisión. Cogió aquello que le entregaba su amigo y lo siguió a través del bosque.
Alexander se detuvo en la explanada que se extendía entre el bosque y la casa y se volvió hacia Jack.
—En guardia –dijo, desenvainando la espada que había traído.
No era una espada de entrenamiento. Era Sumlaris, la Imbatible. Y el acero que desenvainó Jack tampoco era uno cualquiera. Se trataba de Domivat, la espada de fuego.
—Listo –murmuró Jack, alzando su arma.
Alexander atacó primero. Jack se defendió. Los dos aceros chocaron, y la violencia del encuentro estremeció la noche. Retrocedieron unos pasos, pero Jack volvió a la carga casi enseguida.
Al principio se contuvo. Sabía que, aunque estaban peleando con sus espadas legendarias, aquella no era más que otra práctica. Pero el dolor y la impotencia que sentía por la pérdida de Victoria fueron liberándose poco a poco a través de Domivat. Casi sin darse cuenta, fue imprimiendo cada vez más fuerza y más rabia a sus golpes y, cuando por fin descargó una última estocada sobre Alexander, con toda la fuerza de su desesperación, fue consciente de que tenía los ojos llenos de lágrimas. Gritó el nombre de Victoria y dejó que su poder fluyera a través de la espada.
Pero Sumlaris lo estaba esperando, sólida como una roca, y aguantó a la perfección el golpe de Domivat. La violencia del choque los lanzó a los dos hacia atrás. Jack cayó sentado sobre la hierba y sacudió la cabeza para despejarse. Entonces se dio cuenta de lo que había hecho.
Vio a Alexander un poco más allá, con una rodilla hincada en tierra, respirando fatigosamente. También él había liberado toda la rabia de su interior. Sus ojos relucían en la noche y su rostro era una máscara bestial, una mezcla entre las facciones de un hombre y los rasgos de un lobo. Gruñía, enseñando los colmillos, y la mano que sostenía a Sumlaris parecía más una zarpa que una mano humana.
Pero, por encima de todo aquello, Jack vio que la ropa de Alexander estaba hecha jirones, y que su piel mostraba graves quemaduras, aunque él no pareciera notarlo. Titubeó y, aunque percibía el peligro que implicaba tener cerca a Alexander en aquel estado, dejó caer la espada.
Domivat creó un círculo de fuego a su alrededor, calcinando la hierba en torno a ella; pero no tardó en apagarse. Jadeando, Jack miró a su amigo.
—Lo siento, Alexander –dijo–. No... no quería hacerte daño.
Hubo un tenso silencio. Alexander dejó de gruñir por lo bajo y el brillo de sus ojos se extinguió. Jack vio como el joven recuperaba, poco a poco, su aspecto humano.
—No importa, chico –dijo él entonces, con voz ronca–. Si tienes que pegarte con alguien, mejor que sea conmigo.
Jack hundió el rostro entre las manos.
—Y lo peor de todo –murmuró– es que con esto no voy a ayudar a Victoria. Porque no es contigo con quien tengo que luchar, Alexander –movió la cabeza, abatido, pero cuando alzó la mirada, el fuego del odio llameaba en sus ojos–. La próxima vez que vea a Kirtash, lo mataré. Juro que lo mataré.
Desde las almenas de la Torre de Drackwen, Kirtash, pensativo, contempló el paisaje que se extendía más allá.
Fuera se había desencadenado una terrible batalla entre las fuerzas de Ashran y el grupo de renegados que estaba atacando la torre. Se trataba de una coalición