Michael G. Brown

Vínculo sagrado


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la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre” (2:9-11). La recompensa de Cristo por Su obediencia fue la justificación de Su pueblo y la exaltación de Su nombre, todo lo cual es para la gloria del Padre.

      Por ende, a la luz del Nuevo Testamento, Isaías 53 nos enseña que nuestra redención resulta de que Cristo cumplió las condiciones y recibió la recompensa prescrita en un pacto entre Él y el Padre.

      Zacarías 6:12-13. Al profetizar acerca del Mesías, a quien llama “el Renuevo”, un título que también usan Isaías y Jeremías (ver Isaías 4:2; 11:1 y Jeremías 23:5; 33:15), Zacarías dice que “él edificará el templo de Jehová, y él llevará gloria, y se sentará y dominará en su trono”. Al igual que el Salmo 110 e Isaías 53, este pasaje enfatiza la recompensa del Mesías por Su obra realizada. También describe el pacto que estipulaba las condiciones de esta recompensa como el “consejo de paz” entre Yahweh y el Renuevo, es decir, entre el Padre y el Hijo. Esta frase tiene connotaciones de pacto porque la Escritura conecta el hacer un pacto entre dos o más partes con el hecho de que tomen consejo entre ellas. Por ejemplo, Génesis 21:22-34 nos habla de Abraham y Abimelec conversando juntos como parte de su pacto mutuo. Cada hombre estableció estipulaciones para el otro, y cada hombre hizo un juramento al otro, prometiendo cumplir con su parte del acuerdo. Lo que la Escritura describe explícitamente como un pacto entre ellos (Génesis 21:27, 32) incluía su consejo conjunto. De la misma manera, el Salmo 83:5 habla de los enemigos de Dios tomando consejo entre ellos a fin de hacer un pacto: “Porque de corazón han consultado a una, hacen pacto contra ti” (LBLA). Dado el contexto de la declaración de Zacarías, “el consejo de paz” parece ser una referencia al pacto de redención5.

      El evangelio de Juan. Juan proporciona mucha evidencia del pacto de redención en su evangelio. Registra muchas instancias en que Cristo hizo referencia a la obra que vino a realizar, obra que el Padre Le asignó. Por ejemplo, en el capítulo 4, cuando está hablando a Sus discípulos, dice: “Mi comida es que haga la voluntad del que me envió, y que acabe su obra” (4:34). Después en el capítulo 5, cuando está hablando con los líderes judíos, declara:

      No puedo yo hacer nada por mí mismo; según oigo, así juzgo; y mi juicio es justo, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió… porque las obras que el Padre me dio para que cumpliese, las mismas obras que yo hago, dan testimonio de mí, que el Padre me ha enviado… Yo he venido en nombre de mi Padre (5:30, 36b, 43a).

      De manera similar, hablando a las multitudes, en Juan 6:37-40 dice: “Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí; y al que a mi viene, no le echo fuera. Porque he descendido del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió. Yésta es la voluntad del que me ha enviado: Que de todo lo que me diere, no pierda yo nada”. Y en 10:18, hablando a los fariseos, dice: “Nadie me la quita [mi vida], sino que yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar. Este mandamiento recibí de mi Padre” (ver también 12:49; 14:31a; y 15:10). Estos comentarios de Jesús revelan claramente Su misión en la tierra como la obra que el Padre le mandó que realizara. En 10:18, Cristo dice que recibió un mandamiento del Padre. La palabra griega que se usa aquí indica un mandato o una orden que se debe cumplir. Este mandato requería que Jesús consiguiera la redención de aquellos que el Padre le dio por medio de obedecer activamente los mandamientos del Padre, lo cual incluía ir a la cruz para poner Su vida como la propiciación por los pecados de ellos.

      Cristo deja esto muy claro en la oración sumo-sacerdotal que hizo la noche antes de Su crucifixión:

      Padre, la hora ha llegado; glorifica a tu Hijo, para que también tu Hijo te glorifique a ti; como le has dado potestad sobre toda carne, para que dé vida eterna a todos los que le diste… Yo te he glorificado en la tierra; he acabado la obra que me diste que hiciese. Ahora pues, Padre, glorifícame al lado tuyo, con aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo fuese (Juan 17:1b-2, 4-5).

      A lo largo de Su oración, Jesús se refiere a aquellos que el Padre le “dio” (es decir, los elegidos en Cristo) por lo menos siete veces (17:2, 6a, 6b, 9, 10, 11, 24). Su misión era salvarlos por medio de Su obediencia a la voluntad del Padre. Al día siguiente, mientras colgaba de la cruz y sufría la ira de Dios por los pecados de aquellos que el Padre le dio, Sus últimas palabras fueron: “Consumado es” (19:30). ¿Qué quedó consumado? La obra que el Padre le asignó antes de la fundación del mundo.

      Considerados en conjunto, los comentarios de Jesús en el evangelio de Juan acerca de la obra que vino a realizar revelan un plan mutuo y predeterminado entre el Padre y el Hijo hecho en la eternidad pasada.

      Efesios 1:3-14. El comienzo de la epístola de Pablo a los efesios apoya la noción de que el Hijo recibió Su encargo del Padre antes de la fundación del mundo. Después de su salutación inicial en los primeros dos versículos, el apóstol irrumpe en alabanza a Dios por Su gracia:

      Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo, según nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él, en amor habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, con la cual nos hizo aceptos en el Amado (1:3-6).

      Pablo deja claro que el Dios trino elaboró el plan de acción para nuestra redención en la eternidad pasada. Dice que fuimos escogidos en Cristo “antes de la fundación del mundo” y predestinados para adopción por medio de Jesucristo, todo de acuerdo al plan original de Dios, es decir, “según el puro afecto de su voluntad”. El Padre y el Hijo entraron en un pacto a fin de llevar a los pecadores a la gloria. De la masa de humanidad caída y condenada, el Padre escogió a pecadores que no tenían mayores méritos o cualidades para ser salvados que aquellos a quienes no escogió. Los escogió en Cristo incondicionalmente y de acuerdo con Su propio propósito. Como dice Pablo en 2 Timoteo 1:9, Dios “nos salvó y llamó con llamamiento santo, no conforme a nuestras obras, sino según el propósito suyo y la gracia que nos fue dada en Cristo Jesús antes de los tiempos de los siglos”. El Padre dio estos pecadores elegidos al Hijo, quien los redimió por medio de Su sangre y les proporcionó el perdón completo de todos sus pecados (Efesios 1:7). La vida, muerte y resurrección de Cristo nos dan a conocer “el misterio de la voluntad de Dios”, es decir, revelan el desarrollo del pacto de redención (1:8-10).

      Sin embargo, Pablo nos dice que hay algo más en este plan. El Padre no solamente eligió a un pueblo en el Hijo sino que también los eligió a través del Espíritu. Como la tercera persona de la Deidad, el Espíritu Santo tiene una función única en el pacto de redención y actúa para llevarla a cabo (1:11-12). Mientras que el Hijo tenía la responsabilidad de lograr la redención a favor de aquellos que el Padre le dio, el Espíritu tiene la responsabilidad de aplicar la redención a estas mismas personas. El Espíritu que preparó el camino en el antiguo pacto para la venida de Cristo y equipó a Cristo en Su encarnación con los dones necesarios para cumplir Su oficio como Mediador, también aplica a los elegidos los beneficios salvíficos que Cristo ganó para ellos. El Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo a fin de unir a los elegidos con Cristo y sellar para ellos todas las bendiciones de la obra consumada de Cristo: la regeneración, la fe, la justificación, la adopción, la santificación, la preservación y la glorificación (1:13-14; cf. Juan 14:26; 15:26; 16:7). Él es el Don de Cristo para la iglesia, el depósito y garantía de la herencia prometida para los elegidos.

      Romanos 5:12-19. En este pasaje, Pablo nos enseña una analogía explícita entre Adán y Cristo, mostrando que estos dos individuos fueron representantes federales de otras personas. Mientras que la desobediencia de Adán en el pacto de obras resultó en la condenación de aquellos que representaba (es decir, de toda la raza humana), la obediencia de Cristo en el pacto de redención resultó en la justificación de aquellos que representaba (es decir, de los elegidos). Una vez más encontramos la enseñanza escritural de la relación de obediencia-recompensa entre el Padre y el Hijo. El Hijo obedeció al Padre para que “muchos fuesen constituidos justos” (5:19; cf. 1 Corintios 15:21-22).

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