Mary Robinette Kowal

El destino celeste


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de las regiones que más habían sufrido las secuelas del meteorito. El tipo de Brooklyn probablemente lo había perdido todo y, al ser negro, lo habrían abandonado a su suerte en las ruinas de la ciudad.

      —De acuerdo, pero no necesitáis retener al resto de los pasajeros para que yo dé un mensaje.

      —Qué más quisieras.

      —Sería un bonito gesto. —Fuera, los vehículos de rescate se detuvieron con las luces parpadeantes encendidas. Había una ambulancia local y tres camiones de bomberos, pero ni rastro de la CAI. Uno aparcó de lado y leí «Condado de Madison» en el lateral—. ¿Dónde estamos?

      —En Alabama.

      —Vaya, vale. Pasará un rato hasta que alguien de la CAI llegue. —Incluso con los aviones de seguimiento y los rastreadores por radar que indicaban dónde habíamos aterrizado, todavía tendrían que viajar—. Algunas personas no se encuentran bien, ¿por qué no dejáis que vayan a la ambulancia? Aislaría los gérmenes espaciales.

      Uno de los hombres se asomó y volvió a meter la cabeza.

      —Se acercan los técnicos sanitarios.

      —Haz que se detengan. —Mi admirador levantó la barbilla y los filtros de la máscara de gas se tambalearon con el movimiento.

      El hombre de la puerta respiró hondo, sacó su rifle y disparó al aire. El sonido rebotó en la cabina y la llenó de ecos violentos. Gritó hacia afuera.

      —¡Ni un paso más!

      El de Brooklyn me empujó hacia delante. Me clavó el pulgar en la carne del brazo, pero su agarre era lo único que me mantenía en pie.

      Mi admirador me miró.

      —Pídeles que venga un equipo de noticias. Y el presidente. Y el doctor Martin Luther King Jr.

      —Y el secretario general de la ONU —añadió uno de los hombres con bandanas. Era el que tenía la piel más oscura del grupo y un acento británico que me sorprendió. Conocía a otros británicos de color, pero creía que todos los terraprimeristas eran estadounidenses.

      —Pero eso no… —«No va a pasar», quería decir, pero me contuve a tiempo—. No será rápido.

      El británico levantó una ceja.

      —La ambulancia ha llegado muy rápido.

      —Porque es local. —No sabía qué hacer. Lo mío eran las matemáticas y pilotar naves espaciales. Todo lo que sabía sobre las situaciones de rehenes era lo que había visto en las películas, y estaba bastante segura de que De repente no era un buen modelo que seguir. Ninguno de aquellos hombres confundiría una pistola de juguete con un revólver. No había manera de electrocutarlos. Además, apenas me mantenía en pie. Conseguir que mantuvieran la calma y que cooperaran parecía la única alternativa.

      —Se lo diré, pero tened en cuenta que habrá que esperar.

      —No estás en posición de decirnos qué hacer —repuso el británico.

      —Lo sé. Solo quiero que tengáis toda la información. Hay cinco horas en avión desde Kansas, ¿vale? Es lo único que digo. —En realidad, eran poco más de dos horas, pero tener algo de tiempo extra no vendría mal. Lo cierto es que podrían subir al presidente en un T-38 y traerlo en veinte minutos, pero era muy poco probable. Me volví hacia la puerta y entrecerré los ojos ante la luz solar directa—. Preguntarán por qué queréis hablar con ellos.

      —Lo sabrán cuando vengan, ¿de acuerdo? —Mi admirador señaló la puerta—. Un equipo de noticias, el presidente, el doctor King y el secretario general de la ONU. Ni una palabra más. ¿Lo has entendido?

      El de Brooklyn atravesó el pasillo y apuntó a Helen con el rifle.

      —Como seguro.

      Me mantenía en pie gracias a la adrenalina y al hecho de que durante décadas había aprendido a disimular la ansiedad. Dentro del traje, notaba la piel tensa y las rodillas temblaban con cada latido acelerado del corazón. Al final, asentí y di un paso hacia la escotilla.

      Apoyé la mano en el marco. Me temblaban los dedos, lo que frustraba mi intento de mostrar confianza. Los bomberos estaban de pie cerca del camión, claramente discutiendo sobre qué hacer, mientras que el conductor de la ambulancia tenía la radio en la mano y hablaba con alguien. Uno de los bomberos me vio y le dio un codazo al que estaba a su lado.

      Respiré hondo para gritar las instrucciones de nuestros captores. Respirar el aire sin filtrar, cargado de polvo, polen y humo del combustible quemado, me provocó un ataque de tos. Agarrada al marco de la escotilla, me doblé sobre mí misma. No por la fuerza de la tos, sino para no desmayarme. Alguien me apoyó una mano en la espalda y otra en el brazo para sujetarme.

      —¿Estás bien? —Mi admirador se agachó, y usó el marco como escudo.

      Asentí con la cabeza y me arrepentí al instante. Apreté la mandíbula, tragué con fuerza y esperé a que todo dejase de dar vueltas.

      —¿Me ayudas a levantarme? Con cuidado.

      Asintió y la máscara de gas se balanceó. Me ayudó a incorporarme y me dejó una mano en el brazo. Clavó sus ojos de ese color avellana fangoso en mí hasta que respiré con más normalidad. El sanitario se había acercado mientras tosía, como si no pudiera evitarlo.

      Me centré en él, un joven blanco de unos veinte años, con el pelo rubio y encrespado que se rebelaba contra la gomina.

      —Estos hombres quieren que venga un equipo de noticias y hablar con el presidente, el secretario general de la ONU y el doctor Martin Luther King Jr.

      —¿Quiénes son? —Un bombero con los hombros anchos como un oso y las mejillas pálidas salpicadas de pecas se apartó del grupo—. ¿Qué es lo que quieren?

      Miré a un lado y mi admirador negó con la cabeza.

      —Diles que lo sabrán cuando llegue el presidente.

      Lo cual, conociendo al Gobierno, no ocurriría.

      Al final del pasillo, el hombre de Brooklyn aún apuntaba a Helen, así que repetí el mensaje antes de alejarme de la luz del sol.

      —¿Puedo sentarme?

      Esperaba que me dijeran que no por puro rencor, pero mi admirador me acompañó de vuelta a mi asiento. El de Brooklyn bajó el arma mientras nos acercábamos y Helen se desplomó, como si el rifle hubiera sido lo único que la sostenía.

      Por mucho que quisiera dejarme caer en el asiento, me senté con sumo cuidado. Mi admirador me ayudó, como si fuera una anciana en vez de una rehén. Me aclaré la garganta; habría dado cualquier cosa por un poco de agua.

      —Quizá deberíamos hablar de lo que queréis que diga cuando llegue el presidente. Habíais mencionado los problemas en la Tierra, ¿verdad?

      Mi admirador intercambió una mirada con el de Brooklyn y luego miró detrás de mí, supongo que para consultar a los otros captores. Al otro lado del pasillo, Leonard se inclinó un poco en nuestra dirección para escuchar. En algún momento, cuando yo estaba en la parte delantera, se había librado de las correas de los hombros.

      Mi admirador me estudió con los ojos entrecerrados. No sé qué vio, pero al final asintió.

      —Se están olvidando de la gente de la Tierra. Todo el dinero se destina al programa espacial en lugar de arreglar el desastre que dejó el meteoro. Las personas viven hacinadas en pisos diminutos. Hay refugiados que, después de diez años, todavía no han podido volver a sus casas porque las compañías de seguros se lavan las manos al afirmar que ha sido «una acción de Dios» y los gobiernos se ocupan de «asignar los recursos» según sea necesario. —Frunció el ceño—. Como si no estuviera claro adónde van esos recursos. Como si no fuera evidente cuáles son los barrios a los que se les da la espalda.

      Pasaba tanto tiempo dentro de la industria espacial y trabajando codo con codo con personas que entendían