del sofá–. Soy un trabajo. Siempre se me olvida.
–Eso no es lo que yo he dicho.
–Me has investigado.
–Sí, Kylie. Y hay algo más. He puesto una cámara de seguridad en tu puerta. Tiene un detector de movimiento.
Ella jadeó.
–¿Cómo?
–Quería asegurarme de que estabas a salvo y, de paso, poder identificar a quien está haciendo esto.
–¿Y?
–¿Y qué?
–Que tal vez debas disculparte por lo de la cámara.
–No, porque no me arrepiento.
Ella lo miró fijamente y, al final, él exhaló un suspiro.
–Está bien, me arrepiento de no habértelo dicho. Pero no de haber puesto la cámara.
Ella lo observó atentamente y, después, asintió.
–¿Has conseguido algo?
–Hasta esta noche, no –dijo él, y le mostró las imágenes–. ¿Reconoces al tipo?
–No –dijo ella, moviendo la cabeza–. Es listo. Tiene la cabeza agachada en todo momento, sin quitarse la capucha.
Entonces, Kylie lo miró de reojo.
–¿Y qué has averiguado sobre mí durante tu investigación?
–Sobre todo, cosas que ya sabía.
Que se había criado con su abuelo, porque sus padres eran adolescentes cuando la tuvieron, y no estaban a la altura de la tarea. Algo que había quedado claro cuando Kylie, a los cuatro años, había aparecido sola en medio de una calle, porque había salido de su casa al despertarse por la noche a causa de una pesadilla y se había encontrado sola. Su padre ya no estaba en escena, y su madre había salido de juerga toda la noche.
En aquel momento, su abuelo la había acogido. Ella había crecido en su casa y había ido al instituto, donde había demostrado que era una gran estudiante. El trágico incendio del taller había ocurrido el verano siguiente a su graduación.
Después, ella se había tomado un año sabático de los estudios, tras el cual había obtenido su diploma en Bellas Artes y había comenzado a trabajar por cuenta propia antes de empezar en Maderas recuperadas.
Ella estaba mirándolo, pero, de repente, desvió la mirada.
–La pesadilla que acabo de tener… Ha sido sobre algo que tampoco te he contado. No estaba segura de si iba a decírtelo.
–De acuerdo.
–Nunca se lo he contado a nadie.
Joe se movió hacia ella por el sofá, y le acarició el pelo para tratar de calmarla.
–Tú puedes contarme lo que sea.
Ella se rio sin ganas.
–Cualquier cosa, Kylie.
Kylie cabeceó.
–Después de oírlo, vas a tener una opinión muy diferente de mí.
Él le tiró suavemente de la coleta hasta que ella lo miró.
–Escúchame –le dijo–. He hecho y visto cosas que te pondrían el vello de punta… –miró su pelo ondulado, y sonrió–: Más de lo que ya lo tienes.
Ella sonrió apagadamente.
–No lo entiendes.
–Sí, sí lo entiendo. Yo era un imbécil y un descerebrado de joven. Y después, en el ejército… –murmuró–. Así que, confía en mí. Nada de lo que me digas me va a hacer cambiar de opinión sobre ti.
–Fue culpa mía que mi abuelo muriera –dijo ella, con los ojos llenos de lágrimas.
Él negó con la cabeza.
–El incendio fue declarado fortuito por el investigador especializado –dijo–. Se cree que pudo causarlo una soldadora que se quedó encendida. Tu abuelo estaba soldando unas piezas de cobre en una cómoda, pero no se encontró culpable a nadie.
–Era yo la que estaba utilizando la soldadora, así que el incendio fue culpa mía.
–Eso no está en los informes –dijo él.
–No, porque cuando se llevaron a mi abuelo al hospital, estaba consciente. Le dijo a la policía y a los bomberos que fue él el último en utilizar la soldadora. No sé por qué. Pero fui yo. Eso significa que el incendio fue culpa mía.
A él se le encogió el corazón.
–Kylie, no. No fue…
–¡Sí! ¡Sí lo fue!
Se levantó de un salto del sofá y se frotó la cara con ambas manos.
–Y, además de eso, perdí todo lo que era de mi abuelo. No tengo nada de mi pasado, salvo ese pingüino, y lo quiero recuperar –dijo. Tomó una sudadera y se la puso–. Has dicho que tenías una pista sobre otro aprendiz. ¿Vamos, o no?
–Sí –dijo él–. Pero ya es tarde, y tú estás disgustada. A lo mejor deberíamos dejarlo para mañana…
–No –dijo ella–. Lo único que me importa es ese pingüino. Quiero saber qué has averiguado.
Y él quería abrazarla y consolarla, pero ese anhelo era solo su problema. Había incumplido sus propias normas, había cambiado desde el principio su forma de actuar por ella. Seguramente debían hablar de eso, pero Kylie ya había tenido emociones suficientes para una noche.
–He encontrado a Raymond Martinez –le dijo él–. Se ha cambiado de nombre, ahora es Rafael Montega y tiene una pequeña galería de arte en Santa Cruz.
Ella pestañeó.
–¿Y por qué iba a cambiarse de nombre?
–Vamos a averiguarlo.
Capítulo 16
#BondJamesBond
El trayecto duró una hora, y Joe pasó aquel tiempo mirando a la carretera y mirando a Kylie, que iba absorta en el paisaje, pensativa. Entonces, de repente, se giró hacia él, y le preguntó:
–¿Tú nunca has estado enamorado?
Él se quedó sorprendido.
–Ah, así que ahora sí quieres hablar de sentimientos, ¿eh?
–¿Alguna vez respondes a alguna pregunta?
Él aprovechó la excusa de un adelantamiento para ganar tiempo.
–He sentido mucha lujuria por algunas mujeres –dijo–, y otras me han gustado mucho. Y, tal vez, podría haberme enamorado de algunas de ellas, pero siempre he salido corriendo antes de que ocurriera.
–¿Por qué?
–Porque enamorarse siempre tiene un precio.
–¿Y tú no estás dispuesto a pagarlo?
–No estoy dispuesto a que tenga que pagarlo otra persona –le dijo él, corrigiéndola.
Había empezado a llover, y puso en marcha los limpiaparabrisas. El sonido rítmico que hacían en el cristal fue lo único que se oyó en la furgoneta durante un largo instante.
–¿Y tú? –le preguntó él, en contra de lo que le decía el sentido común.
Kylie se quedó silenciosa durante tanto tiempo que él pensó que no iba a responder. Entonces, al final, le dijo:
–No se me da muy bien el amor.
¿Por qué? ¿Porque su madre siempre había puesto a los hombres