Kylie todavía estaba jadeando y estremeciéndose cuando él se levantó y se bajó los pantalones. Y a ella le encantó lo que vio.
Él sacó un preservativo de algún sitio y penetró en su cuerpo, y ella gritó de placer cuando sintió que se deslizaba en su interior. Y aquel sonido debió de desatar a la bestia que él llevaba dentro. Todavía estaba sujetándole la cara con las manos, y los dos se movieron juntos, ella, recibiendo sus acometidas y espoleándolo mientras en su cuerpo se extendían las sensaciones que ya no podía contener.
Cuando llegó al orgasmo, gritando, aferrándose a él, Joe rugió su nombre con la voz ronca y ocultó la cara en el hueco de su cuello, y la siguió al abismo.
Capítulo 18
#YaNoEstamosEnKansas
Terminaron tendidos en el suelo de madera, boca arriba, exhaustos. Joe se sentía saciado y relajado. Esperaba que Kylie sintiera lo mismo. En cuanto consiguiera que le funcionaran los miembros del cuerpo, se aseguraría de ello.
Después de unos cinco minutos o, quizá, un año, notó que ella se movía y se ponía un brazo sobre los ojos. Dio un pequeño suspiro. Él consiguió moverse y se puso de costado junto a ella. Le besó el hombro y sonrió, porque Kylie todavía llevaba la peluca.
–Eh, pelirroja.
Ella lo miró fijamente y se quedó inmóvil.
–¡No me digas que todavía tengo la peluca!
–Bueno, pues no te lo digo.
Ella se tocó la cabeza.
–Demonios…
Gimió, y él se echó a reír. Se rio mientras estaba tirado en el suelo con una mujer. Al pensarlo, cabeceó y volvió a reírse.
–No me lo esperaba, Kylie.
–Ummm –murmuró ella.
Joe esperaba que su respuesta significara que sentía lo mismo. Se apoyó en un brazo y con la otra mano la atrajo hacia sí.
–Ummm significa muy bien, ¿verdad?
A ella se le escapó una risotada.
–¿Es que esperas cumplidos?
Él le acarició la mandíbula con un dedo, sonriendo.
–Bueno, es que es muy difícil saber lo que piensas.
Ella lo observó.
–Lo único que tienes que hacer es mirarte al espejo y ver las diez marcas de uñas que tienes en la espalda.
Él se echó a reír y le pasó el dedo por la frente fruncida.
–Pero hay algo que te está molestando.
–Eh… –murmuró Kylie. Después de un instante, sonrió–. Tengo que admitir que… me siento un poco como si me hubiera convertido en mi madre, después de haber rebotado contra la pared para quitarme un sofocón. ¿Qué demonios ha sido esto?
–La adrenalina –dijo él–. Algunas veces, después de una misión, tienes mucha adrenalina acumulada, y hace falta soltarla. Vale con una buena pelea, pero el sexo es mucho mejor.
Ella se quedó mirándolo con asombro.
–Es completamente normal –dijo él para reconfortarla–. Es algo que ocurre a menudo.
–Ah. Ocurre a menudo –dijo ella.
Al percibir su tono de voz, tan cuidadoso de repente, él se dio cuenta de que había metido la pata, porque ella había malinterpretado su frase.
–No. A mí, no –dijo Kylie, y se incorporó.
–Kylie.
–No, ya lo he entendido. Por favor, no me lo expliques otra vez –dijo. Se puso en pie y comenzó a recopilar su ropa y a vestirse.
–Kylie, espera.
Él también se levantó, y trató de agarrarla, pero ella le apartó las manos.
–Ya lo he entendido –repitió.
A él le sonó el teléfono indicándole que había recibido un nuevo mensaje. Al mirar la pantalla, hizo un gesto de pesar.
–Lo siento, pero es mi padre. Tengo que leerlo.
Ella asintió, y él abrió el mensaje:
Me han seguido.
Oh, mierda. Su padre tenía una recaída. Marcó su número.
–¿Qué ocurre? –le preguntó, con alivio, al ver que había respondido. No siempre lo hacía, porque decía que los teléfonos móviles eran fáciles de localizar, y estaba paranoico.
–Me están vigilando –dijo su padre–. A través de las paredes. ¡Están golpeando las paredes!
Joe miró la pared común entre su casa y la de su padre. La pared contra la que acababa de apoyar a Kylie. Cerró los ojos.
–Papá, no, no te están vigilando. Ha sido… el viento.
–Esta noche no hace viento.
–Bueno, está bien. He sido yo. Estaba… colgando unas fotos.
Kylie dejó de arreglarse la ropa, se giró hacia él y enarcó las cejas a modo de pregunta.
–Tú no tienes fotos –le dijo su padre–. Y es casi medianoche. Te digo que alguien viene por mí.
–Papá, escúchame –le dijo Joe, pellizcándose el puente de la nariz–. Nadie viene por ti. Espérame, iré a tu casa dentro de un minuto. No hagas nada hasta que yo llegue.
Se metió el teléfono en el bolsillo y, al darse la vuelta, vio que Kylie estaba sentada delante de la ventana de su salón, mirando por la ventana, abrazada a sí misma.
–Eh –dijo él. Se acercó a ella y la abrazó por la espalda–. Tengo que…
–Sí, ya lo sé –respondió Kylie, y se alejó unos pasos–. Yo también tengo que irme. Voy a pedir un taxi.
Se encaminó hacia la puerta, pero él la tomó de la muñeca y tiró de ella.
–¿Qué pasa, Kylie?
Ella intentó poner cara de inocencia.
–Lo que pasa es que tienes que irte, ¿no?
Él hizo que se girara y la miró a los ojos.
–Parece que la que tienes que irte eres tú, ¿no?
Kylie volvió a volverse, y él la giró hacia sí nuevamente.
–Mi padre vive en la casa de al lado –le dijo–. Por desgracia, necesita que pase a verle ahora mismo, pero había pensado que podía preparar la cena para todos. Para ti, para mí y para él.
–Es casi medianoche –dijo ella.
–Sí, ya, pero mi estómago no distingue de horas. Solo me dice cuándo tiene hambre. Con frecuencia, mi padre y yo cenamos tarde. ¿Te apetece?
–¿Pero tú sabes cocinar? –le preguntó ella, con sorpresa.
–Soy un estupendo cocinero –respondió él, para impresionarla con sus habilidades. Desde muy joven había aprendido que si no quería estar comiendo siempre conservas tenía que prepararse su propia comida. Y se había hecho muy buen cocinero, sobre todo al llegar a la pubertad y darse cuenta de que a las chicas les encantaba que cocinara para ellas. Durante muchos años había utilizado sin escrúpulos aquella habilidad para conquistar a las mujeres, pero aquella sería la primera que cocinara para una mujer y para su padre a la vez. Eso significaba que Kylie era diferente, algo que él ya sabía.
Ella lo estaba mirando fijamente, con el ceño fruncido.
–¿Qué?