Y tampoco quepo bien en la caja.
Ella sonrió y él sin poder contenerse la abrazó, porque necesitaba su contacto. Ella se acurrucó contra su pecho como si, tal vez, tuviera la misma necesidad. Joe le dio un ligero beso en la sien, cerró los ojos y se quedó inmóvil. No tenía ni idea de lo que estaba haciendo, y eso le resultaba difícil de asimilar, porque él siempre tenía que saber lo que hacía. Sin embargo, no se arrepentía de nada. Y, además, no quería soltarla todavía.
–Estoy preocupada –murmuró Kylie contra su pecho, y a él se le paró el corazón, porque, seguramente, en aquel momento iba a decirle que lo que podía darle no era suficiente para ella y que tenían que dejarlo…
–No estamos consiguiendo nada –prosiguió Kylie–, y me queda menos de una semana para tener que autentificar esas piezas, o perderé el pingüino para siempre.
Él exhaló un suspiro de alivio. No iba a dejarlo.
Todavía.
–No vas a tener que hacer eso –le prometió él–. Vamos a encontrar el pingüino.
–Quiero que sea cierto –le dijo ella.
–Es cierto.
Kylie asintió y se quedó abrazada a él un minuto más. Era fuerte, no era fácil, y siempre tenía algo que decir. Tenía defectos, y eso le encantaba. Sin embargo, Joe creía que su rasgo favorito de ella era que cuando caía volvía a levantarse rápidamente. Eso era algo con lo que él podría identificarse, aunque, en realidad, no tenía intención de identificarse en nada con ella.
Capítulo 19
#AgitadoNoMezclado
Mientras Joe sacaba las cosas de la nevera, Kylie esperó pacientemente. Después, la tomó de la mano y la llevó a la casa de al lado. No hacía ni diez minutos estaba tumbada en el suelo, desnuda, a su lado. En otra ocasión como aquella ya habría salido corriendo, porque habría necesitado tiempo para reflexionar y asimilar lo que le había sucedido. Y para tomar distancia.
Así pues, el hecho de que siguiera allí y estuviera a punto de conocer al padre de Joe, la había dejado pasmada.
–¿Y no le va a parecer raro a tu padre que yo esté contigo a estas horas? –le preguntó.
–Mi padre no tiene noción del tiempo, a no ser que yo llegue tarde o que necesite algo –respondió Joe–. Pero tengo que decirte una cosa: es alguien… diferente.
Kylie sonrió.
–¿Y tú no?
–Listilla –dijo él con una sonrisa. Después, vaciló un instante, y añadió–: Mira, si te dice cualquier cosa extraña, no le hagas caso, ¿de acuerdo? No lo hace con mala intención.
–¿Qué tipo de cosa rara?
–No siempre está en el presente. Volvió herido de la Guerra del Golfo, y no solo con heridas físicas.
A ella se le encogió el corazón, y lo miró a los ojos.
–Y Molly y tú cuidáis de él.
–Sí. Y a él no le cae bien nadie más, nunca, así que no te ofendas si te ignora –dijo Joe.
Llamó a la puerta; cuatro golpes fuertes, una pausa y otro golpe más.
–¿Papá? –dijo–. Soy yo.
Abrió con llave los tres cerrojos y volvió a llamar de la misma forma, mientras abría la puerta.
–¿Papá? ¿Me oyes?
–Pues claro que te oigo. No estoy sordo –dijo su padre en un tono irritado.
Joe no atravesó el umbral.
–Y no estás armado, ¿no?
Kylie miró a Joe con preocupación.
Joe sonrió para calmar su inquietud.
–No te preocupes. Ya no tiene balas.
Ah, bueno. Así se sentía mejor.
–Pero le gusta tener el arma a mano –le advirtió Joe, suavemente–. Ignora eso también.
Kylie asintió. Creía que estaba disimulando muy bien su nerviosismo hasta que Joe le apretó la mano.
–¿Por qué has tardado tanto? –le gritó su padre.
Joe entró primero, asegurándose de que Kylie fuera detrás de él. Observó con atención la sala, que estaba en penumbra, y debió de ver algo que ella no podía ver, porque suspiró.
–Papá, ¿dónde están tus pantalones? –le preguntó y encendió la luz.
Era una habitación pequeña muy limpia y ordenada. No había nada fuera de su sitio. Bueno, salvo el hombre de la silla de ruedas, que iba vestido solo con una camiseta de tirantes y unos calzoncillos.
Ah, y que tenía una escopeta apoyada en las rodillas.
A pesar de que tenía el pelo canoso y los ojos oscuros, rodeados de arrugas, el padre de Joe se parecía mucho a él, y era mucho más joven de lo que ella pensaba. La Guerra del Golfo había ocurrido hacía casi treinta años, así que su padre debía de tener unos cincuenta.
–Los pantalones son una estupidez –dijo.
–Sí –respondió Joe–. Y, también, recibir a las visitas con una escopeta y sin ropa, y tú lo haces. Deja la escopeta, vamos.
El padre de Joe miró más allá, hacia Kylie.
–¿Quién es?
Joe se giró hacia Kylie.
–Te presento a…
–No, tú no –le dijo su padre–. Le he preguntado a ella.
Kylie sonrió.
–Me llamo Kylie Masters.
–Umm –dijo él–. En mi sección había un Masters. Jeremy Masters. Era un gilipollas como una casa. ¿Es tu padre?
Joe cabeceó.
–Por favor, papá…
–No pasa nada –dijo Kylie, pero siguió mirando a su padre–. Mi padre también es un gilipollas como una casa, señor Malone, pero no estuvo en el ejército. Por lo menos, eso creo.
–¿No lo sabes con certeza? ¿Y eso?
–Porque se marchó cuando yo era muy pequeña, y no siempre hemos tenido contacto.
Joe la miró fijamente. Después, asintió.
–Te puedes quedar –le dijo y se giró hacia Joe–. ¿Qué hay de cenar?
–Nada, si no vas a ser agradable.
–Yo siempre soy agradable.
Joe soltó un resoplido y entró en la cocina.
–Se cree que sabe cocinar –le dijo su padre a Kylie.
–¡Claro que sé cocinar! –le gritó Joe desde la cocina.
El padre de Joe levantó el dedo índice y el pulgar con dos centímetros de separación.
Joe asomó la cabeza por la puerta.
–Si mi comida está tan mala, ¿por qué no llamas para pedir algo?
–Y es tan sensible como una niña –dijo su padre.
–Los niños son tan sensibles como las niñas –dijo Kylie–. Puede que más. Así que, probablemente, debería usted decir que es tan sensible como un niño.
El padre de Joe se echó a reír con ganas.
–Hijo, esta vez sí que la has hecho buena –le gritó a Joe–. Esta te va a plantar cara.