cara. Porque en lo que sí estaban de acuerdo era en que aquello solo era una amistad y una relación laboral con algo de sexo como ventaja adicional. Y eso estaba bien; aunque tal vez, en el fondo, ella estuviera empezando a sentir algo diferente por él. Como no sabía lo que eran aquellos sentimientos, ni qué hacer al respecto, no tenía importancia.
Pero no podía negar que una pequeña parte de sí misma se habría alegrado si Joe le hubiera dado la razón a su padre, en vez de quedarse en silencio.
Su padre pasó por delante de Kylie y comprobó que todos los cerrojos de la puerta estaban echados. Comprobó cada uno cuatro veces, hizo una pausa y los comprobó una vez más. El mismo número de veces que había utilizado Joe para entrar.
Kylie lo observó y, de repente, se le formó un nudo en la garganta, porque se dio cuenta de lo mucho que se preocupaba Joe por su familia, y de la gran capacidad de amar que tenía.
El padre de Joe terminó sus comprobaciones de la puerta principal y, con un gruñido de satisfacción, fue a las ventanas y las comprobó también cuatro veces y, después, una quinta. Una de las ventanas era demasiado alta para él, así que ella se acercó y comprobó la cerradura. Lo hizo cuatro veces. Después de una pausa, hizo una quinta comprobación.
Cuando se dio la vuelta, el padre de Joe asintió con satisfacción.
–Sí –dijo–. Vales.
Ella alzó la vista y se dio cuenta de que Joe los estaba observando con una expresión indescifrable.
–A la cocina –dijo, y desapareció.
Su padre y ella se miraron.
–Seguramente va a tener el período –dijo su padre.
Hubo un golpe en la cocina, y su padre sonrió.
–Sí, claramente, va a tener el período. A lo mejor deberíamos comprarle algún analgésico. ¿Cómo se llama? Midol.
Otro golpe en la cocina.
El padre de Joe se echó a reír.
–Para ser un tipo tan duro, es muy fácil molestarle.
Kylie se mordió la mejilla por dentro.
–Le está tomando el pelo.
–Bueno, por supuesto que sí.
–¿Por qué?
Su padre se encogió de hombros.
–Le he engañado y acabo de terminarme una temporada de Pequeñas mentirosas sin él. Me aburro.
Joe se asomó por la puerta de la cocina.
–Eh, se supone que Pequeñas mentirosas era un secreto que teníamos los dos.
Kylie estaba sonriendo.
–¿Veis Pequeñas mentirosas?
Joe frunció el ceño y desapareció de nuevo por la puerta de la cocina.
–Te lo dije –afirmó su padre, sonriendo–. Es tan sensible como un… niño.
–Comida –gritó Joe –. Venid a buscarla, o me la como toda yo.
Ellos entraron en la cocina, y el padre de Joe fue directamente al fregadero y señaló con un dedo las cazuelas y sartenes sucias.
–¿Qué es eso?
–Vamos a cenar primero –dijo Joe–. Después friego los platos.
–Aquí se friegan los platos primero.
–Esta noche no, papá.
–¿Desde cuándo?
–Es medianoche, estoy cansado y tú estás siendo un idiota. A propósito –dijo Joe, y le señaló la mesa con el dedo–. Vamos, siéntate.
–Ya estoy sentado –dijo su padre, con irritación. Sin embargo, cuando Joe se dio la vuelta, le guiñó un ojo a Kylie.
Joe sirvió pasta con salsa y una ensalada. Kylie sonrió al ver que la pasta eran las letras del alfabeto.
–Eh –dijo su padre–. Esto no es del chef Boyardee.
–No –dijo Joe.
Su padre apartó el plato.
–Ya sabes que yo solo como espaguetis de lata. Así es como me gustan.
Joe volvió a ponerle el plato delante.
–Ya hemos hablado de esto. Las cosas de lata que comiste durante los ochenta tienen demasiada sal. Tu médico ha dicho que tienes que reducir la sal. Y sería mucho más fácil darte de comer si quisieras algo que no fuera pasta.
Su padre tomó un tenedor.
–¿Sabes lo que eres? Eres un lleva–pantalones y un comunista que odia la sal.
Joe asintió.
–Vaya, impresionante. Has conseguido insultar sin utilizar palabras malsonantes.
–Mi fisioterapeuta y mi enfermera me amenazaron con que dejarían el trabajo si no dejaba de decir palabrotas –confesó su padre–. Me regalaron un libro para aprender a insultar sin juramentos. No me importa lo que diga la enfermera Ratched, pero mi fisioterapeuta tiene razón.
–Vaya, aprendiendo a ser sociable –dijo Joe.
Su padre soltó un resoplido y empezó a pinchar la comida.
–Papá, pruébalo.
–Está bien –dijo y tomó un bocado con exagerada precaución.
–¿Y bien? –le preguntó Joe.
–Eh… –su padre masticó, tragó y tomó otro bocado. Y, después, otro–. No es nada de lo que puedes ver en Iron Chef, pero está bien.
Joe puso los ojos en blanco.
–Vaya, gracias. ¿Te acuerdas de esa vez que se fue la luz y tuvimos que calentar latas en una hoguera que hicimos en el patio?
Su padre tomó otro bocado.
–No se fue la luz. Nos la cortaron, porque esos desgraciados no me dijeron que habían devuelto el recibo. Y, como tú no encontrabas un abridor de latas, tomaste una atornilladora de baterías del garaje e hiciste agujeros para abrir las latas. Y también te hiciste uno en el dedo. Sangrabas como una manguera. Y fue una pena que no pudiéramos distinguir la salsa de la sangre.
–Necesitaba puntos de sutura –dijo Joe, recordando con afecto el momento, como si se sintiera orgulloso–. Utilizamos Superglue, ¿te acuerdas?
–Claro que me acuerdo. Nos ahorramos cientos de dólares en facturas de médicos.
Kylie los miró mientras ellos se reían de aquel recuerdo tan horroroso. Estaba empezando a darse cuenta de que Joe tenía una tremenda responsabilidad todos los días. Y de que siempre la había tenido, desde muy joven, porque había tenido que cuidar de su hermana pequeña y de su padre.
Ella no había tenido a sus padres, pero había tenido a su abuelo, que siempre la había cuidado. Nunca había sentido todo el peso del mundo sobre los hombros, como debía de sucederle a Joe desde niño.
Cuando su padre terminó el plato de comida, Joe asintió y se levantó. Recogió los platos y le revolvió el pelo a su padre al pasar a su lado. Fue un gesto pequeño y rápido, pero era una señal de amor y de aceptación, y a Kylie se le formó un nudo de emoción en la garganta.
Joe recibió un mensaje en el teléfono. Lo abrió, y su expresión se volvió seria.
–¿Qué pasa? ¿Trabajo? –le preguntó su padre.
–Sí. Tengo que volver. Hay que hacer algo esta noche.
–Vaya –dijo su padre.
Joe abrió un cajón lleno de medicinas, sacó un cuaderno y se