una historia propia, independientemente de las condiciones económico-sociales en que se generan.
Entre ambas posiciones se sitúa el materialismo dialéctico, que sostiene una relación dialéctica entre las distintas instancias.14 Para entenderlo, en primer lugar debemos aclarar el sentido del concepto de dialéctica.
Para que pueda darse la dialéctica en cualquier ámbito de la realidad de que se trate, se necesita:
a) Términos opuestos. La dialéctica solo puede darse allí donde hay contraposición. Dialéctica proviene de la misma raíz que diálogo, contraposición de opiniones. Donde reina la uniformidad no hay movimiento, todo está quieto, no hay dialéctica. La lógica tradicional no conoce la dialéctica, pues se basa en el principio de identidad que la excluye.
b) Totalidad o interioridad. Si dos piedras chocan entre sí, pueden romperse o no, pero no dan lugar a algo nuevo, superador de las dos piedras que chocaron. Ello se debe a que son entes externos entre sí, yuxtapuestos. Es decir, no forman una totalidad, y ello se debe a que les falta el principio de la interioridad. Un montón no es una totalidad. Es la conciencia observante la que le presta la interioridad y forma, a partir de las piedras así accidentalmente reunidas, una totalidad.
Hegel, desde su posición idealista, así expresa el principio de la totalidad: “El concepto se desarrolla por sí mismo y es solo una progresión y producción inmanente de sus determinaciones”. La cosa, la realidad en su fondo, es la razón que produce sus determinaciones, por lo cual la lógica, es decir “la ciencia, solo tiene la tarea de llevar a la conciencia este trabajo propio de la razón de la cosa”.
Aquí está la raíz del problema de la dialéctica de la naturaleza. Sartre lo vio con claridad. Es cierto que la dialéctica de la naturaleza es coherente con una visión dialéctica de la humanidad. Casi naturalmente se tiende a ver en aquella el comienzo de la dialéctica de la historia humana. Pero el problema radica en saber si la naturaleza forma un todo, es decir, si tiene o no interioridad.
Desde una visión teológica, el problema puede solucionarse. La interioridad radica en Dios. Por ello Teilhard de Chardin puede presentar en forma coherente una visión evolucionista desde una supuesta dispersión primitiva de la materia hasta el advenimiento del hombre, y prolongar la evolución hasta un supuesto final, en el que los elementos y los hombres encuentren su completa totalización. Dialécticamente todo el cosmos ha ido evolucionando desde la pulverización primitiva hasta la totalización final. Pero Teilhard de Chardin supone siempre a Dios como principio de interiorización de todo el proceso. Lo mismo pasa con Hegel. El Espíritu forma la unidad de la naturaleza.
Si prescindimos de Dios, si no queremos entrar en el campo teológico, es bueno que dejemos el problema de la dialéctica de la naturaleza como mera hipótesis, o como una visión mística que puede ser verdadera, pero no puede pretender ser científica.
En un futuro que no podemos prever, la ciencia tal vez llegue a descubrir si tal dialéctica existe o no. La visión teológica que apuntamos es coherente. Ello no quiere decir que sea verdadera, a pesar de que para Teilhard de Chardin precisamente la coherencia de la visión es el criterio de verdad. Para nosotros ello no basta, pues más adelante pueden surgir visiones coherentes de las que por el momento no tenemos una idea, sin la necesidad del concurso de Dios.
El problema no ha sido encarado por Marx. De hecho, para él se trataba de un problema abstracto. Lo que él quiere enfocar es el hombre que tiene delante, el cual siempre está situado en una totalidad estructurada, como hemos visto. A partir del hombre en sí, puede hablarse de una dialéctica.15
Surge como conclusión de lo dicho que la dialéctica de la humanidad, desde un punto de vista científico, también es una hipótesis que hoy comienza a ser una realidad. En efecto, en un principio puede hablarse de las diversas totalidades que, al ir constituyendo los grupos sociales, paulatinamente van formando la humanidad, no como concepto en la cabeza de los pensadores, sino como realidad existente.
La humanidad va teniendo una capacidad de totalización cada vez mayor, pero ello, a la vez que constituye una de sus más ricas posibilidades, supone también uno de los mayores peligros. En efecto, la totalización puede lograrse por la convergencia de las distintas totalidades sociales o por la dominación de un centro único de poder. Esta última posibilidad constituye la dominación imperialista a nivel mundial.
Esto último es lo que no ha sido tenido en cuenta por Teilhard de Chardin, y es lo que hace que su pensamiento, tan rico en las perspectivas que abre para los pueblos que luchan por su liberación, pueda sin embargo ser utilizado por los dominadores. La raíz de ello está situada en dos deficiencias de su pensamiento: la falta de consideración de la especificidad del fenómeno social o, para emplear la terminología teilhardiana, de las leyes que rigen la noosfera, y el pensar a partir del ethos de la burguesía instalada en los centros de dominación, sin cuestionárselo.
Teilhard de Chardin extiende su visión monista a toda la realidad, haciendo ver la continuidad de un mismo proceso, que desde la nada o multiplicidad pura asciende hasta la máxima convergencia del punto omega. En un único proceso de cosmogénesis todo el universo se va espiritualizando o sintetizando, hasta su completa interiorización o unanimización que conforma el pléroma o plenitud final. En este proceso continuo, a través de discontinuidades, la noosfera, o esfera de las realidades humanas, es una prolongación de la biosfera, o sea, de lo biológico.
Preocupado Teilhard de Chardin por la visión del conjunto, no se detuvo a examinar de manera suficiente la especificidad de la noosfera, es decir, de los fenómenos político-sociales. Ello hizo que soslayara el problema de las clases sociales y colocara la contradicción principal entre los progresistas y los retardatarios.
Al respecto, nosotros, como todos los que habitamos los países pertenecientes al Tercer Mundo,16 tenemos una amarga experiencia de lo que puede significar el progresismo. En efecto, bajo el signo del progreso la burguesía inglesa nos penetró. Progreso y civilización, banderas agitadas por la burguesía portuaria y la oligarquía terrateniente para hacer de la Argentina el “granero del mundo”, es decir, la usina productora de la materia prima que la burguesía europea, especialmente la inglesa, necesitaba para seguir impulsando el progreso de la humanidad. De esa manera, en nombre del progreso, quedábamos sólidamente atados al carro del imperio inglés.
Teilhard de Chardin piensa, sin cuestionárselo, desde el ethos de la burguesía de los centros de dominación. En este sentido es heredero de Hegel y de toda la cultura europea, que siempre estuvo en manos de las clases dominantes. En efecto, piensa la evolución como un proceso único cuyo eje está en Europa. Allí se sitúan las avanzadas del espíritu, cuyos rayos van irradiando hacia los pueblos más atrasados. De esa manera, en contra de sus propósitos, el evolucionismo se transforma en una brillante justificación de la dominación imperialista. Como si los viajes espaciales o los adelantos científicos pudiesen justificar las muertes, el hambre y la esclavitud de pueblos enteros.
Desde el Tercer Mundo afirmamos que la totalización de la humanidad debe ser el resultado de la convergencia de las diversas totalidades que van formando los pueblos. De esta manera incluso somos fieles a la intención profunda que anima al evolucionismo teilhardiano. En efecto, Teilhard de Chardin postula un evolucionismo de convergencia, solo que, al ver la punta de dicha convergencia en las naciones europeas, hace que el foco de atracción que ejerce el punto omega se traduzca en la realidad, en el foco de la dominación imperialista. La totalización en curso, liderada por la burguesía imperialista, se realiza por subordinación de países y continente enteros a los centros de poder.
Esto es lo cuestionado por el Tercer Mundo. Los pueblos que lo conforman tienden a romper dicho proceso. Solo con la liberación será posible reiniciar la marcha de la auténtica convergencia, mediante la cual se podrá lograr lo mejor del humanismo que fue capaz de pensar la filosofía, sin sus alienaciones. Pero aquí debemos precavernos de un peligro: el populismo, posición ideológica que condena la lucha de clases como si fuese una teoría apropiada para los países del centro, pero no de la periferia.17