Ricardo Capponi

El amor después del amor


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tribal, luego el tiempo que corresponde a la Grecia antigua y, por último, gran parte del lapso histórico del Imperio Romano de Occidente.

      En la estructura tribal, el individuo está siempre al servicio de la comunidad y de la sociedad. La familia es un ente destinado a maximizar las oportunidades de supervivencia; no hay cabida en ella ni para el amor ni para la intimidad emocional, sólo para la resolución de necesidades prácticas vinculadas a la caza, al cultivo, a la crianza de los niños, a la defensa y a la protección.5

      Los griegos exaltaban la relación espiritual entre dos amantes, la cual sólo consideraban posible en el contexto de relaciones homosexuales, entre hombres adultos y muchachos jóvenes. El deseo carnal, como también el amor heterosexual o la belleza femenina, carecían de significado ético y de importancia espiritual. Para Platón y Aristóteles, las mujeres eran inferiores a los hombres, tanto en cuerpo como en mente. La ley las consideraba mínimamente, y carecían de los derechos propios de los ciudadanos griegos. Las funciones que la mujer desempeñó antes, ahora las realizaban los esclavos. Ya ni siquiera podían ser la compañera que luchaba por la supervivencia. El matrimonio por amor estaba ausente del pensamiento griego; la unión conyugal era un mal necesario, destinado a mantener la descendencia (14).

      Para Nataniel Branden, los romanos, por su parte, tenían una perspectiva cínica del amor. Desde el estoicismo de su cultura, los compromisos pasionales parecían una amenaza para el cumplimiento del deber. Tampoco se casaban por amor. Se acordaban los matrimonios por motivos económicos o políticos, y se circunscribía el papel de la mujer a administrar la casa y criar a los hijos. Pero en esta preocupación por proteger la propiedad y conservarla, la familia adquirió una importancia distinta a la que tuvo en Grecia. La ley romana estipuló en forma escrupulosa la transmisión de la propiedad de una a otra generación. Esta cultura ensalzó la virtud de la virginidad en las mujeres solteras y la fidelidad en las casadas, e incluso se llegó a pedir fidelidad al marido (14).

      En la Roma antigua se respira cierta consideración a la posición de las mujeres. Mejoran su estatus legal, se les otorga mayor libertad e independencia económica y por lo tanto, comienzan a darse los primeros pasos para alcanzar la igualdad en las relaciones de pareja. Los estudios de epitafios romanos y de correspondencia entre maridos y esposas muestran matrimonios duraderos, armoniosos e incluso afectuosos (57). Sin embargo, la relación apasionada que incorpora el amor sexual maduro, como lo concebimos hoy en día, no está aún integrada, y es en ese sentido que Branden plantea que se trata de uniones cínicas, por cuanto el sexo y el amor están disociados.

      En otras culturas, como la mesopotámica del año 1100 a.C., un código indicaba que la esposa podía ser sacrificada por fornicación infiel, pero al esposo le estaba permitido copular fuera del vínculo matrimonial, siempre y cuando no violara la propiedad de otro hombre, es decir, a su esposa. En la India se esperaba que la viuda honesta se arrojara al fuego de la pira funeraria de su esposo. En China, a las niñas de clase alta, al cumplir cuatro años, se les vendaban los dedos de los pies —excepto el pulgar—, para que no huyeran del hogar de su esposo. En Grecia, las niñas de clase alta eran casadas a los 14 años, asegurándose de que hubieran llegado castas al matrimonio. En los pueblos bárbaros que invadieron Roma, las mujeres podían ser compradas y vendidas (46).

      Los índices de divorcio fueron muy bajos durante la mayor parte de nuestro pasado agrícola. En Israel el divorcio era raro. En Grecia se permitía cualquier experimento en el terreno sexual, pero estaba prohibida toda actividad que pusiera en peligro la estabilidad de la vida familiar. El divorcio era poco frecuente. La disolución matrimonial era algo fuera de lo común en la primera época romana, cuando aún su población era agricultora, aumentando su práctica cuando algunas mujeres se volvieron ricas e independientes (14).

      • El tipo de relación de pareja predominante en este período es la monogamia única con infidelidad exclusivamente masculina. La Iglesia castiga estrictamente la infidelidad en la mujer, al considerar que su función esencial es la procreación de hijos, pero de hijos legítimos. Establece que la esposa debe estar sometida a la autoridad del marido, y al ser considerado pecado el sexo no establecido con fines de procreación, la mujer se convierte en temida fuente de deseo.

      En este período, el amor y la pasión son aún conceptos reñidos con el matrimonio. Se trata de sentimientos que el hombre se permite fuera del matrimonio y que las mujeres apenas podían conocer. “Nada más infame que llamar a la esposa como a una amante”, decía san Jerónimo. Para la cultura dominante, el matrimonio nacido de la pasión sensual o romántica generaba expectativas que destruían la felicidad conyugal. Los sentimientos aceptados entre los cónyuges eran de respeto, caridad, protección y servicio. El amor cortesano era un juego lúdico, pero que no llevaba al matrimonio (51).

      La prohibición del concubinato por parte de la Iglesia tuvo en esa época un carácter marcadamente formal. Su principal objetivo era evitar el reparto de la herencia entre los hijos bastardos de ser estos reconocidos, lo cual en muchos casos habría atentado contra la posibilidad de que los bienes fueran donados a la Iglesia. La prostitución era casi una modalidad aceptada, frente a la cual se hacía “vista gorda”. Incluso, en algunos casos, obispos y cardenales aconsejaban administrarla bien (55).

      Esta nueva religión que invadió el Imperio Romano —religión de un profundo ascetismo, una gran hostilidad hacia la sexualidad humana y un gran desprecio por la vida terrenal— llegaría a producir un retroceso en la concepción del vínculo de pareja en relación con lo que se había logrado durante el Imperio Romano. Para la doctrina católica de la época, el amor ideal entre hombres y mujeres es altruista y no sexual. Amor y sexo son polos opuestos: el primero es de Dios; el segundo, del diablo, cuando se da fuera del ámbito conyugal y no ligado a la procreación.

      Taylor, en su difundido libro Historia de la sexualidad, escribe: “La Iglesia medieval está obsesionada con el sexo hasta un grado insoportable. Los temas sexuales dominaban su forma de pensar de un modo que nosotros consideraríamos totalmente patológico (…) El código cristiano se basaba, sencillamente, en la convicción de que había que huir del acto sexual como de la peste, excepto en lo mínimo necesario para prolongar la raza. Aun cuando se llevaba a cabo con este propósito, seguía siendo una lamentable necesidad. Los que podían, eran exhortados a que lo evitaran, aun estando casados. En realidad, lo que se condenaba no era el propio acto sexual, sino el placer que producía, un placer condenable incluso cuando se practicaba el sexo con miras a la procreación” (113).

      Aunque la Iglesia plantea que el matrimonio es un sacramento, en el momento que examinamos sigue siendo una institución esencialmente política y económica. Para la Iglesia, la integración de amor y sexo no era un noble ideal como lo consideramos hoy, sino más bien un vicio. Taylor dice: “porque a los ojos de la Iglesia, que un sacerdote se casara era un crimen mayor al de tener una amante, y tenerla era peor que entregarse a la fornicación con distintas parejas” (113).

      Esta antisexualidad eclesial fue de la mano de un antifeminismo. Las mujeres perdieron los derechos que habían ganado bajo los romanos. Quedaron totalmente sometidas al mandato del esposo, quien las llegó a tratar como esclavas domésticas. Incluso se debatió si tenían alma o no. La mujer debía reconocer al hombre como su señor y obedecerle en todo. Esto se vinculaba, en parte, con el pecado original. La razón era que Eva provocó la caída de Adán, convirtiéndose así en la causa del desastre humano (113).

      En los últimos períodos de la Edad Media, se establece una disociación en la imagen femenina. Se ensalza la imagen de María la Virgen, símbolo de pureza que ayuda a elevar el alma del hombre, opuesta a la prostituta que encarna la Eva tentadora y disoluta. Esta separación entre la prostituta y la virgen, entre la ramera y la madre, sigue dominando incluso hoy la mentalidad masculina machista, donde una es la mujer que se admira y madre de los hijos, y otra es la mujer que se desea y con la cual se tiene sexo.

      Siempre en la Edad Media, las instituciones, las organizaciones, las estructuras gobernantes, se hacen cargo de lo que antes había correspondido a las organizaciones tribales. Se destaca el valor del grupo por sobre el individuo, y en ese sentido