un vínculo marcado por la individualidad. En la constitución del matrimonio son decisivos elementos como la propiedad agraria y la dote. Para conformar esta última, la mujer trabajaba desde niña en el campo, pues sin ella su posibilidad de enlace conyugal era mínima.
En la Edad Media la distinción entre lo público y lo privado era difusa. El Estado era débil y el poder, en manos de los señores feudales, se basaba en la propiedad de la tierra. La unidad social central era la familia ampliada, presidida por el jefe patriarcal. El deber del jefe era establecer alianzas que acrecentaran el patrimonio familiar y, en ese sentido, el matrimonio formaba parte de una estrategia destinada a aumentar la seguridad de la subsistencia, y de preservar e incrementar el patrimonio por medio de los matrimonios y herencias.
El dominio del hombre sobre la mujer, su conducta patriarcal y la autoridad desplegada, se refuerzan por la influencia de la religión católica que, inspirada en el Antiguo Testamento, plantea que la mujer ocupa un lugar secundario, y está destinada a la crianza de los hijos. La legitimidad de su descendencia es un elemento crucial. Lo que, sumado a las razones ya mencionadas, produce una valoración fundamental de la fidelidad femenina y de la virginidad (55).
En las comunidades agrícolas de prácticamente todo el mundo las mujeres están marginadas del poder social. Los sacerdotes, líderes políticos, guerreros, comerciantes, diplomáticos y jefes de familia son siempre hombres. La mujer es súbdita de su padre y de su hermano, luego de su marido y, por último, de su hijo. “Lava el cuerpo del niño al nacer y lava el cuerpo del hombre al morir” (113).
En el sistema feudal, los señores feudales entregaban tierras a los vasallos a cambio de fidelidad y compromiso militar, y esas propiedades pasaban de generación en generación en cada familia. Pero, además de tal concesión, el matrimonio seguía siendo la forma usual en que hombres y mujeres podían obtener o ampliar sus propiedades y asegurarlas para sus herederos (55).
En los pueblos sujetos a la Iglesia Católica existía la posibilidad de anular el matrimonio por causa de adulterio, impotencia, lepra o consanguinidad, con la restricción de que ninguno de los cónyuges podía volver a casarse. Ocurría, sin embargo, que, sin pareja, un agricultor no podía mantenerse apropiadamente, y de ahí que sólo los ricos se permitían el lujo de divorciarse. Y aunque los pueblos celta y germánico sí aceptaban el divorcio y la concertación de un nuevo matrimonio, la tasa de divorcio entre los pastores y agricultores europeos era muy baja (55).
Lo que la naturaleza y la economía ya habían determinado, fue ratificado y santificado por los líderes cristianos. Al considerarse el matrimonio como un sacramento, un mandato emanado directamente de Dios, el divorcio se volvió impensable. Esta situación no va a cambiar hasta la revolución industrial, en que se replantea la estructura de la relación familiar (55).
6. Desde el Renacimiento hasta la Revolución Industrial (Siglo XVI —> Siglo XIX)
• El tipo de relación predominante es la monogamia única con infidelidad habitualmente masculina. El amor cortés cantado por los trovadores medievales, que había ido construyendo una imagen de la mujer como objeto de amor y seducción, también refleja una participación más activa de ella en las relaciones eróticas. En esta época la mujer comienza a recurrir, aunque no con tanta frecuencia como el hombre, a la infidelidad. Como norma, en el imaginario y en la práctica se mantiene más bien la disociación masculina entre una mujer esposa y madre de los hijos, y otra(s) amante(s) sexual(es) y apasionada(s).
El descentramiento de Dios a partir del siglo XVI, y su otra cara, la concepción del hombre como centro del universo, según el modelo de la antigüedad clásica, revalorizaron el placer sensual y permitieron el desarrollo de una sexualidad conyugal en la que lentamente la esposa pudo ir asumiendo funciones físicas y sentimentales antes limitadas a la amante. Ya en el siglo XIX, en el período cultural que se ha denominado Romanticismo, el arte y la literatura muestran el empeño del ser humano por reconciliar el amor, el sexo y el matrimonio, sentando así las bases de lo que será el matrimonio moderno, una vez que la mujer adquiera igualdad de derechos y deberes ante la ley (51).
A partir del siglo XVI, la Iglesia pierde influencia. En su lugar rector se instalan la burguesía y el Estado moderno, cuyo poder encuentra un gran apoyo en el nacimiento de la imprenta, que lleva a la consolidación de los medios de comunicación como instrumento de control social. En el mundo de las relaciones sociales se mantiene el sistema casi patriarcal, aunque sin las características primitivas de la Edad Antigua; y las relaciones conyugales y familiares siguen estando dominadas, controladas y reguladas por el hombre.
A lo largo de este período, el afecto y la atracción comienzan a ser motivos de elección de pareja. Esto le otorga un nuevo poder a la mujer, cuyas cualidades físicas le dan acceso a espacios y relaciones que antes le estaban vedados. Si bien no cambia su relación con el ámbito público, el hecho de que la familia burguesa se convierta en lo que nunca antes había sido —un refugio del exterior; un espacio afectivo de protección de la infancia, en el cual el bienestar de los hijos y el afecto entre los cónyuges pasan a ser objetivos centrales y llevan a que la casa deje de ser un lugar público—, da valor a las tareas que la mujer desempeña en relación con el hogar: el cuidado y protección de su intimidad, así como su dedicación a los hijos, en una relación personalizada. Todo esto reforzado porque proviene del reconocimiento de la importancia de la educación, influencia de la cultura científica que nace a partir del siglo XVI.
Durante esta época, la gravitancia de la Iglesia Católica en las costumbres, tanto en los sectores reformados como en los contrarreformados, sigue siendo muy importante. No obstante, el concubinato informal, que podía ser privilegio de algunos señores feudales y otros nobles en épocas anteriores, se va extendiendo hacia sectores de la nueva burguesía con poder económico. Con cierta frecuencia, los hombres mantienen relaciones paralelas a su matrimonio con mujeres que se permiten un despliegue más libre de la sexualidad. Esta situación, sumada al control económico en el grupo familiar, conduce a que, por parte del hombre, se haga menos necesaria la separación. Para la mujer, aunque la disolución del vínculo pudiera ser deseada, es inviable, dada su completa dependencia económica respecto del marido, lo cual se traduce en bajas tasas de divorcio en el matrimonio burgués de este período (51).
7. Desde la Revolución Industrial hasta comienzos del siglo XX
• El tipo de relación de pareja predominante es la monogamia única y doble con infidelidad masculina. La independización del Estado respecto de la Iglesia y el fortalecimiento de un mundo laico que no sigue los preceptos religiosos, sumado a la creación de la pareja por asociación voluntaria de un hombre y una mujer —donde el amor pasa a ocupar un lugar central—, permiten concebir la convivencia como un proyecto cuyos objetivos no serán únicamente la procreación ni la obtención de bienes, sino también la recreación de un mundo afectivo estable y atractivo. Si estos objetivos se pierden, las parejas empiezan a separarse y a contraer un segundo vínculo, aunque es muy poco habitual la monogamia en serie, como la de los tiempos primitivos.
Un factor que facilita la posibilidad de la disolución del matrimonio es el ingreso de la mujer al mundo del trabajo, lo cual le da mayor libertad. Al mismo tiempo, y aunque en menor proporción que el hombre, también participa del adulterio y de la infidelidad. En este período aún no le están reconocidos sus derechos civiles.
Comienza a hacerse realidad el proyecto del matrimonio basado en el amor. Las parejas se buscan y se comprometen en torno a un proyecto centrado en la construcción de una familia y el desarrollo de una relación amorosa. Todavía hay mucha inhibición en cuanto a la sexualidad por parte de la mujer y persiste la tendencia disociativa en el hombre, que lo lleva a vivir relaciones dobles.
El Romanticismo constituye una influencia decisiva en la cultura occidental. Su aporte posibilitó el cambio desde una preocupación por el hombre como parte de un grupo y al servicio de las instituciones, especialmente de la Iglesia y posteriormente de aquellas construidas por la burguesía, a una preocupación por el sujeto como individuo. Posiblemente, con el Romanticismo comienza la era individualista, que considera a la persona como ser único y un fin en sí misma, agente libre que escoge el rumbo de su vida. Esto va de la mano de