que acepta fondos de inversionistas externos, pero que hasta el día de hoy permanece bajo el control directo de la familia (Musacchio, 2009; Aldrighi y Postali 2010).
Aunque a partir de la década de 1890, las instituciones financieras formales respaldaron a firmas industriales, de infraestructura y financieras muy grandes, la mayoría de las empresas brasileñas siguieron siendo pequeñas. El censo industrial de 1920 muestra que la inmensa mayoría era de un solo propietario y contaba con una capitalización modesta. En 1912, el valor promedio de las nueve mil empresas industriales brasileñas era de unos 50 contos (alrededor de usd$16000), pero la mediana era de alrededor de un conto (usd$320). Estas empresas pequeñas eran mayoritariamente de un solo propietario y estaban ubicadas fuera del dinámico sudeste (Cano, 1977).
La persistencia de la pequeña empresa familiar guardaba relación con el subdesarrollo de los mercados de capital, lo que funcionaba mejor para las grandes empresas, pero que muy probablemente también se debía a las cuestiones subyacentes de los derechos de propiedad. Por ejemplo, las reformas bancarias y financieras no bastaron para generar una robusta banca capaz de extender un crédito de largo plazo a las empresas, y las reformas reguladoras tampoco abordaron el problema de la indivisibilidad de los activos en el caso de las quiebras y de la herencia (Triner, 2015). Es más, el Gobierno brasileño se preocupaba más por el sector internacional que el doméstico, prefiriendo proteger al primero a costa del segundo. La industria era atacada y castigada en los debates arancelarios, lo que hace que su supervivencia y expansión en el periodo que se extiende hasta 1930 resulte más impresionante. La formación de empresas domésticas en la región sudoriental del país estuvo sustentada por el dinamismo económico del crecimiento demográfico a través de la inmigración, por el respaldo artificial prestado a la riqueza cafetalera mediante la compra de stocks no vendidos para apuntalar los precios internacionales y por el crecimiento de los centros urbanos (Dean, 1969).
Sin embargo, esta dinámica de la-agricultura-genera-la-industria no fue algo universal en todo el Brasil. Su región noreste, el centro tradicional de la producción azucarera, tuvo dificultades para encontrar la relevancia y la prosperidad en esta era del auge cafetalero. En el noreste azucarero se hallaban algunos de los asentamientos urbanos más antiguos del Brasil, pero estos no desempeñaron el papel de contrapunto o socio dinámico del sector rural, como sí lo hicieron las ciudades del sudeste. La economía producía algodón, lo que estimuló algo de inversión en la industria textil, pero no había nada como el boom cafetalero que atrajera nueva población a la región (Luna y Klein, 2014). Hacía tiempo que esta había vendido sus esclavos a los agricultores del sur mediante el comercio interno, y se opuso a que el estado auspiciara el subsidio de los trabajadores inmigrantes a los cuales no podía atraer. Los del nordeste lograron bloquear el respaldo nacional al plan de apoyo al precio del café de 1906, el cual terminó siendo financiado por los estados del sur, que entendieron el poder que tenían para sostener sus niveles de ingreso y, por ende, su poder de consumo. Los booms periódicos en tabaco y cacao financiaron una modesta mejora en instalaciones portuarias e infraestructura urbana, pero el desarrollo industrial fue modesto. Agréguese a esto una sequía recurrente y tenemos la receta para unas relaciones sociales arcaicas y altos niveles de pobreza. Durante la Segunda Guerra Mundial, cuando Estados Unidos pidió a Brasil que incrementara su producción de goma para paliar las escaseces provocadas por el conflicto, los productores se volvieron a los pobres y desempleados del nordeste en busca de trabajadores (Garfield, 2013). Y durante la posguerra, cuando la industrialización despegó en la región del sudeste, la promesa del empleo urbano e industrial generó una masiva emigración de norte a sur.
2.3 Industrialización impulsada por el Estado, 1930-1990
La crisis de la Gran Depresión sacudió la economía brasileña en su totalidad. El programa de apoyo al precio del café financiado mediante deuda, era insostenible en el nuevo mundo del comercio internacional colapsado. Una característica del federalismo político entre 1889 y 1930 fue que el gobierno nacional estuvo en manos de los representantes de los estados cultivadores de café, a cambio de que no se entrometieran en los asuntos de los demás estados. Este arreglo, al que se conoció como la “política de los gobernadores” o la alianza del “café con leche”, también dio a los estados el derecho a gravar sus exportaciones, lo que benefició a los exportadores de café en auge, en tanto que redobló la desigualdad regional que fue surgiendo en el transcurso del siglo XIX entre el sur y el norte y el noreste. El golpe político de 1889 se debió al deseo de realinear el poder político —fundamentalmente en manos de los intereses azucareros del noreste, que hacía tiempo habían perdido la primacía política— con el creciente poder económico de la economía cafetalera. Estos últimos intereses dominarían la presidencia durante los siguientes cuarenta años, dejando a los gobernadores y mediadores políticos de los estados más pobres, libres para que gobernaran como les placiera a cambio de su apoyo al llegar la hora de las elecciones. En 1930, cuando la maquinaria política le entregó la presidencia a otro barón del café, un nuevo y carismático líder de un estado no cafetalero derribó a la república con un golpe de Estado y asumió el mando con el apoyo de los militares. Este hombre era Getúlio Vargas, quien hizo que el Brasil emprendiera el rumbo de las políticas económicas domésticas de intervención estatal y proteccionismo, las que en líneas generales caracterizarían el desarrollo empresarial y económico del país hasta la década de 1980 (Luna y Klein, 2014).
Vargas resultó ser un dictador centralizador y autoritario que gobernó mediante la censura, la contención y la represión, pero también fue un nacionalista económico que abrió las puertas y promovió un desarrollismo auspiciado por el Estado. Buscó revitalizar la región azucarera del noreste promoviendo el estudio de usos alternativos del azúcar, entre ellos el del etanol; atrajo la inversión extranjera a diversos sectores industriales y cortejó a los trabajadores para promover el desarrollo económico con “paz social”. Vargas no desafió directamente el poder de la oligarquía terrateniente, más bien, construyó su base de apoyo a partir de intereses urbanos, obreros e industriales.
Esta fue la era del desenvolvimentismo o desarrollismo. A partir de un repudio a la economía liberal del laissez-faire, que defendía la especialización y el comercio internacionales como la fuente de la riqueza de las naciones, instauró un tipo de nacionalismo económico que descansaba sobre la intensificación de la participación estatal en la economía. En los años treinta tuvo una cualidad ad hoc, al igual que en el resto del mundo, al ser una respuesta a la dramática crisis económica. Las constituciones de Vargas de 1934 y 1937 restringieron el derecho de los extranjeros a poseer o explotar los recursos naturales brasileños, y sus políticas dejaron de defender los intereses extranjeros a costa de la exclusión de los nacionales. La industrialización por sustitución de importaciones (ISI) brindó un importante estímulo a la producción doméstica y fue promovida y protegida mediante aranceles y subsidios. Pero con el paso del tiempo, el desarrollismo se fue convirtiendo en una serie proactiva de políticas que buscaban identificar oportunidades de inversión estratégicas (procesos paralelos se vieron en otros países de América Latina, ver capítulos sobre Argentina, Chile, Colombia, México y Perú en este volumen).
Un paso importante para la alteración de la senda del desarrollo empresarial y económico brasileño fue el trabajo realizado por la Misión Conjunta Brasil-Estados Unidos (1950-1952), formada para estudiar las necesidades de desarrollo de la economía brasileña después de la Segunda Guerra Mundial. Uno de sus hallazgos fue la insuficiencia del ahorro doméstico o de los flujos de entrada del capital extranjero para financiar el desarrollo empresarial y económico del país (Baer y Villela, 1980). El financiamiento estaba, una vez más, en el centro de los problemas del desarrollo empresarial brasileño. La deficiencia de su sistema financiero significaba que las empresas, entre ellas algunas de importancia estratégica como la minería, dependían de fuentes de financiamiento privado, lo que hacía que mantuvieran un tamaño relativamente pequeño. El beneficio potencial que la economía brasileña derivaría de algunos sectores como la exploración minera era inmenso, pero no había forma de que las empresas privadas captaran dichas externalidades, con lo cual no había incentivo alguno para incrementar la capacidad y satisfacer así las necesidades del Estado (Triner, 2015). Este desequilibrio entre las metas públicas y la capacidad privada produjo dos cambios importantes: la creación de un banco de desarrollo estatal y la inversión estatal