Xavier Musquera

El secreto del pergamino


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como el de una tumba. Realmente se sorprendió de que una licencia municipal hubiese permitido abrir aquella tienda de los horrores. Recorrió el estrecho corredor con estantes a rebosar y empezó a leer los títulos que se amontonaban sin dejar un solo espacio libre.

      Las bombillas amarillentas y sucias del sótano todavía permitían una buena lectura. Encontró un par de obras que, por su aspecto, aparentaban ser de hacía muchos años. Abrió con cuidado las primeras páginas que se pegaban unas a otras, buscando la fecha de publicación. A pie de página encontró la fecha, 1894. El título prometía: Secretos del Temple, el autor, marqués Larroche de Saint-Martin. Daba la impresión de un seudónimo, pero bien podría tratarse de su verdadero nombre. La otra obra, poseía igualmente la encuadernación de piel muy desgastada por el paso de los años y la humedad reinante. Los Soldados de Cristo, era su título. Ambas ediciones contenían grabados antiguos que podían echar algo de luz a sus investigaciones.

      Mientras la joven hojeaba un tercer volumen, oyó como el propietario bajaba a la lúgubre estancia en la que el tiempo parecía haberse detenido. Se acercó a ella, situándose bajo la luz de una de las bombillas en la que se encontraba Corinne hojeando.

      —¿Puedo ayudarla, señorita? —preguntó el hombre luciendo de nuevo aquella sonrisa a lo Bugs Bunny.

      La joven le entregó los volúmenes, solicitando su asesoramiento. El hombrecillo miró con ojos de experto algunas hojas, pasó páginas y observó uno de los grabados. Levantó sus pequeños ojos hacia la joven por encima de sus gruesas gafas y con un gesto de su boca que ella no supo si se trataba de una mueca o de una sonrisa la miró detenidamente. Corinne se dio cuenta de cómo su mirada se dirigía hacia su pecho que asomaba por entre el abierto chaquetón. Lo cerró prontamente y mirándole directamente, preguntó su precio.

      —Bueno… —carraspeó el hombre— se trata de piezas exclusivas… que difícilmente podrá encontrar en otra parte… son 50€ cada uno —la joven tuvo un sobresalto, su precio sobrepasaba con mucho sus posibilidades. Pero no quería dejar escapar aquella oportunidad.

      —¿Puedo dejarle una cantidad a cuenta y venir a recogerlos otro día?

      —No tengo inconveniente señorita, pero entretanto si aparece otro comprador… comprenda que… —el hombre se interrumpió.

      Corinne se reclinó en la alta estantería de forma sugestiva y dejando de nuevo que se abriese su chaqueta le obsequió con una amplia sonrisa.

      —¿Y si me los llevase ahora… no podría usted rebajar el precio? Los estudiantes no vamos muy sobrados… sabe…

      El hombre volvió a carraspear de nuevo y pasando el índice por el cuello de su camisa de dudosa blancura la contempló de nuevo aceptando finalmente su proposición.

      —Bueno… por ésta vez haré una excepción, por 110 euros puede usted llevarse los tres. Tenga presente que no gano nada con ello, es un regalo.

      Ascendió por la escalera de caracol, atravesó el local y oyendo como la campanilla sonaba de nuevo, respiró profundamente el aire fresco de la calle. Su encanto y su sonrisa habían surtido efecto. Estaba segura de que aquellos mohosos volúmenes sacarían a la luz algunas respuestas a tantas preguntas.

      ***

      El agua templada se derramó sobre ella, tonificante y reparadora. Contrariamente a la mayoría de las personas, su ducha diaria la efectuaba por la noche, lo que le permitía acostarse limpia y relajada. No llegaba a comprender cómo la inmensa mayoría, tal vez sin pensar en ello o por mero hábito, lo hacía por la mañana. Si pensara un poco, se daría cuenta de que iban a acostarse con toda aquella suciedad que habían acumulado durante la jornada, y que no siempre era únicamente física.

      Extendió la mano para tomar el champú. Fue entonces cuando oyó el ruido. Se quedó rígida, sorprendida. Irguió la cabeza, agudizando el oído. Era como el chasquido que produce la madera a veces al dilatarse.

      Se encogió de hombros, abriendo el frasco de plástico para derramar el gel sobre sus cabellos empapados. Antes de llevarse el frasco sobre su cabeza, volvió a sorprenderal de nuevo. Esta vez como metálico. Empezó a inquietarse. No, no había dejado ningún interruptor encendido al dirigirse al baño. A veces ciertos interruptores hacían ruido al desplazarse la placa de contacto si no se habían pulsado correctamente. Posiblemente se trataba de alguna cerradura que también sufría en ocasiones fenómenos parecidos. Pero en esta ocasión, el sonido le pareció diferente. Más seco y más sonoro también. Se estremeció de temor. Cogió la toalla y se envolvió en ella. De puntillas, se acercó hasta la puerta y sacó su cabeza lentamente por ella. La luz de la calle iluminaba parte de la salita. Las únicas sombras que distinguía eran las que proyectaban los escasos muebles. Con el corazón en un puño se deslizó hasta la chimenea para coger el atizador. Poco a poco fue acercándose hasta la cocina, apretando fuertemente la herramienta en su mano. Su otra mano palpó el guarnecido de la puerta y muy lentamente fue en búsqueda del interruptor.

      Encendió la luz levantando el atizador. Tuvo un fuerte sobresalto cuando la gata de la señora Martens lanzó un bufido, saltando por encima del plato del cuál estaba comiendo unos restos y salió por la estrecha rendija de la ventana corredera. Había olvidado por completo que aquella mañana mientras preparaba el desayuno, las tostadas se habían convertido en una especie de carbón vegetal, obligándola a abrir la ventana para que durante la jornada pudiera disiparse aquel horrendo olor a quemado.

      La anécdota no hubiera tenido mayor importancia si hubiese sucedido tiempo atrás. Pero la tensión y la angustia de hacía unos instantes demostraban a las claras que las circunstancias habían cambiado. Ahora era consciente de que sus nervios estaban a flor de piel y cualquier detalle, hecho o situación anómala, podían provocarle un ataque de histeria o de pánico.

      Puesto que se encontraba en la cocina, aprovechó para prepararse un «croque-monsieur», rezando para que la tostadora no hiciera nuevamente de las suyas. Cerró la corredera y fue hacia el baño para cambiarse. El queso emmental despedía un olor agradable anunciando que el bocadillo ya estaba listo.

      Media hora después, se encontraba en la cama hojeando los volúmenes adquiridos en Osiris. Página tras página, fue leyendo en diagonal, intentando detenerse en aquellos párrafos que consideraba más interesantes. Ante sus ojos desfilaban reproducciones de grabados que representaban a caballeros, Maestres, alguna que otra escena de heroísmo, la toma de la ciudad de Jerusalén y ermitas e iglesias.

      Algunos dibujos ofrecían con toda riqueza de detalles, construcciones de castillos y puentes. Otros, reproducían escudos, citaban ilustres apellidos y finalmente, cuando llevaba ya vistos más de dos tercios del grueso volumen, apareció el grabado de una iglesia que, según el texto, era especial para la Orden. Un excelente dibujo a la pluma representaba dicha iglesia y otro dibujo completaba la doble página. Se trataba de la planta, el plano en el que se basaba su construcción. Un octógono. Ocho caras. En definitiva, un ocho.

      Al instante recordó que la palabra que tanto se hizo rogar en su parición estaba formada precisamente por 8 letras. ¿Pura casualidad? ¿Estaría todo relacionado? Aquella noche tomó un somnífero. Sabía que su mente volvería de nuevo a buscar respuestas y a interrogarse sobre nuevas cuestiones. No podía evitarlo, era algo inherente en ella y en su forma de ser. Eso formaba parte de su carácter y, en definitiva, lo que le confería su acusada personalidad.

      EPISODIO 6

      APARECE EL TEMPLE

      Aquellos meses transcurridos desde el descubrimiento del pergamino habían cambiado las cosas. No era solamente el hecho de que lo nuevo y diferente siempre atrae, sino que acrecentaba una de las propiedades principales del ser humano: la curiosidad por saber. Eran muy conscientes que todo aquel embrollo no podía alejarles de sus obligaciones, pero, como un imán que atrae las limaduras de hierro, el documento era una llamada obsesiva, persistente que, casi sin darse cuenta, imperceptiblemente, se estaba convirtiendo en una incesante búsqueda, que empezaba a rayar lo enfermizo.

      Aparentemente, esas primeras piezas del rompecabezas iban encajando, y ello les sumergía cada vez más