Rosa Castilla Díaz-Maroto

El despertar de Volvoreta


Скачать книгу

      —¿Te gusta? Es el perfume que me regaló Andrea por mi cumpleaños, es de Chanel.

      —Sí que me gusta. Entremos, te vas a quedar helado.

      —Ya lo creo.

      Transcurridos algunos minutos, un camarero nos acompaña a una mesa que ha quedado vacía de cuatro comensales. El restaurante está a tope. Me quito la cazadora mientras llegamos a ella. Carlos retira la silla para que me siente mientras dejo la cazadora en la silla de al lado. Veo como se desabrocha la americana y la acomoda en la silla que queda vacía.

      Al tenerle delante se agolpan en mi mente un montón de razones por las que deberíamos volver. Me da miedo que él no sienta lo mismo, que sus sentimientos hayan cambiado. Quizá esté enamorado de otra persona, alguien menos complicada y con las cosas más claras.

      Nos miramos, nos observamos en silencio mientras el camarero retira los dos servicios sobrantes. ¡Qué pesado! Los dos estamos deseosos de que se marche, pero aún falta por traer la carta, la trae un compañero suyo.

      —Aquí tienen la carta.

      Nos entrega una a cada uno.

      Por fin un momento a solas, aprovecho para esconderme tras la carta. Su mirada es tan embaucadora… que después de haber hablado con Andrea de él, se me antoja inquietante.

      —Vamos Marian, no me escondas tus ojos. No me prives de ellos.

      Le miro por encima de la carta, esta vez lo que oculto con ella es una sonrisa tímida.

      —Hace tiempo que no nos vemos y hablamos. Lo echo de menos.

      Cierro la carta y la poso sobre la mesa.

      —¡Será porque tú no quieres! —digo bajando la mirada a mis manos que están sobre la mesa.

      —Yo siempre estoy dispuesto a ello —dice serio.

      Levanto la mirada.

      Me muerdo las ganas de decir muchas cosas, cosas que me dan miedo expresar… sí, me brotan los sentimientos a una velocidad que… al tenerle tan cerca…

      —¿Qué piensas, Marian? Créeme, te noto rara.

      Le miro… pero no me salen las palabras.

      —¿Hay algo que me quieras contar?

      Miro a un lado, perdiendo la mirada al fondo del restaurante.

      No, no puedo, se me agolpan los sentimientos y pesan tanto…

      —Tengo hambre —le digo volviéndole a mirar.

      —Tienes hambre… lo que tienes es algo dando muuuchas vueltas en esa preciosa cabecita. ¿De verdad no tienes nada que contarme?

      —En otro momento —le digo con cierto tono de indiferencia, no quiero que continúe indagando.

      —¡Ah, vaya! ¿No me lo vas a contar? —me mira con gesto desafiante.

      —Ya te lo contaré en otro momento. Comamos porfa —pongo cara de buena, no quiero que se enfade conmigo.

      —Está bien. Pidamos la comida.

      Durante la comida, Carlos intenta hacer alusión a nosotros dos como pareja. A medida que hablamos de todo un poco, me doy cuenta de que quiere llegar… a donde quiere llegar. A saber si estoy preparada para ello, si quiero retomar lo nuestro. Pero no sé cómo ni por qué me vuelvo fría y distante; arrebatándole la oportunidad de seguir indagando. Creo que no es el momento, ni el sitio, ni el lugar para hablar de algo que nos ha fracturado (por decirlo de alguna manera) como pareja. Sé que ha sabido interpretar mi reacción. Ha sido inteligente, ha cambiado rápidamente de sintonía y se ha dedicado a hacerme reír con sus típicas ocurrencias. La sobremesa ha sido lo mejor, recordando días inolvidables de acampada con la pandilla.

      Después de pasar un rato encantador con Carlos comiendo y hablando también de sus nuevos proyectos y de mis supuestos proyectos que se supone, algún día se harán realidad… regreso a casa y me dedico a hacer magdalenas con pepitas de chocolate que tanto le gustan a Andrea. Entre tanto: pensamiento va pensamiento viene.

      Son las nueve menos cuarto de la mañana del jueves.

      Hoy puede que reciba el correo que con tanta ansiedad estoy esperando. Andrea ya me ha avisado de que no me haga muchas ilusiones. “¡Espero que sea hoy!, me digo a mí misma”. Me preparo el desayuno; como de costumbre, Andrea sigue dormida. Suspiro mirando al techo de la cocina esperando que una luz divina por fin me ilumine. Enciendo el portátil y miro mi correo, sin ninguna novedad; todavía es temprano... más entrada la mañana quizá lo reciba.

      Me tomo un buen baño caliente de espuma, necesito distenderme. Pongo música relajante, sonidos de lluvia, de mar, de viento…

      Me quedo como nueva.

      Después de secarme con el albornoz, me pongo un chándal y me dirijo al salón. Allí está Andrea en pijama; con el pelo alborotado y una sonrisa en los labios. Está tomándose un tazón de cereales.

      —¿Hay noticias? —me pregunta con curiosidad.

      —Que yo sepa no. Tengo que mirar mi correo. A propósito ¿qué hora es?

      —Las diez y cuarto.

      Abro de nuevo mi correo. Parpadeo varias veces antes de soltar un grito de alegría. Me tapo seguidamente la boca con las manos para ahogar un nuevo grito. Andrea abre los ojos como platos y me mira atónita

      —¡No me puedo creer que te hayan seleccionado! —dice entusiasmada.

      Leo en voz alta el contenido del correo que dice así:

       Carson Project Spain:

       Departamento de RRHH.

       Srta. Álvarez Martín.

       Tenemos el placer de comunicarle que ha sido Vd. preseleccionada para una nueva entrevista en las dependencias de nuestra compañía.

       Rogamos preséntese el próximo día 3 de diciembre a las 9.30 horas, en Recursos Humanos.

       Esperamos su asistencia.

      

       Gracias.

      —¡Dios! ¡Es fantástico! —dice Andrea con una gran sonrisa—. Corre hacia mí y nos abrazamos con fuerza. Sabe lo que esto significa para mí.

      —¡Madre mía, Andrea! ¡No me lo puedo creer! No quiero hacerme muchas ilusiones… pero… no puedo evitar hacérmelas.

      Nos separamos y nos miramos a los ojos unos instantes. Finalmente:

      —Amiga. Esta puede ser tu oportunidad. ¡Ánimo!

      —Gracias, Andrea.

      La miro con alegría mientras un torrente de ilusiones empieza a desplegarse en mi cabeza.

      —¡Eh! Conozco esa mirada. No se te ocurra hacerte más ilusiones que las justas. Luego no quiero tener que aguantar tus llantos.

      —Pero bueno, ¿desde cuándo has tenido que aguantar tú mis llantos? Sabes que yo no lloro y menos por algo así. Se trata de otra cosa.

      —Cierto. Eres dura como el granito —dice convencida—. ¿Entonces de que se trata? —pone cara de pícara.

      —Es solo que… —intento reprimir una sonrisa emocionada al decirle a mi amiga— Carlos... ha intentado hablar conmigo para volver, ya sabes… se ha insinuado —aparto la mirada de mi amiga para perderla a un lado—, me ha dejado caer que va siendo hora de plantearnos si continuar lo nuestro y…

      —¿Qué le has dicho? —centra toda su atención en mí, está deseando oír, lo que las dos sabemos que quiere oír.

      —En