Rosa Castilla Díaz-Maroto

El despertar de Volvoreta


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escúchame —le digo intentando captar toda su atención—. No era el lugar ni el momento indicado para hacerlo. Estábamos en el Vips. Había un ajetreo increíble en el restaurante. Hubiese sido diferente… si hubiéramos estado en un lugar más tranquilo, donde la conversación se pudiera llevar sin problemas. Pero no era este el caso. Es un tema delicado para los dos, y lo sabes.

      —Lo entiendo —dice asintiendo con la cabeza—. El caso es que estés receptiva.

      —Creo estarlo. Pero… me asusta… —digo pensativa— me asusta… descubrir nuevos sentimientos. De todos modos un año es mucho tiempo sin sentir y suficiente para que los dos nos hayamos enfriado. Quizá no vuelva a ser lo mismo.

      —¿Tú crees? —dice volviendo a poner cara de pícara—. Vosotros no os dais cuenta. Os vengo observando a los dos desde hace tiempo. Desde que dejamos la universidad. Para vosotros es crucial esa fecha, es el disparo de salida para continuar lo que dejasteis. He visto como le miras. Hay mucho en ti y tienes que dejarlo salir. Él… estoy segura de que quiere quemar hasta el último cartucho para tenerte.

      —Andrea, no le demos más vueltas al asunto. El tiempo nos lo dirá.

      Mi querida amiga parece desesperarse.

      Se queda un instante pensativa.

      —Tienes razón. ¡Pero que lo diga pronto, que a mí me va a dar algo con tanta incertidumbre! —me dice agarrándome por los hombros y zarandeándome.

      ¡Qué pesada!

      CAPÍTULO 3

      Ya es el día.

      El tan deseado 3 de diciembre.

      El despertador es despiadado, como siempre, pero se lo perdono, la ocasión lo merece. Esta vez no ha hecho falta que Andrea me preste la ropa para la entrevista ya que me he comprado, a muy buen precio, un bonito traje pantalón de color gris medio y una camisa blanca con rayas moradas. Me sienta como un guante. Estoy supernerviosa, más que cuando fui a la primera entrevista. Me monto en el coche de mi amiga —me lo ha vuelto a prestar—, y me dirijo a la tan deseada entrevista. El tráfico es algo menos denso que de costumbre y vuelvo a llegar con tiempo de sobra.

      Entro en el edificio y me dirijo a la primera planta, donde está Recursos Humanos. Al entrar en la sala de espera, la señora que estaba el otro día tras el mostrador me mira por encima de las gafas. Seguidamente coge el auricular del teléfono y se comunica con alguien al otro lado de este.

      —¿Señorita Álvarez? —me pregunta mientras me mira con las gafas esta vez en la mano. No me ha dado ni siquiera tiempo a sentarme a esperar.

      Me acerco sorprendida al mostrador. No hay nadie esperando en la sala.

      —La esperan. Última puerta del pasillo.

      —Muchas gracias —contesto con un ligero sentimiento de recelo.

      Soplo, soltando todo el aire que retengo dentro de los pulmones. Estoy nerviosísima, no sé como voy a poder controlar los nervios. Respiro profundamente y vuelvo a soltar el aire mientras avanzo por el pasillo. Me coloco bien el traje antes de traspasar la puerta que me separa de mi entrevistador. Golpeo suavemente con los nudillos en ella.

      —¡Adelante!

      Espero que esta vez la entrevista no sea tan fría como la anterior.

      Respiro hondo mientras me deseo suerte.

      Abro la puerta.

      —¡Buenos días! —digo mientras esbozo una tímida sonrisa.

      —¡Buenos días, señorita Álvarez!, al final va a tener usted suerte, siéntese por favor —me recibe con gesto arrogante y desconfiado.

      Me siento en la única silla que hay disponible frente a mi duro e implacable entrevistador. Trato de tragar saliva. Me mira por encima de sus gafas. Sus ojos se clavan como dardos en los míos como si quisiera descubrir en qué estoy pensando. Un escalofrío me recorre la espalda, tengo las manos heladas y no soy capaz ni de pestañear. La tensión se puede cortar con un cuchillo. No sé cómo puedo mantener el temple. Me mira con mucha atención.

      Desde el minuto uno… haciendo presión.

      —El puesto que queremos cubrir, señorita, es más importante de lo que usted pueda llegar a imaginar —su arranque me desconcierta—. Se necesita tener mucha personalidad, ganas de trabajar, espíritu de sacrificio y un conjunto extenso de cualidades que me extraña que alguien tan joven como usted, pueda reunir.

      Yo le miro sin mostrar atisbo alguno de mis emociones, seria y sin apenas pestañear; de todos modos no podría.

      —Me gustan los retos —me atrevo a decir—. No me asusta trabajar, mejorar e incluso, si es necesario, multiplicarme —los ojos se me abren como platos, no me puedo creer que todas esas palabras estén saliendo de mi boca sin control.

      —Bien señorita. Parece que está dispuesta a trabajar duro.

      —Por supuesto —contesto tajante, sin dejar de asombrarme a mí misma.

      Con gesto serio e impenetrable coge el auricular del teléfono y aprieta un botón; enseguida le contestan.

      —¡Pase por mi despacho, la señorita Álvarez ha terminado conmigo! —vuelve a mirarme como si se sintiera satisfecho de sí mismo.

      —Ya he terminado con usted.

      Me quedo sorprendida: ¡¡Ya!! ¿Ya está todo? ¿Ya acabó la entrevista? El desconcierto se apodera de mí.

      —Le doy mi visto bueno para que la secretaria del señor Carson se entreviste con usted. Tendrá que ir con ella a otro despacho, señorita Álvarez. Espero que se cumplan sus perspectivas. Aproveche bien esta oportunidad.

      ¿Cómo? ¿Qué? No entiendo nada.

      —Veo que se ha quedado usted… —dice con gesto pensativo— digámoslo así… ¿Perdida? —se quita las gafas y me mira con detenimiento mientras se recuesta en su asiento—. No se preocupe, esto no se ha acabado aquí. Tiene usted la oportunidad de convencer a la persona que en estos momentos se dirige hacia aquí, de que merece el puesto que se le ofrece.

      Antes de que pueda reaccionar… llaman a la puerta.

      —¡Pase, por favor! —dice mi entrevistador.

      —¡Buenos días, señor Ibarra! —una voz femenina se escucha a mi espalda.

      —¿Señorita Álvarez? —se coloca junto a la mesa del despacho, frente a mí y me extiende la mano para que se la estreche—. Me llamo Isabel Gómez. —Me doy cuenta de que mis manos están empapadas en sudor, los nervios me están jugando una mala pasada; me seco con disimulo la mano en el pantalón y se la estrecho.

      —Señora Gómez. Le doy el visto bueno para que entreviste a esta joven.

      —Bien, —dice esta con una amplia y cálida sonrisa—. Espero que el señor Ibarra no le haya intimidado. Es un hombre implacable, capaz de sacar lo mejor y lo peor de los candidatos.

      El señor Ibarra sonríe complacido. Parece que le encanta hacer sufrir al personal. ¡Será tirano...!

      —No me he sentido intimidada —le digo tratando de autoconvencerme. ¡¡Vaya que no!!

      —Por favor, acompáñeme señorita Álvarez; tenemos que continuar.

      —Señorita, encantado de haberla conocido —el señor Ibarra se levanta, extiende su mano para que se la estreche y así lo hago.

      Me levanto y acompaño a la señora Gómez.

      Salimos al pasillo. Me conduce a través de otra puerta y otro pasillo aún más largo. Llegamos a los ascensores internos del edificio, supuestamente solo utilizados por trabajadores autorizados puesto que ella abre la puerta de este con una llave especial. Me hace un gesto con la mano para que entre en él. Estoy hecha un flan. “¿Qué será lo que me espera?”, me pregunto.