Rosa Castilla Díaz-Maroto

El despertar de Volvoreta


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—hago una mueca.

      Le cuento todo con pelos y señales, le enseño los contratos y la Visa. Se queda flipada cuando le digo que voy a disponer de un coche y que además me pagarán la gasolina.

      —El viernes me traen el coche para que pueda ir el lunes a mi nuevo puesto de trabajo. ¿Qué te parece? —reboso entusiasmo.

      —¡Madre mía! Ha merecido la pena la espera y el sueldo… no está mal. Espero que no te exploten como a esos altos ejecutivos que se ven en las películas —dice con tono rimbombante—. He de reconocer que es una oportunidad estupenda, esperemos que no te pases mucho tiempo viajando, te echaría mucho de menos —hace pucheritos—, y… también Carlos.

      Qué alivio, temía que no me diera el visto bueno.

      —El viernes por la noche lo celebraremos por todo lo alto —dice mi amiga muy animada—. Carlos se va a alegrar por ti. Lo deseaba tanto como tú.

      —Siempre me ha apoyado y me ha dado ánimo. Decía que no había que perder la ilusión. Es normal que pensemos que la carrera que estudiamos es la que más nos conviene y la que debemos ejercer. No resulta fácil encontrar el puesto que deseamos cuando acabamos la carrera. Hay veces que tenemos que comenzar por otros para acabar ejerciendo el que realmente queríamos, el que tantos años de sacrificio nos ha llevado. Pero es lo que hay.

      —Tienes razón. Hay veces que hay que dar un buen rodeo para llegar a donde queremos llegar. Nada es fácil, amiga. Pero mira por donde… muy alejada no te has quedado.

      —Ya lo creo. Tengo que aprovechar esta oportunidad.

      —Marian, tenemos que llamar a Carlos y contárselo.

      —Síííí, ahora mismo lo hago.

      Cojo el móvil y marco. Estoy nerviosa, sé que se va a alegrar, él siempre me anima.

      —¡Carlos!

      —¿Marian? —le noto sorprendido.

      —Carlos. Tengo algo que contarte.

      —¿Qué tal? Te noto alterada.

      —Muy bien… oye… he de contarte una cosa —le digo apremiada por la alegría.

      Se hace un corto silencio.

      —¿De qué se trata? —me pregunta intrigado.

      —He encontrado trabajo y esta vez nada de suplencias de dos semanas o un mes en periodo de vacaciones. Es un trabajo firme. ¡¡Ya he firmado!! ¡El contrato es fijo! —no puedo reprimir la emoción—, por fin adiós a gran parte de los problemas.

      —Me alegro Marian, ¿pero cómo no me contaste antes que tenías un posible trabajo entre manos? Es…, es… estupendo —dice eufórico.

      —Perdona. Pero es que… no quería hacerme ilusiones así que… lo omití.

      —¿Viste la posibilidad de que te lo dieran?

      —Bueno… en cierto modo sí, pero hasta estar segura he preferido no decirte nada. Siempre existe la posibilidad de llevarte un chasco. He de confesar que en el fondo sí estaba un tanto ilusionada.

      —Ya veo. Lo has disimulado bien.

      —Quiero celebrarlo, me gustaría que el viernes nos juntáramos los tres, te contaré todos los pormenores, es en una gran empresa Carson Project Spain.

      —¡Eso está hecho! Es una buena noticia y no se merece menos.

      Se hace un silencio largo entre los dos.

      Soy consciente de lo que calla. Sus sentimientos.

      Suspiro.

      —Bien. Carlos… te llamaré el jueves para ver dónde y a qué hora quedamos. ¿Te parece?

      —Sí, me parece bien.

      —Hasta el jueves, Carlos —suspiro de nuevo.

      —Hasta el jueves… Marian.

      Andrea me mira con cara de pillina, su sonrisita es irónica y se está mordiendo el labio. Está entusiasmada.

      —¡Andrea, no me mires así, por favor!

      Suelta un chillido de alegría y patalea sentada en el sofá.

      —¡Dios, no hay quien te aguante! Siempre estás con lo mismo. Carlos y yo.

      ¡Amiga pesada y persistente!

      Seguidamente me marcho a mi habitación enfurruñada.

      CAPÍTULO 4

      El martes aprovecho para ir a comer con mi madre. Después de hacerlo y de contarle la gran noticia, lo celebramos con una botella de champán y eso que ella no bebe nunca. Pero la ocasión lo merecía. Me dirijo a la Gran Vía para hacer algunas compras. Necesito: bolsos, zapatos y algo de ropa acorde con el trabajo que voy a desempeñar. De camino a casa pido cita para el miércoles en la peluquería a la que suelo ir, necesito sanear las puntas y arreglarme las manos, las tengo hechas un desastre. Quiero dar buena impresión desde el primer día. Andrea tendrá que dar el visto bueno a mis compras, entiende más de estilismo que yo.

      El miércoles, antes de ir a la peluquería, salgo a correr por El Retiro. Es mi lugar favorito para correr y también para pasear, leer un libro o tomar un rayito de sol en primavera. Ha habido tardes en las que Carlos y yo nos tumbábamos en la hierba o nos sentábamos en una terraza a tomar un helado o un refresco. Hablábamos de nuestras cosas, me hacía reír continuamente con sus chistes malos o sus ocurrencias, él siempre tiene una sonrisa en los labios. ¿Cuándo dejé de sonreír yo? —me pregunto—. ¿Cuándo me invadió la ansiedad, el estrés y el agotamiento mental? Respuesta: cuando comenzó mi lucha por sacar adelante la carrera y estropear o… intentar no estropear aún más mi relación con Carlos.

      El jueves transcurre tranquilo. Andrea se encarga de preparar la cena del viernes y de avisar a Carlos de la hora concreta. Me tomo el día totalmente sabático: leyendo, escuchando música o haciendo yoga para relajarme.

      A las seis de la tarde del viernes me mandan a un chófer de Carson Project Spain con el vehículo que me han asignado. Bajo a la calle. Un chico de más o menos mi edad y uniformado me espera. Se sorprende al verme.

      —¿Señorita Álvarez? —me mira con cierto agrado.

      —Sí. Soy yo.

      Me repasa de arriba abajo con sus ojos. Llevo puesto unos vaqueros ajustados, una camiseta de manga larga de color rosa y una chaqueta vaquera.

      Sus ojos me sonríen descaradamente.

      —Me envían de Carson Project Spain. Le traigo el coche; aquí tiene las llaves.

      Le sonrío mientras cojo las llaves de entre sus dedos. No cabe duda de que me ha dado un buen repaso con sus bonitos ojos castaños.

      —¿Dónde está el coche? —pregunto.

      —Acompáñeme.

      Le sigo unos metros por la acera.

      —Este es su coche. Puede subir y echar un vistazo.

      Está aparcado en la misma acera del portal, a unos diez metros ¡qué suerte ha tenido! No es nada fácil encontrar aparcamiento a estas horas en la zona. Tendré que alquilar una plaza de garaje.

      Es un Golf de color negro.

      Me daría una vuelta en mi negro coche, pero me costaría un triunfo encontrar sitio después. Pero me subo en él y le echo un vistazo por dentro.

      —¿Está todo bien, señorita? —me pregunta el chófer.

      —Sí —le contesto desde el interior del vehículo.

      —Como ve, los mandos no tienen ningún misterio —me comenta con un cierto tono… cálido y sospechoso. Los papeles del vehículo están en la guantera.

      —Ya veo.