Rosa Castilla Díaz-Maroto

El despertar de Volvoreta


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se percata de que entramos.

      Debe rondar los sesenta años bien cuidados. Desprende carisma. Vaya; parece una persona interesante.

      Me brinda una amplia y cálida sonrisa mientras sus grandes ojos verdes me miran con familiaridad.

      —Señorita Álvarez, me es grato conocerla —se acerca a nosotras rodeando la mesa con sutil y natural elegancia. Es una de esas personas con encanto natural; de las que te sorprenden gratamente y no sabes porqué. En el mismo momento que se dirige a mí, me extiende la mano. Yo se la estrecho mirándole directamente a los ojos.

      —Veo, señorita Álvarez, que tiene dudas sobre el puesto que ofrecemos. Discúlpeme, deje que me presente, soy el señor Carson.

      Me quedo con la boca abierta. Sin duda ha escuchado toda la entrevista e incluso mis conclusiones en voz alta. “¡Marian contrólate que te tiemblan las piernas! Esto no te lo esperabas”, me digo.

      —Siéntese, por favor —me indica una de las sillas de diseño situadas frente a él, mientras vuelve a rodear la mesa para sentarse en su cómodo y moderno sillón de cuero negro. La señora Gómez se sienta en la otra silla junto a mí. Se acomoda el nudo de su elegante corbata de franjas anchas en diagonal de tres tonos: desde el azul cielo hasta llegar al azul marino, con finas franjas rojo rubí intercaladas. Me sorprende observar que carece prácticamente de ese acento característico que los americanos tienen cuando hablan español. Su pronunciación es casi perfecta.

      —Señorita Álvarez, el puesto que se le ofrece es sencillo y rutinario. Hemos podido comprobar sus referencias. No tiene experiencia en el puesto que le ofrezco pero… parece ser que es muy trabajadora y que dispone de iniciativa propia. Créame joven, eso es algo que valoro mucho en las personas: iniciativa, voluntad, perspectivas… Sí señor, muy buenas cualidades para empezar. El contrato que le ofrezco es fijo y con posibilidades de mejorar dentro de la empresa. Siempre están las puertas abiertas a todos los trabajadores que quieran escalar posiciones. ¿Entiende a qué me refiero? Una de las oportunidades que se abren hacia el puesto que va a ocupar o que podría ocupar en un futuro, es ejercerlo en nuestra sede central en Washington. E incluso en cualquier destino donde nuestras filiales estén presentes.

      No dejo de mirarle a los ojos, atenta a sus palabras. En contra de mis primeras impresiones puedo asegurar que no es ningún engreído y arrogante millonario. Sus sencillas y sinceras palabras me tranquilizan; su forma de dirigirse a mí y mirarme, por extraño que parezca… me da seguridad. Él también me mira directamente a los ojos, hay momentos en que creo que sus ojos me sonríen. Absurda observación por mi parte.

      Un contrato fijo. Nunca he tenido la oportunidad de permanecer más de tres meses en un trabajo, me entusiasma la idea. Me resolvería muchos problemas y podría ayudar a mi madre un poco, puesto que siempre se ha sacrificado para que yo pudiera estudiar y encima me ayuda a sufragar los gastos que me produce vivir con Andrea. Lo de ejercer el puesto en un futuro en Washington o cualquier destino donde estén sus filiales… siempre es un aliciente más. De todos modos es una posibilidad muy lejana aún para mí. Lo de Washington… sí me seduce. Siempre he tenido ganas de viajar y conocer Estados Unidos. El presupuesto no me ha dado para hacerlo. Espero que por fin tenga esa oportunidad.

      —Si con el transcurso de un tiempo prudente, usted quiere renunciar al puesto porque no se sienta a gusto, o crea que no está suficientemente capacitada para él, le permitiremos sin ningún problema abandonarlo. Necesito a una persona que esté cómoda y a gusto conmigo, que me ayude a organizar el día a día. No va a estar esclavizada como muestran en alguna de esas películas… ya me entiende.

      Hace una pausa.

      Los tres nos quedamos callados, yo ordenando mis pensamientos y ellos esperando a que diga algo.

      Finalmente me decido a probar. ¿Qué voy a perder?

      Nada. Más bien todo lo contrario. El tener un trabajo fijo y seguro me va a dar estabilidad en todos los sentidos: económica, recompensa a tantos años de estudio, de días y noches sin poder salir, sin poder divertirme, fuera trabajos precarios de sueldos irrisorios, un planteamiento de vida futura con al menos expectativas… y Carlos.

      Carlos es una buena expectativa.

      Tener este trabajo también va a influir en que no me sienta en desventaja con él. Él tiene proyectos de futuro, los va culminando poco a poco. Ya vive independiente. Tiene su propia casa, su propia vida. Es algo que envidio, y no solo en él, en cualquier persona.

      —Está bien, acepto el puesto —me dirijo al señor Carson, segura de mí misma.

      El señor Carson esboza una sonrisa de satisfacción y se anima a explicarme con calma todos los pormenores y a despejar todas las dudas posibles que tuviera.

      La señorita Gómez sonríe complacida, me anima.

      —¡Todo saldrá bien! —me dice.

      Seguidamente la señora Gómez pone sobre la mesa dos contratos, uno de ellos es de confidencialidad.

      Ellos esperan pacientes a que lea ambos contratos. Los firmo. La alegría comienza a aflorar en mi interior. Me dan ganas de ponerme a dar saltos, pero… no es el momento.

      —Señorita Álvarez —se dirige a mí el señor Carson—, se le facilitará una tarjeta de empresa con un importe mensual de mil quinientos euros para vestuario, gastos extras, etc. Tendrá una persona que se encargará de orientarla a la hora de qué ponerse para las diversas reuniones, almuerzos y eventos a los que tendremos que asistir hasta que lo haga usted por sí sola. Tiene también un utilitario a su disposición y…

      ¡Dios mío! En mi cabeza no entra más información, creo que me voy a desmayar. Esto es increíble, estoy en una nube y necesito poner los pies sobre la tierra.

      —Señorita Álvarez, creo que es suficiente por hoy. El próximo lunes puede empezar a trabajar. Su despacho es el que está junto a este —me indica con la mirada el despacho que tiene los muebles blancos y rojos. Me tiende la mano derecha y se la estrecho nuevamente—. Ha sido todo un placer señorita.

      —Lo mismo digo, señor Carson.

      Isabel me conduce por los ascensores internos hasta la planta baja del edificio. Durante el trayecto me informa, extraoficialmente, que era la mejor candidata. Y que no era necesario que tuviera experiencia en un puesto similar. El señor Carson buscaba una persona que se adaptase a él y ha pensado que no hay nada mejor que una persona que no haya ocupado un puesto así. Él prefiere a alguien que se adapte a él como un guante a una mano. Prefiere moldearme, darme forma. Quiere una persona a la que no haga falta decirle nada, que con solo una mirada sepa que es lo que quiere, que sepa lo que necesita en cada momento… Eso me parece algo más que complicado, pero no imposible. Todo se andará.

      Tras despedirme de la señora Gómez hasta el lunes, salgo con paso firme de la filial y me dirijo al coche corriendo. ¡Madre mía, no puedo más! Tengo la cabeza que me va a estallar, no soy capaz de asimilar todo lo sucedido en el interior del edificio que acabo de abandonar. Sigo sin creerme que tenga por fin trabajo. Respiro profundamente y exhalo con fuerza como si pudiera expulsar por la boca todos los nervios que están dentro de mi cuerpo. Tras algunos minutos sentada en el coche, mis pulsaciones se regulan poco a poco y los nervios también. Arranco el coche y me dirijo a casa esperando que Andrea se encuentre allí, esperándome para contarle todos los pormenores de la entrevista.

      No hay nadie en casa. ¡Qué fastidio!

      Me voy a mi cuarto para cambiarme la ropa que llevo puesta por otra más cómoda.

      Tranquilamente voy a la cocina para tomar un vaso de agua. Pierdo mi mirada a través del ventanal. Trato de reflexionar, pero no puedo. Con paso lento y pesado me dirijo al salón. Me hubiera gustado que Andrea hubiera estado aquí. He tenido que apaciguar mi exaltación. Me tumbo perezosa en el sofá esperando que la cabeza pare de dar vueltas a lo acontecido.

      ¡Imposible!

      Alguien me está zarandeando.

      —¡Cuenta, cuenta!

      —¡¡Dios