Rosa Castilla Díaz-Maroto

El despertar de Volvoreta


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Por fin se abren las puertas. ¡Qué gusto! El pasillo es mucho más amplio y no hay tantas puertas como en el anterior.

      Me conduce por el extremo derecho del pasillo hacia un despacho grande de planta cuadrada. Tiene dos mesas de oficina idénticas al fondo, una a la derecha y otra a la izquierda. Justo detrás de cada mesa hay una puerta. Al principio de la sala tanto al lado derecho como al izquierdo, un sofá y dos sillones que comparten una mesa baja, supongo que para las visitas. Hay otra puerta, está al lado derecho entre la mesa de Isabel y los asientos para las visitas. El fondo del despacho es una amplia cristalera desde el suelo al techo que llena de luz la estancia y por la que se pueden ver otros edificios cercanos. La señora Gómez se acerca a su mesa, la que está a mi derecha.

      Se vuelve hacia mí. Yo me quedo de pie junto a los asientos, a la espera. Estoy tensa como las cuerdas de una guitarra.

      —Siéntese, por favor.

      Tomo asiento.

      Observo que la otra mesa está vacía y totalmente recogida. Solo hay sobre ella un teléfono con una pequeña centralita, un ordenador y una lámpara de sobremesa. Quizá es la que yo, supuestamente, voy a ocupar. “¡No te hagas ilusiones, Marian!”, me reprocho.

      La señora Gómez tiene aproximadamente cuarenta años. Viste elegante y luce media melena de color castaño. El cutis bien cuidado, ojos alegres y amplia sonrisa. Prepara cuidadosamente una carpeta con documentos sentada en su sillón de diseño moderno en piel de color negro. Se gira hacia mí mientras se levanta.

      —¡Señorita Álvarez, pase por aquí por favor! —me indica justo la puerta que está detrás de ella. Queda un espacio amplio entre su mesa y la puerta.

      Entramos en un despacho rectangular grande y luminoso. El mobiliario es de diseño vanguardista: de color blanco y rojo. A la izquierda está la vidriera y delante de esta, hay una mesa de despacho de color blanco, con un portafolio de color rojo sobre ella. La pared que tengo delante da buena muestra de la longitud del despacho; delante de esta hay un mueble bajo de color blanco, debe tener unos tres metros de largo por medio metro de alto, con dos puertas de color rojo al lado izquierdo y otras dos puertas al lado derecho; el centro del mueble está dividido en cuatro huecos. En la pared justo encima del mueble hay una lámina enorme en tonos: negro, gris, rojo y blanco; en ella se puede ver el edificio sede de la compañía en Washington. Al lado derecho del mueble, a continuación de este, un sofá de piel blanco con una mesa de cristal de color rojo. En el centro de la pared opuesta a la vidriera hay una puerta. Frente al sofá, dos sillones pequeños, con ruedas, en piel color blanco.

      La señora Gómez acerca uno de los sillones a la mesa del despacho.

      —¡Siéntese por favor! —Ella se sienta al otro lado de la mesa, saca unos documentos de la carpeta y a continuación se acerca a la puerta que está en el lado opuesto y la abre. Entra en el otro despacho y, pocos segundos después, sale de él y deja la puerta entreabierta, para volver a sentarse de nuevo frente a mí.

      —¿Quiere un café, agua o algún refresco? —me pregunta amablemente.

      —Por favor, un vaso de agua, si no es molestia. Gracias.

      Se acerca a la mesa del primer despacho y ordena a alguien que le traiga un vaso de agua. Seguidamente la persona se mueve con rapidez y en pocos segundos la señora Gómez me trae el vaso de agua. Me lo ofrece, lo cojo con ligero nerviosismo, le doy dos sorbos pequeños y lo coloco con cuidado encima del posavasos de papel que ha dejado sobre la mesa.

      —¡Bien, ahora vamos con lo importante! El señor Ibarra es el psicólogo-sociólogo responsable de Recursos Humanos de nuestra empresa. Él suele entrevistar por segunda vez a todos los candidatos que cree que pueden ser interesantes y estar cualificados para cada puesto; hace una criba y vuelve a entrevistar a los definitivos. En este caso, a los tres definitivos para este puesto los entrevisto yo. De las tres personas seleccionadas nos decantaremos por la mejor. Le informo primero en qué consiste este puesto y después resolvemos todas las posibles dudas. ¿Le parece bien?

      —Sí —digo con timidez.

      —El Señor Carson, presidente de la compañía, necesita una persona de confianza: joven, dispuesta a viajar y sobre todo a trabajar. Se trata de llevar su agenda, asistirle en reuniones y ayudarle en los asuntos que lo requieran. En tres meses, poco a poco se pondrá al día, no se le exige la perfección de inmediato. Tendrá ayuda y apoyo tanto por mi parte como por parte del señor Carson. Le garantizo que se sentirá cómoda y sobre todo apoyada al máximo. Sé que es extraño esto que le digo, pero el señor Carson lo exige así. Quiere que la persona que va a estar tanto tiempo con él se sienta cómoda, ya que viajará y pasará tiempo alejada de su familia, el trato que se le dará será de persona de “confianza“.

      ¿Persona de confianza? ¿Así, por las buenas? ¡Esto me parece surrealista!

      Seguro que es un multimillonario arrogante, altivo, con aire de superioridad, de los que mira por encima del hombro y mil cosas más que se me ocurren.

      Ella se da cuenta de la cara que pongo mientras me confieso mis propios pensamientos.

      —Su cometido, créame —dice—, es más sencillo de lo que usted cree. Es solo cuestión de tiempo; usted misma dijo que no le importaba trabajar, mejorar, aprender y, si fuese necesario, multiplicarse. No va a ser necesario que se multiplique, eso nunca se le va a exigir. No tema.

      —Tres meses tengo para ponerme al día —recalco.

      La verdad es que no me parece imposible ponerme al día en tres meses. No me puedo permitir el lujo de pensármelo. He de intentarlo, necesito este trabajo como sea. Hace por lo menos un siglo que no he estado tan cerca de conseguir un trabajo con semejantes perspectivas.

      —Disculpe que le haga una pregunta: me ha dicho que somos tres personas las seleccionadas, ¿puede usted decirme… si estoy ya elegida para el puesto… o… todavía tienen que elegir a un candidato?

      —Es usted muy rápida señorita Álvarez. Usted ha sido elegida. En el caso y, solo en el caso de que no acepte, se llamará a la siguiente candidata. Tenga en cuenta que el señor Ibarra es una pieza clave de esta compañía, su olfato para seleccionar el personal es infalible, muy pocas veces se equivoca. En usted ve unas cualidades francamente buenas. Tendremos tiempo de comprobarlo. Le dejaré unos minutos para que se lo piense y volveremos a retomar el tema. ¿Le parece bien?

      —Sí. Gracias —la verdad es que necesito tomarme un respiro.

      Al salir del despacho cierra la puerta.

      ¡¿Qué demonios estoy haciendo aquí?!

      No creo que esté preparada para este puesto, no tengo experiencia —los nervios hacen verdaderos estragos en mí—. Tampoco tengo mucho donde elegir, me digo.

      —¡Qué diablos, tendré que intentarlo, no tengo nada mejor! —me lamento en voz alta—. Necesito trabajar como sea y si he de empezar como asistente… puede que sea lo más cerca que voy a estar en mi vida de un puesto en Dirección. El estudiar una carrera no le garantiza a nadie que puedas ejercerla. Hay que tener hoy en día mucha suerte o un buen “enchufe” claro está. En fin… ¡que sea lo que Dios quiera! —suspiro resignada.

      Diez minutos más tarde la señora Gómez entra por la puerta, se sienta nuevamente en la silla frente a mí.

      De repente… Una voz masculina suena detrás de mí.

      —¡Isabel, por favor!

      Me quedo sorprendida. Pensaba que no había nadie en el otro despacho y yo… expresando mis pensamientos en voz alta, ¡qué vergüenza! Noto como se me sube el pavo sin remedio.

      Isabel se levanta y me indica con la mano que haga yo lo mismo.

      —Sígame de nuevo, señorita Álvarez.

      La sigo. Entro en el despacho que está situado detrás de mí.

      Un hombre de un metro ochenta aproximadamente, vestido con un traje azul marino inmaculado, se encuentra de pie de espaldas a nosotras, mirando a través