Roger Ángel Loza Tellería

Arúmeden


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semanas, Grenzio vio cómo la tierra fue horadada desde adentro la cueva, despejando también maleza y escombros que habían tapado el acceso. Mintrode apareció de nuevo y forjó una puerta con materiales provistos por la esfera, que parecía haber recuperado una parte de sus poderes a través de su antena."

      "Mintrode desapareció y días después salió conformado por una docena de anillos, cada cual provisto de varios artilugios extraños con funciones múltiples que horadaban la tierra, como si fuera mantequilla, y empezaban a trazar y construir un túnel para un canal abierto, que salía de la cueva y bajaba con matemática precisión parabólica y atravesaba la aldea tribal hasta llegar dentro el cerro mirador, donde construyo una caverna. La obra le tomó varios días, pero no sólo terminó el curso de unión, se puso a trabajar en lo que parecía un nuevo techo para la caverna, sostenido por dos columnas, que en realidad soportaban la base interior del halo. Luego prosiguió construyendo otro ramal subterráneo hacia la desembocadura del río Paramingú con el gran río Marube."

      "Volvió a Aramía y allí, abrió en la laguna, una salida, con puerta automatizada, para proveer con caudal suficiente el canal artificial, que los Amborí llamarían después, Dorimalda (aguas cristalinas) y bajo ellas, Mintrode había construido un canal tubular doble hermético de transporte neumático entre ambas cuevas. Cada canal poseía una cápsula calculada para comportar la forma y longitud de un humanoide.”

      “Mintrode empezó a probar todas las partes del moderno sistema, con el envío y reenvío de las cápsulas herméticas por el canal hidro-neumático. Parecía, que todo el sistema funcionaba bien, pero al tercer envío, se produjo una gran explosión, que hizo desaparecer: la cueva, el morro, la aldea y el sueño estrambótico que le acompañó tenazmente, durante toda su travesía por el río."

      Grenzio despertó sobresaltado, había tenido el más largo sueño de todos. Este último se había quedado grabado en su mente, recordaba nítidamente a un fabuloso ciber robot y su entretenida vivencia cerca de una misteriosa tribu. Se hallaba echado en el piso de la lancha, cuyo motor había bajado sus revoluciones; notó que el sol aparecía tímidamente porque era muy de madrugada y su guardia estaba dormido como siempre.

      Entre la bruma matinal y cansado por no haber dormido toda la noche, pudo divisar su llegada a un precario puerto conformado por varias casuchas y un destacamento militar; sobre una plancha clavada a un árbol, vio el nombre del sitio: Puesto C’Orligni.

      Había llegado a su destino final.

      En ese mismo instante, parado sobre el amplio ventanal del mirador Uzumbí, el anciano brujo de la tribu, Archayutén, dirigía su vista hacia el puesto militar sintiendo en el aire una mescla de sensaciones psíquicas que emanaban de alguna persona, recientemente arribada al puesto militar, que también dirigía su mirada hacia la tribu.

      La misión Arúmeden LXV había empezado.

       Capítulo 2:

      LLEGADA AL PUESTO CÓRLIGNI

      El puesto militar fue construido a inicio de la década del 1950 tras varios fracasos en expediciones militares que trataron de civilizar a la tribu Amborí. Finalmente, se realizó en 1955 un convenio; los uniformados se establecerían en una zona cercana a la desembocadura del río Paramingú con el gran Marube, situado unos 15 km al sur oeste, donde construyeron, sobre una planicie natural elevada a 20 m del bajío orillado, un asentamiento portuario para protección a la zona ecológica del parque Amborí, al cual las autoridades denominaron “Puesto C’Orligni”, en honor a un aventurero con una mezcla bucanera francesa-italiana, que fue el primero en arribar a la zona y consignar la existencia de la tribu.

      C’Orligni, era un puerto hechizo en madera cedrillo y el fortín militar colindaba a una plazuela principal parcelada a su alrededor, para construcción de casas, bienes gubernamentales, allá por 1950, cuando el progreso quiso llegar por vez primera a este norteño paraje olvidado por propios o extraños, a los supuestamente “atrasados” aborígenes Amborí.

      En ese precario puesto, se construyeron las casas del escribano legal y del médico sanitario, rodeadas por diez chozas habitadas por residentes ocasionales llegados del alejado puerto Barquesi, que solían pescar y cazar río arriba, para comerciar en la zona. El puesto militar estaba construido sobre un terreno plano, alrededor de un patio con tierra, adoquinado en parte con piedras del río; Las oficinas del comandante estaban al Norte y en el segundo piso sus aposentos que terminaban en una terraza con vista a la serranía Panturere; más al Oeste, construyeron: dos dormitorios para la tropa y una cocina al aire libre. El patio terminaba al sur con una pequeña barda de ladrillos interpuestos y colindante a la orilla del río, donde sobresalían dos baños comunes con duchas alimentados por agua potable desde una plataforma que sostenía un tanque plástico de 5.000 litros, usado antiguamente para proveer diésel, durante la fallida fiebre del oro que azotó entre 1950 a 1960, el puerto Barquesi y sus alrededores.

      Aquella fiebre no llegó al afluente Paramingú, que no era navegable por la existencia de varias cachuelas; además, las areniscas residuales extraídas por barcazas en la desembocadura del Marube, no mostraron ninguna señal del preciado elemento dorado.

      Esa madrugada del lunes 30, se escuchó un triple pitazo, anunciando que los soldados harían el cambio de turno nocturno por el matutino, en la mal construida plazuela principal, en cuyo centro se levantaba un mástil donde izaban la bandera nacional al lado de un monumento, con placa recordatoria al explorador Alexandre C’Orligni.

      Luego de la ceremonia, retornaron al puesto, que contaba con un amplio alar como antesala y comedor; más al Oeste, separadas lateralmente estaban dos habitaciones maltrechas para ser usadas como celdas, en casos locales: hurtos, borrachos y peleas callejeras; Poseía un camastro militar metálico, colchón recogido, mesita con candil y vela, puerta con una ventana “ranurada” por tubos de fierro que daban al patio trasero.

      Los precarios caminos norteños de tierra no habían llegado ni a 300 km al sur del parque Amborí, el ingreso era sólo por el río Marube, colmado por embarcaciones que transportaban pasajeros, comestibles, combustibles y los infaltables tronqueros, que destrozaban la prodiga y virginal arboleda amazónica.

      Como en C'Orligni no había nada para explotar, ni oro, ni piedras preciosas; el gobierno central las convirtió políticamente en Reserva Nacional, donde mandó a un sargento, un cabo, tres soldados, un notario escribano y un sanitario, para asistir a los aborígenes y a los residentes.

      Ese destacamento y autoridades citadas, apenas sabían algo del dialecto local; contrariamente, los aborígenes Amborí sabían más del idioma español enseñado por algún cura católico ejemplar o por ocasionales misioneros evangélicos. Así, se comunicaban en sus visitas semanales, cuando llegaban en sus canoas trayendo: hamacas, utensilios de cerámica, las apreciadas nueces, cacao y el café cultivado en las faldas de la serranía.

      La comunidad era realmente asombrosa, notable, porque la civilización usurera, bulliciosa y burda se había quedado a 100 km río abajo en el puerto Barquesi, población de unas tres mil almas donde vivían las únicas autoridades del tropical norte paceño. Olvidé mencionar, para completar el cuadro, que los Amborí no permitían uso de luz eléctrica, lanchas a motor, ni ruidos artificiales, sólo los provenientes de la madre naturaleza; imposición que debían cumplir estrictamente los residentes del Puesto C’Orligni, hasta la desembocadura del río Paramingú.

      A las 07.30 horas, el cabo Antonio Mangure natural de Barquesi y brazo derecho del sargento se fue al puerto. El guardia nocturno, que apenas se mantenía despierto le informó que a la 6.00 llegó un señor de edad con su escolta, un cabo altiplánico, para entregarlo al puesto militar como preso político, con toda la documentación en una bolsa plástica. Mangure dio con el preso durmiendo en el piso, usando un bolsón como almohada. Ordenó de inmediato su traslado a una celda.

      El Sargento Canilas, se había levantado de malhumor, a enfrentar su tediosa actividad diaria y fue a dar vueltas por el cuartel hasta que dieron las 08.00 horas. Los militares acantonados