Roger Ángel Loza Tellería

Arúmeden


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mugre acumulada en el viaje desde La Paz, porque olía a cerdo de monte.

      — ¡Jochi pintao u Ocurí! colla tonto. Ahora sí nos entendemos. —Captó la solución propuesta— pero apure, pronto aparece misar y me pone de plantón al medio del patio ¡justo al mediodía mismo! Justito, si hablas del mono luego se asoma, ahí está el sarge Buntre listo para las matutinas ¡Salga inmediatamente! volvemos a la celda, mire que estoy armado, mire…

      Buntre y sus dos ayudantes habían ido a refrescarse después del desayuno para dar inicio a la ceremonia matinal y leer los partes del día anterior. Estaba cansado por este monótono ajetreo, pero su cara cambió de pronto al sentir que entró adrenalina en su sangre y trató de no reírse, pero no pudo aguantar y contagió a todos. Una risa matinal había cambiado el inicio del tedioso día; saliendo por la puerta de los baños se veía un caballero flaco con el torso desnudo, cubriendo sus partes íntimas con una toalla blanca, en sus manos y hombros portaba su ropa recién lavada.

      Detrás de él, con suma autoridad, se veía al cabo Mangure con su pistola en ristre apuntándole por la espalda y gritando órdenes mascullantes, la procesión llegó hasta el sargento. El cabo saludó militarmente y muy serio dio su parte:

      —Buen día misar. Aquí reportándose el cabo Mangure. Llevé al preso a bañarse porque al entrar a su celda, olía como ocurí viejo.

      —Buen día cabo —respondió y siguió riendo inconteniblemente— disculpe, parece que fue una gran idea, pero deje de mostrar su pistolón, ¿a dónde cree que va a huir el preso, desnudo cómo está?

      Y mirando a sus ayudantes les paro la risa, contempló al preso quien, pese a su flacura lucía respetable bañado por el tibio sol mañanero, parecía un lugareño más del parque Barquesi.

      —Cabo, lleve al preso a su celda que iniciaremos el parte del día.

      — ¡A sus órdenes misar! ¡A sus órdenes misar! —respondió Mangure y llevó al preso hasta la celda haciendo ademanes de que le iba a dar una tunda más tarde, llegando a la puerta lo encerró y se dirigió al patio de ceremonias arreglándose el quepí y sus charreteras.

      Pasada la ceremonia, Buntre había dispuesto los trabajos del día con dos salidas del cabo y su ayudante usando la pequeña lancha para recorridos de inspección: barrer el río 5 km a lo largo y ancho. Entro a su oficina para hacer el parte a pulso, pero luego debía mecanografiar en la máquina de escribir Burroughs, con cinta casi transparente por lo vieja. Su mayor sacrificio diario era colocar papel bond con dos papeles seda más livianos y sus carbónicos para copias.

      Se dedicó a releer los antecedentes del preso. Un pensamiento le corroía en su interior; sospechaba que la llegada del preso, le iba a traer una serie de fortunios e infortunios, pero estaba seguro que cambiaría esta sosa vida en este puestucho militar. Se sentó frente al viejo escritorio y trató de usar la destartalada máquina, sin poder conseguirlo, entonces leyó el curriculum del preso y supo que era un académico, egresado en 1941 como ingeniero electromecánico, de una universidad limeña. Ejerció su profesión por 33 años en todo el país.

      Por tanto, su experiencia era amplia. Era casado y tenía cuatro hijos que, en ese tiempo dictatorial, huyeron del país para no soportar los odiosos regímenes militares. Su esposa, siempre había permanecido a su lado, pero infelizmente, una rara enfermedad complicada con diabetes le quitó la vida en 1972. Así que, prácticamente era un hombre solitario, abandonado.

      Como necesitaba caminar, dejó el escritorio, se ajustó la gorra, revisó su arma, vio que el guardia estaba en la puerta de ingreso y se adentró al patio en busca de las celdas. Al llegar encontró al preso fuera su celda; esta vez, con camisa blanca sin mangas, pantalones cortados como bermudas y llevaba en la cabeza, dos hojas de plátano secas para cubrirse del quemante sol.

      Se acercó prudentemente, lo vio arrodillado sobre la puerta extraída de su celda hurgando la chapa. En el piso se veía una usada latita que contenía combustible diésel, un desarmador, un viejo alicate, clavos y tornillos herrumbrados. Hizo sonar fuertemente sus botas militares sobre el piso pedregoso que dieron el resultado buscado, el preso dio la vuelta, dejó el desarmador y un tornillo en el suelo, se levantó lentamente, se sacó sus hojas, se limpió el sudor y miró con respeto al recién llegado.

      — ¿Qué hace el preso afuera su celda con todas estas herramientas no autorizadas?

      —Cumplo órdenes para trabajos forzados, clase tres, del carcelero Mangure, mi oficial jefe. Debo arreglar chapas de las dos celdas porque ya no funcionan y alinear las puertas con sus bisagras.

      —¡Santa Gertrudis me proteja! Esto se está volviendo más que interesante, el propio preso arreglando la cerradura de su celda, me olvidé asignarle trabajos forzados. Como ya tiene dos trabajos asignados por el cabo, señor (le dijo, en tono casual y respeto a sus 64 años) le doy la tercera orden, al terminar pasará a mi oficina, limpio y bien aseado a teclear en una máquina de escribir una carta con el parte diario.

      Grenzio reparó la primera chapa, lubricándola con diésel, a seguir alzó la puerta entera para colocarla alineando los cuatro bordes en sus lugares debidos, de esa manera, la chapa calzaba perfectamente. Luego hizo lo propio con la segunda puerta y notó que esa habitación era más aireada y templada que la otra porque soplaba en el techo alto, una brisa directa del campo colindante a los bajíos ribereños del puerto. Decidió cambiarse de celda trasladando su pequeño bolsón, donde le habían permitido llevar ropa y algunas pertenencias. Luego se dirigió a la comandancia.

      En la oficina del sargento, a eso de las 11.00 horas, radiaba en su entorno un calor infernal pese a estar abiertas todas las ventanas. El ventilador que colgaba del techo, paradójicamente era eléctrico, no tenía ningún uso al no disponerse de grupo electrógeno. Buntre agitaba frente a su cara un viejo periódico y trataba de concentrarse en el informe escrito a mano, el mismo que debía pasar a máquina y estar listo para las 15.00 horas, cuando pasaría el lanchón de correo fluvial retornando a puerto Barquesi. No notó que alguien tapaba la puerta abierta de par en par, sólo escuchó una voz varonil presentándose:

      — ¡Preso Grenzio Moxela, reportándose al jefe!

      — ¡Sonamos! —Saltó asustado— llegó a tiempo. Necesito su ayuda para redactar mi informe del día anterior, en esta horrorosa máquina de escribir Burroughs. Fíjese que he tenido tiempo de escribir el informe manuscrito a lápiz, para que lo lea y pase a máquina.

      Moxela se impresionó ante la máquina, era realmente una antigua original Burroughs, en mal estado y sin ningún mantenimiento. La acarició como a la última muchacha que tuvo en sus manos, años atrás. Para él, en cuyo interior sentía una tendencia a escribir, sería un tesoro invaluable si sabía cómo tratarla, sin perder el respeto a esta ignorante pero bravía masa soldadesca que resguardaba el alejado territorio nacional.

      Leyó las líneas bien dibujadas, con letra cursiva tipo Palmer del sargento. Le hizo unas preguntas sobre algunas ininteligibles líneas, sacó el rodillo por completo, revisó el teclado y lo alineó letra por letra, aceitó las partes móviles con diésel y volvió a colocar el rodillo. Limpio las partes para escribir, luego tomó una hoja blanca y su copia, comenzó a escribir varias palabras al azar, con una sutileza que enervó la impotencia del sargento.

      Este se levantó a dar una vuelta, pero al ver al cabo de guardia le recomendó: “ojo con el preso” y salió en dirección al puerto, donde soplaba una brisa sureña que aliviaba el rotundo calor del medio día. El guardia no dio ninguna novedad, sólo anotaba el paso de los botes y lanchones ya conocidos por sus nombres rimbombantes pintados a babor y estribor tales como: “Gaviota sin rumbo”, “Nube negra”, “Tiburón blanco”, “Ají colorado”, “Vuelve mi dueña”, “Ruperta mía”, “Llévate ésta más”, “Sir titánico “y otras verborreas fluviales. Pasadas dos horas, decidió volver, más aliviado del húmedo calor y vio a la lancha que ya retornaba de su patrulla; Mangure mostraba en sus manos unos pescados dorados conseguidos de algún bote al pasar.

      Volvió