Roger Ángel Loza Tellería

Arúmeden


Скачать книгу

hubo Señor Moxela, por lo visto, comió muy bien y se olvidó lavar los platos y guardar los otros pescados.

      —Sólo trabajo clase 3, mi cabo, dos celdas y la máquina de escribir, ya van tres. Ahora estoy en mi descanso, mirando en este puerto para ver ¿dónde podríamos armar? un pequeño estanque natural, estaqueado y bien protegido con mallas usadas de pescar, para conservar los pescados por unos días.

      —Me va a volver loco. Ya tengo bastante trabajo, no vamos a hacer una pocita para guardar pescados. Misar nos va a matar. ¡Ni lo piense!

      — ¿Dónde piensa guardar los otros dos pescados dorados que le regalaron? ¿En el patio de la guardia? ¿O en las duchas? O los va a donar a alguien del poblado.

      — ¡Buena pregunta! Pero me ayuda con misar ¿Qué necesita? algo debe servir en este puesto militar.

      —Unas cuatro estacas grandes y varias de carrizo cortado a 60 cm, para hacer un muro bien tupido, para que entre el agua del rio y salga del estanque, pero no los pescados ¿me entendió?

      Cuando llegaron al comando vieron que el sargento dormía plácidamente hamacado en el alero protegido del sol, el cabo hizo lo mismo, se tendió a su lado en otra hamaca. El preso se dirigió a la cocina, lavó los platos y se fue a tomar su siesta en la celda Nº 2.

      No supo cuánto tiempo había pasado, un torbellino de gritos le despertó bruscamente, escuchó el trote de algún soldado dirigiéndose a su celda. Tocó su puerta y él le preguntó: ¿Qué pasa soldado? Sólo escuchó el cerrojo de la llave, luego el soldado volvió sobre sus pasos y retornó nuevamente. Se escucharon órdenes y la puerta de su celda se abrió. Allí estaban el sargento Canilas con el escribano Ricardo Lapezo, jefe civil del poblado, exigiendo ver al preso, según establecía ese derecho, que continuamente reclamaba al sargento Canilas:

      —Verá Ud. sargento Canilas, en estos tiempos difíciles para nuestra patria debemos trabajar muy unidos, especialmente por estar tan alejados de la civilización. Estuve ayer en Barquesi haciendo compras y allí me enteré de la llegada del preso político.

      —Bueno escribano Lapezo, está en su derecho, ya que tanto insiste, pase usted a la celda Nº 2, está abierta. — ¿Puedo entrar con alguna protección? —indagó Lapezo.

      —No es necesario, ya comí, terminé la siesta, no estoy armado y no muerdo; puede pasar quién diablos sea —el sargento, entró y le saludó.

      —Buenas tardes preso Moxela, ¿cómo está usted? aquí le traigo una visita, la primera autoridad civil de este poblado, quiere verlo.

      Ricardo Lapezo entró como pisando huevos en un gallinero, pero no encontró ningún excremento, simplemente un piso bien limpio y un caballero de edad madura tendido en su camastro militar con un aspecto experimentado por la vida que, viendo al especial personaje en traje de rigor, se fue levantando lentamente hasta ponerse de pie.

      —Preso Grenzio Moxela, —indagó el escribano—, va a tener que cumplir una alta pena política en esta región, por haber insultado a nuestra máxima autoridad constitucional del país.

      —Señor desconocido, le saludo como autoridad civil, pero corrijo su término "constitucional", es un gobierno de facto, una dictadura militar.

      — ¡Basta! —le coaccionó chillando fuerte, ocasionando que el preso se tapara los oídos —¡Usted no me va a enseñar mi oficio, si digo constitucional!

      Soy el señor notario, Don Ricardo Lapezo, quien dará fe de su llegada a esta región.

      Dígame sargento ¿qué lista de trabajos forzados tenemos por aquí?

      —Ya le dimos tres trabajos hoy: el arreglo de dos puertas y la máquina para escribir del sargento, 2 + 1=3, —anunció el cabo Mangure, desde la puerta— como dice el memo clase 3.

      — ¡Qué se abra la tierra si no entendí a su cabo!, —le espetó al sargento—. ¡Quiero ver, desde este minuto! al preso limpiando las calles del pueblo, cargando piedras, botando la basura, deshierbando huertas y el jardín de mi esposa.

      —No se va a poder, —le dijo el cabo Mangure—, tiene que fabricar un estanque en la orilla del río, para guardar los pescados que compramos.

      — ¡Santa Lucía me lance un rayo! —Bramó y dirigiéndose al sargento— ¿Es que su cabo, se está haciendo la burla de mí?

      —No es así Señor Lapezo, le informo, que tareas clase 3 las damos nosotros, sus carceleros. El preso no es un empleado suyo. Sólo debe verificar que está preso en su celda y, además, confirmar su identidad. ¡Preso Moxela, muestre a nuestra autoridad civil su carnet! —ordenó en voz tan alta, que asustó al escribano.

      Grenzio, entregó formalmente su documento; el notario lo leyó, tomó nota en un papel y le pidió que pusiera sus huellas digitales de los pulgares sobre una hoja ya escrita con los términos de su llegada. Al concluir su constancia, sin despedirse siquiera, hizo un ademán para volverse a la puerta, pero fue interrumpido por el preso, quien le recalcó:

      —Señor Lapezo, como soy ingeniero eléctrico, sé que Santa Bárbara, es nuestra protectora contra rayos y truenos, no la tal Lucía, que no sé si protege del clima o es santa de lluvias.

      El escribano se paró en seco, quiso replicar al considerar su metida de pata, pero no pudo, porque Canilas instruyó salir a la tropa, llevando al preso al puerto. La delegación pasó al lado del escribano y lo vio parar para llevar herramientas, junto a Mangure que le gritaba groseramente. Finalmente cargaron las maderas y cañas, así como varios rollos de pita trenzada y se fueron cantando hacia el puerto.

      Ricardo Lapezo, meditó en su interior que apenas tuviera oportunidad, haría morder el polvo de la ignominia al preso y al sargento Canilas. Estaba furioso, porque su autoridad había sido vejada. Ya vendría otro oficial y les cambiaría su estancia, que parecía divertida.

      Nunca había observado a los soldados correr de alegría, en medio del sol tardío ¿Qué se traían entre manos? se preguntó, ¿realmente era preso político? ¿Habría insultado a su presidente en plena procesión?

      Esperó que el sargento le diera una copia de los documentos, los cuales leyó. Finalmente agradeció y salió hacia su casa con el aspecto de un hombre preocupado por el estado insolente que empezaba a gestarse en este rincón norteño, donde era la única autoridad civil.

      Mientras tanto, esa tarde la actividad continuó en el puerto donde lo rutinario se había vuelto un trabajo útil, dirigido concienzudamente por el preso, que se metió en calzoncillos en medio de la corriente y mostro excelentes aptitudes como nadador. Luego dibujaba a detalle cómo se debe hacer un estanque provisional con cañas, para guardar los pescados o tener peces pequeños vivos, como en típicos criaderos.

      El preso se turnaba entre la poza y el guardia del puerto para descansar y tomar nota de la hora en que pasaban los botes con pasajeros y comerciales; Luego volvía a entrelazar el conjunto con tupidas cañas amarradas a los cuatro pilotes, que se estaqueaban, usando grandes pedrones extraídos del mismo río, a falta de un buen martillo.

      Construir el pequeño estanque les tomó toda la tarde. Pasaron horas divertidas por las ocurrencias del preso, que ajetreaba al cabo Mangure y siempre terminaba en carcajadas. La poza, simple y venial, fue terminada y guardaron los pescados amarrados con piedras para hundirlos en el agua.

      —Sólo falta cubrirla con una red vieja para proteger el estanque de animales salvajes y pirañas orilleras exclamó Moxela, satisfecho de estar metido en el agua casi sin ropa, amarrando fuertemente los costados angulares del rectángulo formado con la orilla, ayudado tímidamente por los soldados andinos, que jugaban salpicándose en la orilla, mientras Mangure zambullía y revisaba fugas para peces pequeños, Grenzio les dijo:

      —Soldados, ya va a ser hora del parte, prepárense para entrar a nadar al rio, luego a secarse y vestirse antes de ir a la comandancia. Como nadie quiso entrar al agua profunda, se dio cuenta de la burda adversidad andina ¡no sabían