Rosa Castilla Díaz-Maroto

El frágil aleteo de la inocencia


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      Al entrar en el comedor uno de los camareros se apresura a acompañarme a la mesa donde tres personas me están esperando; en cuanto se percatan de mi presencia se ponen en pie.

      —Buenos días, Marian.

      —Buenos días, señor Carson —dirijo mi mirada a la persona que le acompaña a su derecha y después le dirijo una sonrisa a Donna que se encuentra a su vez a la derecha de esta.

      —Marian. Esta es la señorita Anne Stuart.

      Nos estrechamos la mano.

      —Encantada.

      —Lo mismo digo —contesto.

      —Bueno, ya conoces a Donna Jones.

      Afirmo con un leve gesto.

      Anne es una mujer de unos treinta años, de sencilla apariencia. Sus rasgos son algo exóticos, me recuerdan… bueno me recuerda a las mujeres hawaianas… exótica, dulce y risueña. En fin esa es mi primera impresión a simple vista.

      —Sentémonos —El señor Carson nos señala con una mano las sillas que rodean la mesa. ¿Qué tal has descansado?—me mira con una sonrisa.

      —He descansado bien, gracias. He tenido la oportunidad de hablar con mi familia en cuanto me he levantado. Les mandé un mensaje cuando pude para que se quedaran tranquilos, ya que allí dormían.

      —¿Están bien? ¿Están tranquilos?

      —Sí. Están tranquilos y bien. Gracias.

      Sonríe satisfecho.

      —¿Tú te encuentras bien?

      —Sí señor. Estoy muy bien —le sonrío con dulzura.

      —Estupendo. Entonces te diré que la señorita Anne, es la persona que se va a encargar de enseñarte la ciudad y los lugares que pueden ser de interés para tu día a día. Te acompañará y aconsejará siempre que lo precises. —Mientras hablamos, dos camareros nos sirven el desayuno—Hace un día magnífico para conocer un poco la ciudad.

      —Cierto. Me encantará conocer la ciudad y sus lugares —Miro a Anne que me observa con atención a la vez que afirma con la cabeza.

      —El lunes podrás ver el apartamento. Anne te llevará a comprar todas las cosas que necesites. Corren de mi cuenta.

      —Señor. No hace falta que me pague nada, ya está haciendo bastante por mí.

      —No quiero que te falte de nada ¿me oyes? —me mira con insistencia. Sus ojos de repente se velan por un halo de tristeza.

      Entiendo, que en cierta manera se sienta responsable de mí, pero de ahí a costearme aquellas cosas que precise para estar cómoda en mi nueva residencia… me cuesta aceptarlo. Lo que no entiendo es la tristeza que se refleja en sus ojos, me deja confusa.

      —Como usted diga, señor.

      Su mano coge mi mano que está posada sobre el mantel y la aprieta por un segundo con inquietud; me conmueve el gesto y a la vez me aturde su cercanía.

      Anne es una mujer estupenda muy cercana y divertida, es una loca de las compras. Me ha mostrado las mejores tiendas de ropa, muebles, restaurantes, gimnasios, museos, etc. Lo he pasado fenomenal. No he hecho compras ya que no sé lo que voy a necesitar hasta que no vea y viva en el apartamento. Ha sido una buena manera de presentarme la ciudad y de recomendarme los mejores lugares. No hemos entrado en ellos pero sí en alguna tienda que otra.

      El señor Carson ha estado pendiente de nosotras dos llamando en varias ocasiones para saber que tal nos iba. Bryan también ha estado pendiente constantemente de nosotras, aguardando paciente a que saliéramos de las tiendas. En algunos momentos me he llegado a sentir incómoda porque más que un chófer parecía nuestro guardaespaldas.

      Tengo los pies destrozados. Me quito los zapatos en la habitación y me los masajeo durante unos segundos. Saco el portátil de la maleta donde guardo todas mis cosas personales y lo enciendo; me conecto a Internet y dejo abierto Skype. Cojo algo de ropa interior y me dirijo a deleitarme con una buena ducha.

      Al salir de la ducha miro la hora. Son las cinco y cuarenta y dos, buena hora para conectarme con mi madre y con Carlos.

      —Hola mamá.

      —Hola hija.

      —¿Me ves, mamá?

      —Si hija, te veo—sonríe, pero se la nota preocupada. No me puedo creer que te esté viendo hija, es increíble esto de Internet; creo que el poder verte me va a tranquilizar mucho.

      —¿Cómo estás, mamá?

      —Bien. ¿Y tú cielo?

      —Bien. Acabo de ducharme. He estado conociendo un poco la ciudad.

      —¿Tú sola? —frunce el entrecejo, no le gusta lo que ha escuchado.

      —No, mamá. Tengo una persona a mi disposición como ya te dije, me va a enseñar y a aconsejar sobre los sitios por los que puedo moverme sin problemas; además, llevamos un chófer que hace las veces de guardaespaldas.

      —Me da miedo que salgas tu sola por ahí, es una ciudad extraña para ti.

      —No temas, es una gran ciudad mamá, de momento me siento cómoda y segura.

      —¿Tienes el trabajo lejos de donde vas a vivir?

      —No lo sé, me han dicho que está como mucho a quince minutos de distancia en coche. Me van a asignar un vehículo.

      —Te veo bien, hija.

      —Yo a ti también. No debes preocuparte.

      —¿Qué has comido?

      —Sabes. Resulta que el chef del hotel es vasco.

      —¡No me digas!

      —Sí, es discípulo de un famoso cocinero.

      —¡Qué casualidad! Me imagino que te pondrá bien de comer.

      —Síííí, mamá.

      —¿Qué has comido hoy?

      —Una ensalada y pescado al horno. Nada de comida basura. Aquí también se puede comer bien, hay buenos restaurantes aparte de los de comida rápida. Hay donde elegir, no te preocupes.

      —¿Hay buenos sitios donde comprar comida?

      —Pues claro… además, tienen de todo: fruta, verdura, carne, pescado… tienen buena calidad. Es como allí, pero eso sí, tienen productos diferentes que desde luego pienso probar.

      —Ten cuidado con lo que comes y con el agua.

      —Bebo mineral.

      —¿Hay hospitales cerca?

      —Sí. Y muy buenos. Ya sabes que el tema de los médicos lo tengo cubierto ¿verdad?

      —Eso es algo que me preocupa mucho.

      —Espero que no me haga falta.

      —Eso es lo principal… que no te haga falta, hija.

      —Si puedo te volveré a ver cuándo me levante por la mañana; quiero conectarme con Carlos y Andrea antes de que sea más tarde.

      —Muy bien, hija. Un millón de besos y abrazos.

      Veo como su rostro se vuelve triste y comienzan a resbalar las lágrimas por él.

      —Mamá. No te pongas triste, por favor —se me llenan los ojos de lágrimas a mí también al ver como recorren sus mejillas, le cuesta digerir que su pequeña haya levantado el vuelo y que se haya ido tan lejos de su protección.

      —Estás lejos, hija.

      —Lo sé. Iré en cuanto pueda, ya lo sabes.

      —Lo