presencia, es decir cualquier cosa que, de una parte, ocu pa cierta posición relativa a nuestra propia posición y cierta extensión, y que, de otra parte, nos afecta con cierta intensidad.
Tal es el mínimo necesario para poder hablar de presencia.
La presencia, cualidad sensible por excelencia, es, pues, una primera ar ticulación semiótica de la percepción. El afecto que nos toca, esa intensidad que caracteriza nuestra relación con el mundo, esa tensión en di rección del mundo, es asunto de la mira intencional; la posición, la ex tensión y la cantidad caracterizan en cambio los límites y el contenido del dominio de pertinencia, es decir, la captación. La presencia entraña en tonces dos operaciones semióticas elementales de las que ya hemos he cho mención: la mira, más o menos intensa y la captación, más o me nos extensa. En términos peirceanos, recordémoslo, la mira caracterizaría al interpretante, y la captación al fundamento. Más generalmente, ésas son las dos modalidades de la guía del flujo de atención.
Pero, un sistema de valores sólo puede tomar cuerpo cuando las diferencias aparecen y cuando esas diferencias forman una red coherente: ésa es la condición de lo inteligible.
b— Lo inteligible y los valores
Si partimos de la aprehensión sensible de una cualidad, siempre el rojo, por ejemplo, las experiencias de Berlin & Kay, entre otros, nos muestran que no percibimos jamás el rojo sino una cierta posición en una gama de rojos, posición que identificamos como más o menos roja que las otras. ¿Cómo pueden formarse los “valores” en esas condiciones? Es necesario y suficiente que dos grados del color sean puestos en re lación con dos grados de otra percepción, por ejemplo con el sabor de los frutos que tie nen esos colores. Solamente con esa condición po de mos decir que hay una diferencia entre los grados del color, así como en tre los grados del sa bor. Y el valor de una cualidad de color será en ton ces definido por su po sición en relación con otras cualidades de co lor y en relación con otras di ferentes cualidades de sabor al mismo tiempo.
Retornando a la simple presencia: si percibimos una variación de intensidad de la presencia, es insignificante hasta que no podamos po nerla en relación con alguna otra variación. Pero, desde el momento en que las variaciones de intensidad son asociadas a un cambio de distancia, por ejemplo, la diferencia es instaurada y podemos decir lo que sucede: una cosa se aproxima o se retira en profundidad. El espacio de la pre sencia se hace entonces inteligible y podemos enunciar (predicar) sus transformaciones.
Globalmente, el sistema de valores resulta, pues, de la conjugación de una mira y de una captación, una mira que guía la atención sobre una pri mera variación, llamada intensiva, y una captación que pone en re lación esta primera variación con otra, llamada extensiva, y que de li mi ta así los contornos comunes de sus respectivos dominios de pertinencia.
2.3.2 La forma y la substancia
Los desarrollos que preceden concurren a aclarar las relaciones entre la substancia y la forma. Hjelmslev ha precisado la teoría de Saussure in sistiendo sobre el hecho de que los dos planos reunidos en una función semiótica son en primer lugar substancias: substancias afectivas o con ceptuales, biológicas o físicas; esas substancias corresponden grosso mo do a las “imágenes acústicas” y a las “imágenes conceptuales” de Sau s sure. Pero su reunión gracias a la función semiótica las convierte en formas: forma de la expresión y forma del contenido.
Está claro ahora que el proceso de formación de valores que hemos evo cado líneas arriba corresponde más exactamente al paso de la substancia a la forma: la substancia es sensible —percibida, sentida, presentida—, la forma es inteligible —comprendida, significante—. La substancia es el lugar de las tensiones intencionales, de los afectos y de las variaciones de extensión y de cantidad; la forma es el lugar de los sistemas de valores y de las posiciones interdefinidas.
Desde el punto de vista de la lingüística propiamente dicha, en la me dida en que se interesa exclusivamente por los sistemas de valor que cons tituyen las lenguas, y también desde el punto de vista de una semiología que sólo se interesa por los signos aislables y bien formados, ni la substancia ni el paso de la substancia a la forma deben llamar la aten ción. Pero, para una semiótica del discurso, en la que se juega sin ce sar la “escena primitiva” de la significación, es decir, la emergencia del sentido a partir de lo sensible, esas cuestiones se convierten en primor dia les.
Además, oponer la substancia y la forma no debe conducir a imaginar, aunque los términos mismos lo sugieran, que todo lo que se refiere a la substancia es “informe”; la substancia tiene también una forma —una forma científica o una forma fenomenológica—, pero una forma que no resulta de la reunión de los dos planos del lenguaje, una forma que la semiótica en cuanto tal no puede siquiera reconocer, y que otras dis ciplinas toman a cargo; otras disciplinas, quede bien entendido, a las que hay que saber interrogar.
En fin, la frontera entre la substancia y la forma, según Hjelmslev, tanto como la frontera entre el objeto dinámico y el objeto inmediato, según Peirce, también se desplaza. No puede ser de otra manera, pues to que la frontera entre el plano de la expresión y el del contenido se desplaza constantemente, tal como lo hemos sostenido. Cada vez que la fron tera entre expresión y contenido se desplaza, aparecen nuevas correlaciones entre formas, que suspenden las formas precedentes. La mayor o menor estabilidad de la frontera entre forma y substancia de pende de la memoria del análisis, así como de su progresión; fran quean do el paso: esa frontera depende del punto de vista adoptado por el analista, y, en consecuencia, de la posición que se atribuye a sí mis mo.
2.3.3 Hacia una significación sensible
Hemos observado más arriba que las definiciones de apariencia lógi ca, propuestas para describir la función semiótica, a saber la arbitrariedad o la necesidad (función también a veces definida como presuposi ción recíproca), no eran ni definitivas ni muy operatorias. Cierto es que fundaron en los años cuarenta y cincuenta la consistencia de un objeto de co no cimiento —lo que no es poco—, en un universo de pensamien to don de la lógica matemática era un modelo de referencia; aun cuando re sultan en parte verdaderas, no proporcionan un punto de partida sa tis factorio para una semiótica del discurso.
La dimensión sensible y perceptiva parece más rica en enseñanzas. Re capitulemos: los dos universos semióticos son deslindados por la toma de posición de un cuerpo propio. Las propiedades de ese cuerpo pro pio, que se pueden designar globalmente con el término propioceptividad, pertenecen a la vez al universo interoceptivo y al universo exteroceptivo. La reunión de los dos universos, con vistas a hacerlos significar en conjunto, se hace posible por el tercero, y en particular por el he cho de que pertenece a la vez a los otros dos.
El cuerpo propio hace de esos dos universos los dos planos de un len guaje. Que esa operación desemboque en una presuposición recíproca resulta de poco interés fren te a esta última proposición: el cuerpo sensible está en el corazón de la función se miótica, el cuerpo propio es el operador de la reunión de los dos planos de los lenguajes.
Esta simple fórmula: la semiosis es propioceptiva, tiene numerosas repercusiones. La más evidente, por el momento, tiende a esta nueva proposición: si la función semiótica es propioceptiva más que lógica, entonces la significación es más afectiva, emotiva, pasional, que conceptual o cognitiva. Otras consecuencias aparecerán más adelante, particularmente en los capítulos consagrados al discurso y a lo sensible.
2.3.4 Los estilos de categorización
Una de las capacidades fundadoras de la actividad de lenguaje es la ca pacidad de “categorizar” el mundo, de clasificar sus elementos. No se pue de, en efecto, concebir un lenguaje que sea incapaz de producir tipos, puesto que se necesitaría una expresión para