Miguel Tornquist

Ladrón de cerezas


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hasta que comprendió que debía responder sin pensar.

      —Mi libertad, probablemente. Nada valoro tanto como las alas invisibles que recorren mi espalda y me permiten emprender vuelo.

      Rufino era un hombre tan rudimentario para algunas cosas, tan cavernícolamente prehistórico, que, en un acto reflejo, inclinó su cuerpo para cerciorarse de que las alas invisibles no se encontraran efectivamente allí.

      —Seguramente pensarás que soy un hombre desquiciado —continuó Salvaje—, pero de alguna manera envidio la inconmensurable libertad del vagabundo que extrema precauciones para mantenerse por fuera del sistema y anda callejeando sin rumbo fijo en una ciudad que se despliega como un abanico de oportunidades, y colores y telas y varillas que se agitan y sacuden la monotonía diaria con una bocanada de aire que no se puede hallar en las prácticas habituales del buen samaritano; la fiesta inimputable con colegas esporádicos que se visten el día y se desvisten la noche según los harapos que hayan podido recolectar por obra y gracias del Espíritu Santo, tomándose un tinto de cartón con la fiel compañía de cuatro o cinco perros de raza dudosa que en su perra vida imaginaron convertirse en ávidos concurrentes de semejantes tertulias.

      —Efectivamente creo que estás desquiciado —reflexionó Rufino.

      —Establecer domicilio en cualquier esquina y pasar la noche con un cobertor contra la cara y un recipiente de hojalata con granos de maíz para que picoteen las tórtolas y demás plumíferos; mear a la sombra de un ombú, o a la fresca del jacarandá de alguna esquina olvidada; el alboroto hormonal por la emancipación a la presión impositiva, a la contingencia del impuesto a los ingresos brutos, a las ganancias, a respirar y a los jefes abusivos. Y de cuando en cuando, algún golpe de suerte al tropezar con un billete de lotería aprisionado entre dos juntas de adoquines, o con una moneda de 5 pesos, o con una revista de turf que te tira la fija de la sexta carrera del domingo.

      —También hay otra cara de la moneda —mencionó Rufino—. Da pena verlos durmiendo a la intemperie en noches congeladas, sentirse eludidos por su olor nauseabundo, o sucumbir a la contingencia de no poder contar con un sistema de salud adecuado, o comer del basurero o de cuando en cuando escapar a los tumbos de los palos de la policía.

      —Daños colaterales que ni se comparan con la sublime sensación de cagarte en el deber ser, en tener la fortuna de no tener nada, exceptuando lo único que nadie no puede no tener: libertad. Preguntale a un preso si no le cambia su vida a un mendigo.

      Rufino bajó los ojos por un momento. Una especie de lluvia fina le humedeció sus convicciones, le encogió sus certezas y lo apuró a reservar un billete de cien pesos para el vagabundo que estableció domicilio en la esquina de su casa.

      —¿Qué cosas no te dejan dormir de noche? —continuó Rufino.

      —El irritante zumbido del mosquito —contestó Salvaje con una literalidad digna de Rufino, pero no de él.

      —Dípteros zancudos, una manga de crápulas —asintió Rufino mientras retiraba lentamente la película plástica de celofán que reposaba arriba de la mesa y recubría un paquete de cigarrillos, lo acercaba a su boca y comenzaba a resoplar con tal maestría que un chillido similar al zumbido de un mosquito emergió en el ambiente y se hizo carne en los oídos de Salvaje, pzzzpzzzpzzz.

      —¡Aflojá, flaco! Me produce dentera ese sonido, al igual que el arrastre de la tiza y las uñas en la pizarra.

      —Vos te la buscaste, che, te estoy hablando en serio.

      —No sé por qué, pero creo que perder la elección por tercera vez consecutiva sería el fin de mi carrera política. Me considero un tipo joven y con mucho hilo en el carretel. ¿A qué me dedicaría después?

      —A vagabundear por las calles —dijo Rufino sin un atisbo de ironía. A veces se expresaba como un niño que no había crecido y que escupía a borbotones su ingenuidad.

      —El Partido Republicano se juega mucho en esta elección, no solamente la gobernación de la provincia de Buenos Aires, sino también otras quince gobernaciones provinciales, incluyendo la jefatura de gobierno de la ciudad de Buenos Aires, intendencias, municipios y obviamente la presidencia de la nación donde la doctora Septiembre Del Mar se postula por primera vez como candidata a ejercer la primera magistratura.

      La sola mención de Septiembre Del Mar le fue absolutamente indiferente a Rufino, pero mortalmente devastadora a Salvaje que intentó eludir de manera estéril involuntarias convulsiones de espinas clavadas en cada vocal, en cada consonante, en cada acentuación, en cada unidad estructural que conformaban el nombre de Septiembre y que no podía quitar ni con las migajas del amor evidentemente no correspondido.

      Salvaje apretó los dientes y siguió hablando como si un tren no lo hubiera pasado por encima.

      —Septiembre Del Mar ordenó alinear la campaña de todos los candidatos del Partido Republicano bajo una misma línea de comunicación, bajo una misma premisa, y bajo el mismo liderazgo indiscutido del gurú de la comunicación política, el licenciado Mariano Menéndez.

      —Altísimas enunciaciones de bajo… —murmuró Rufino.

      —¿Eh?

      —No nada, seguí nomás...

      —Para de esa manera apoderarnos de un estilo de comunicación propio y reconocible que represente a todos los candidatos por igual, ya que en definitiva militamos en el mismo espacio político.

      —¿Mariano Menéndez no era acaso aquella persona a la que le cancelaste la reunión el otro día?

      —Sí.

      —Extraña manera de tratar a un gurú.

      —Por como viene la mano con vos, he de reconocer que tal vez me apresuré un poco.

      —De todas maneras, me extraña semejante desorden analítico de una mujer inteligente —reflexionó Rufino mientras se rascaba a mano limpia el sobaco izquierdo. Como si todos los candidatos estuvieran cortados por la misma tijera, como si no se tratara de personas que piensan y sienten diferente, como si se los pudiera enlatar como conservas de picadillo de paté o como una novela brasileña. Las personas no votan partidos, las personas votan personas, y cuanto más genuinas sean, mayores chances de ganar una elección.

      —Es verdad eso que decís, Rufino. De hecho, me tomé la libertad de introducir a Septiembre y a todo su equipo de asesores en comunicación a nuestra conversación sobre Jung y su teoría de los arquetipos. De una vez por todas tenía que animarme a patear el tablero y agitar las aguas estancadas de mis convicciones. No soy de amedrentarme fácilmente ante ciénagas pantanosas desprovistas de huellas humanas. Esa mañana me dio por ensayar un decente alegato sobre las marcas arquetípicas y su posible comportamiento en territorios políticos inexplorados.

      —Debo reconocer que llevás bien puesto tu nombre —dijo Rufino.

      —Tras un largo recorrido sobre el posicionamiento y el propósito de marcas icónicas como Coca-Cola o Harley-Davidson, más una detallada descripción de sus logros comunicacionales establecidos en décadas de coherencia estratégica, propuse apropiarnos de ese estilo de comunicación de productos y convertirnos en pioneros de una nueva etapa de comunicación política sustentada en principios emocionales arquetípicos y no solo en valores racionales empíricos. Al dar por concluido mi alegato, me recliné en la silla y aguardé de brazos cruzados las conclusiones de la comitiva presente, mejor dicho, la sentencia, ya que un silencio sepulcral se apoderó de la sala.

      —El silencio habla a gritos, Salvaje.

      —Luego de varios minutos de sigilo que parecieron horas, algunos miembros de la comitiva del Clavo Menéndez comenzaron a reírse bajito como en una transición suave y progresiva de colores en degradé que se fueron superponiendo uno por encima del otro en risitas tibias que se amontonaron en carcajadas y desafiaron las cualidades acústicas de la sala. Era tal el alboroto que andaban todos doblados de risa y con los ojos fijos en mí. Bueno, en realidad no todos porque Septiembre se mantenía con un temple sereno, sosegado, sin emitir opinión ni manifestar dictamen alguno.

      —Es