Miguel Tornquist

Ladrón de cerezas


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vez porque no estás del todo convencido.

      —Si no lo estuviera no me hubiera expuesto ante la candidata a la presidencia de la nación. ¿No te parece?

      —Me parece que sí, hermano, perdoná…

      —Septiembre se mantenía imperturbable, con gesto adusto, carente de emoción. Se la notaba por demás intrigada e inmiscuida en el relato que acababa de escuchar. Al notarla tan abstraída en sus propios pensamientos las sonrisas mermaron considerablemente y un silencio de submarino a mil metros de profundidad se apoderó nuevamente de la sala.

      —Ya habían expresado su opinión, Salvaje, eso quedó tan claro como las turbias aguas del Riachuelo.

      —Una opinión, al menos, con ciertos altibajos. En ese instante, Septiembre arrinconó al Clavo Menéndez, le pidió su opinión, y lo expuso como a una rana en un laboratorio. Se lo notaba inquieto, intranquilo. Era evidente que no se sentía a gusto en esa situación. De haberse podido escabullir como una rata lo hubiera hecho, pero ya no le quedaba ratonera por donde escapar.

      —¡Le pagan para eso! ¿O acaso lo hace gratis?

      —Gratis no, pero regalado sí. Al verse tan comprometido no le quedó otra opción que afinar desganadamente las cuerdas vocales y comenzar a despotricar contra los arquetipos, contra Jung, contra el inconsciente colectivo, y de paso te embarcó a vos también en una etimología de “todos a la misma bolsa”.

      —Qué macana, che. Jung se estará revolcando en su tumba.

      —Te tenía estudiado, eso quedó claro cuando inició su alegato. Dominaba en detalle aspectos personales de tu vida; estaba al tanto de tus miserias y de la mugre que cada uno oculta debajo de la alfombra. Y las expuso sin remordimiento alguno por defenestrar de semejante manera a un colega.

      —He tenido algunos logros en mi vida, también.

      —No se detuvo en ellos.

      —Probablemente porque no estaba al tanto de la sífilis que me contagié a los diecisiete años al entregarme a los placeres de Michu, la madama del prostíbulo de avenida Santa Fe al mil quinientos y pico. Qué lindas épocas aquellas... haceme acordar que te cuente cuando me hice pasar por Napoleón y me corrieron cuatro locos en el Borda.

      —El clavo Menéndez te describió como a un hombre sumamente reservado, de una reputación resbaladiza, un publicitario de poca monta, farsante, embustero, mujeriego, y con una dudosa teoría psicológica que no había sido probada dentro de la cultura de marcas y mucho menos dentro del mundo de la política.

      —Es la delicadeza misma —reflexionó Rufino.

      —Parece que te conoce bastante bien.

      —El Clavo y yo nos parecemos menos de lo que parece.

      —Ante semejante exabrupto hacia tu persona, Septiembre se alineó a él y dio la orden de ejecutar todas las campañas publicitarias de los candidatos del Partido Republicano bajo los mismos lineamientos de comunicación.

      Lejos de amedrentarme, le manifesté que pretendía candidatearme por tercera vez consecutiva a la gobernación de la provincia de Buenos Aires consciente de que en las últimas dos elecciones había salido derrotado comportándome como el mejor compañero de la clase, pero que esta vez prefería ganar la medalla al más desobediente de la escuela. Le expresé abiertamente que había llegado la hora de emanciparme, hacer valer mis propias convicciones y revelarme al sistema, y que mi renuncia se encontraba a su disposición en caso de que no comulgara con mis ideas.

      Una cosa había que reconocerle a Salvaje y era su empecinamiento cuando algo se le metía en la cabeza. Ese mismo empecinamiento que habían sufrido el Aconcagua y los siete mares ante un intruso que en un par de expediciones los dejó culo para el norte.

      —¿Y qué pasó después?

      —Como no podía ser de otra manera el Clavo Menéndez se mostró escéptico de mi comentario, pero Septiembre se sintió atravesada por un sentimiento ambivalente entre la imperiosa necesidad de encolumnar a la tropa y el noble encandilamiento de reconocerse en un soldado que se animaba a romper filas por seguir su intuición. Finalmente primó el sentido común y accedió a liberarme de las cadenas del partido y a darme luz verde para hacer y deshacer mi candidatura como mejor me pareciera, de manera independiente y autónoma. Aunque fue intransigente al afirmar que en caso de que saliera nuevamente derrotado sería el fin de mi carrera política.

      —Me alegra que haya accedido, Salvaje. Todo el mundo despotrica contra las ovejas negras, pero al final del día, son las únicas que se atreven a saltar la verja.

      —El Clavo Menéndez intentó persuadirla y comenzó a agitar sus brazos vehementemente intentando evitar que me utilizaran como conejillo de Indias, ya que entendía que la única fórmula para acceder al poder se limitaba a la elección de un buen candidato, y en menor medida, a la confección de una buena campaña.

      —Es increíble cómo muchas veces la desesperación te obliga a enterrarte a vos mismo pegándote un tiro en un pie. Suena por demás contradictorio el argumento de Menéndez —reflexionó Rufino sin inquietarse. Pero hay algo de cierto en sus palabras: en primer lugar, el candidato, después la campaña. Pero no como entidades independientes ni autónomas entre sí, sino como una simbiosis de dos elementos heterogéneos que se fusionan y forman un núcleo homogéneo. Una ensalada de candidato y campaña condimentada con arquetipos. Envase y contenido todo revuelto en una misma unidad indisoluble.

      —¿Envase y contenido? —se interesó Salvaje.

      —Una asociación mancomunada de dos elementos perdurables.

      —Los envases vacíos se tiran.

      —Justamente por eso debemos llenarlos de contenido.

      —Por lo visto nos vamos entendiendo.

      —Así parece, pero retomemos la senda de nuestra catarsis biográfica. ¿Tus películas favoritas? —preguntó Rufino.

      —Indiana Jones, Star Wars, Náufrago —enunció Salvaje recuperando la línea de la conversación mientras levantaba la mano para pedir su segundo café, aunque en esta oportunidad la balanza se inclinaría por una infusión Medium Road originaria de Kenia.

      —¿Un personaje admirado?

      —Neil Armstrong, Jacques Cousteau, Ernest Hemingway.

      —¿Una marca de autos?

      —Jeep.

      —¿Un deporte?

      —Surf.

      —¿Una marca?

      —Red Bull.

      —¿Una marca de indumentaria masculina?

      —Timberland, Wrangler, Patagonia.

      —¿Una bebida alcohólica?

      —Johnny Walker.

      A medida que avanzaba la entrevista, Salvaje sacudió sus prejuicios, se fue aflojando el nudo que le aprisionaba la garganta, y su evocación floreció como un árbol genealógico cuyos brotes ramificaron la conversación por el espacio de horas y horas transportándolo a Manchita, su fiel dogo de la infancia cuyo apodo no le hacía justicia a la fama del animal, a su abuela Nelly que a los noventa y cinco años había muerto de nada, que es la manera más difícil de morir, al pelotazo en el vidrio roto del vecino, a su ojo en compota por esa noble adicción de perseguir amores imposibles, a sus sueños incumplidos de convertirse en piloto de líneas comerciales, a su tía Malela y su mousse de chocolate con doce huevos batidos a mano y sus budines de naranja. Compadecía la indulgencia de sus padres por haberse mantenido unidos por amor a sus hijos y no por amor a ellos mismos; como si sus hijos fueran a aplaudir la resiliencia de sus padres de extender la agonía, en lugar de celebrar la desobediencia por claudicar a un amor envejecido.

      A pesar de haber contraído matrimonio en dos oportunidades, se quebró al adentrarse en las vicisitudes del amor verdadero del que se sentía ajeno