Miguel Tornquist

Ladrón de cerezas


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Un hombre de temer, un farsante, un impostor, un ser inescrupuloso capaz de embaucar a millones de argentinos en una empresa deficitaria para todos, menos para él. Lo único coherente en su persona era la correlación de su atroz aspecto exterior con su espeluznante aspecto interior. Un rostro marcado por la viruela que le ocasionaba una afección en la piel con áreas escamosas y zonas rojas. Una figura antropomórfica contorneada por anillos de sebo trazando circunferencias en espiral alrededor de un cuerpo gelatinoso y un vientre tan explotado que los botones del pantalón se ganaban, con creces, el jornal de cada día. Hasta los ojos eran fofos. Su inherente traje negro de marca dudosa lo acompañaba en sus recorridas habituales con la fiel compañía de una costra de caspa tan blanca que alguna vez un cocainómano confundió su hombrera y la aspiró. Era un fumador tan empedernido que los cigarrillos olían a él, y sus dientes tan negros que, al sonreír, su cara parecía virar a un tono extremadamente blanco, y su mal aliento crónico viraba al azul la cara de los desafortunados oyentes que se le plantaban a menos de un metro de distancia. Al expresarse de manera atolondrada se le formaban repugnantes montículos de espesa saliva en los extremos de las comisuras de la boca. Un ser tan repugnante como Micaela Dorado, capaz de aspirar de esa espesa saliva por un centímetro de poder y algo de reconocimiento. Una mujer con el estómago de la mosca que sobrevuela por la mierda sin molestarse por enmascarar la escatológica fragancia posándose de cuando en cuando sobre algún jazmín.

      Las cifras oficiales mostraban a Salvaje Arregui siete puntos por debajo de Micaela Dorado y con el margen ampliándose.

      El pronóstico no era el más alentador.

      —¡Otra vez sopa! Se ofuscó pesadamente Salvaje, mientras encendía el vigésimo cigarrillo Marlboro. No hay manera de revertir semejante diferencia. Lo mismo me ha sucedido en las dos elecciones anteriores. Para qué darle más vueltas al asunto. ¡Se terminó! Era mi última oportunidad de convertirme en gobernador de la provincia de Buenos Aires.

      —¿Por qué hablás en pasado? —preguntó Rufino—. Aún contamos con tiempo suficiente para revertir esta tendencia decreciente.

      —¡Seis meses no es tiempo suficiente para recortar siete puntos en las encuestas!

      —Nacen bebés seismesinos.

      —Vos y tus metáforas…

      —Mientras sigamos el plan al pie de la letra podremos dar el batacazo.

      —¡Los batacazos solo pasan en el hipódromo! ¡En ningún otro lugar pasan! —gritó, Salvaje enfurecido—. Esto se trata de política y en política no hay lugar para sorpresas ni resultados inesperados.

      —Vamos a atacar el problema real en lugar de seguir dando vueltas por la periferia —replicó Rufino.

      —Tal vez aún estamos a tiempo de cambiar el rumbo. En una de esas Septiembre tenía razón —balbuceó un Salvaje pensativo—. Me genera ansiedad la posibilidad de haberme equivocado.

      —La ansiedad es pensar que siempre se pudo haber elegido algo mejor: una esposa mejor, un trabajo mejor, un auto mejor, una casa mejor. Y de esa manera entrás en un círculo vicioso de nunca acabar que finaliza irremediablemente en un aneurisma. Debemos validar nuestras propias decisiones y confiar en nosotros mismos.

      —Eso y decir que te conformás con poco es básicamente lo mismo —lo inquirió Salvaje.

      —Hay que valorar lo que uno tiene, che, que es muy distinto. El verbo conformarse tiene mala fama, porque uno no debe mirar únicamente hacia arriba, también debe mirar hacia abajo y reconocer el centro como nuestro punto de equilibrio.

      —Es que tengo ambiciones por superarme.

      —La ambición es el motor que nos mueve todos los días. Es necesaria la ambición. Pero cuando la ambición ambiciona desmesuradamente se convierte en el azúcar que se estanca en el fondo de la taza de café y ya no se disuelve en el líquido por estar excedido justamente de azúcar.

      —La ambición tiene la buena fama que le falta al conformismo —dobló la apuesta Salvaje.

      —Todo en su justa medida —concluyó Rufino.

      Al otro fin de semana, Salvaje canceló sus habituales partidos de fútbol con amigos para embarcarse en un velero rumbo a Colonia, Uruguay, con la única compañía de cuatro o cinco peces muertos que flotaban panza arriba a la orilla del río. Era un tibio sábado de madrugada cuando soltó amarras en el puerto de San Isidro y aceleró hacia el Río de la Plata a una velocidad promedio de cinco nudos por hora. El clima se perfilaba óptimo y se propuso alcanzar el puerto de Colonia al anochecer. No llevaba combustible en el motor. El desafío era navegar a vela únicamente: Salvaje, el río y la embarcación, una fiesta de tres invitados únicamente; y el viento que se colaba de cuando en cuando saltando por la medianera. La prensa fue invitada especialmente a cubrir la travesía. Rufino se apuró en entregarles la hoja de ruta del trayecto y los alentó a tomar fotografías y capturar imágenes audiovisuales del inicio de la travesía. Salvaje se hizo angular en las lentes de las cámaras que le deformaban su descolorida sonrisa por el ojo de pez. Sus focales reflejaban a un navegante con su barba mal afeitada, jeans gastados, camisa leñadora y un sombrero de paja estilo canotier. Llevaba en su mano derecha el cuento de Hemingway: El viejo y el mar y en su mano izquierda una pipa que Rufino se había ocupado de reemplazar por sus habituales cigarrillos Marlboro. Haciendo unos pequeños movimientos giratorios deslizaba las velas y calibraba la aguja náutica con una destreza que llamaba la atención. Al momento de zarpar experimentó una sensación de sosiego, una conciliación tan ancha como las aguas que iba a navegar; un presagio de medialuna en el café, de miga de pan en el huevo, de dedo en la torta, enlazados en un festín de una versión superadora de sí mismo. Lo alborotaba un cosquilleo en el pecho, un ejército de hormigas coloradas que avanzaban a paso redoblado sobre un campo de batalla minado por el desasosiego y la contrariedad de lo no auténtico, lo ilegítimo, lo que no es y debería haber sido.

      Rufino acertó, pensó Salvaje mientras estiraba las velas de la embarcación. Es evidente que me estremece la adrenalina de lo inesperado porque yo soy el agua que baña mi velero, yo soy el viento que empuja mi vela, yo soy el casco que mueve mi embarcación. Este río, este viento, este casco son los elementos que me estabilizan y me hacen flotar, no aquel desconocido que maniobra el velero. Nadie me asegura el triunfo siendo río, siendo viento, siendo casco, pero tampoco nadie me lo asegura siendo esquina, siendo asfalto, siendo embotellamiento. Si he de caer, que sea en remolinos de agua en lugar de bloques de cemento.

      Al otro día, ya anocheciendo, una estela de espuma blanca que se acercaba al puerto de Buenos Aires se apareció entre las aguas del apacible Río de la Plata dándole la bienvenida nuevamente al hombre en el que Salvaje se había convertido. Solo Rufino lo esperaba y una periodista de un diario amarillista que había documentado la partida el día anterior y se había sentido particularmente atraída por un no sé qué de Salvaje. La repercusión de la travesía no había sido la esperada por Rufino, pero le restó importancia. Un solo medio de comunicación de la relevancia de jornal amarillista era suficiente para amplificar la noticia.

      Con suma habilidad Salvaje amarró la embarcación haciendo uso de los cabos y motones que parecían danzar graciosamente entre sus dedos. Al descender, extrajo del bolsillo superior de su camisa leñadora un sobrecito transparente con la cantidad justa de tabaco para rellenar el hueco del tazón de la pipa de madera y lo aprisionó y lo apretó en el recipiente hasta que las hojas estuvieron lo suficientemente compactadas y maceradas para dar inicio al ritual de la combustión. Con suma delicadeza acercó al recipiente una llamita de nada, la encendió, la llevó a su boca, y comenzó a aspirar una serie de bocanadas de aire poco profundas que avivaron el fuego hasta que la intensidad de las llamas comenzó a ceder dramáticamente para al final extinguirse en brasas de hojas secas y en humo y en Hemingway.

      Por no contaminar la escena, Rufino interrumpió el paso de una pareja que accidentalmente se paseaba por allí y se disponía a interponer, desinteresadamente, su silueta entre la lente de las cámaras y la figura del agua, el viento y la embarcación hecha carne y hueso. Todo el ritual fue documentado por la periodista del diario amarillista que volvió a percatarse de un qué sé yo que le llamaba la atención en Salvaje.