Priscila Serrano

Nuestro amor en primicia


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La simpleza es algo que no está a tu alcance, eres mucho más que eso. Tú eres luz, eres una persona espléndida que da amor sin pedir nada a cambio… eres todo lo contrario a simple, Lucía y yo te enseñaré a verlo —expresó con voz ronca.

      Había cambiado el temor que tenía para demostrarme lo que me quería, lo que pensaba de mí. Pablo era así, te enseñaba lo bueno de cada persona y eso lo hacía siempre conmigo.

      Siempre pensé que nadie podría volver a enamorarse de mí, porque si uno lo hizo y me dejó. ¿Quién lo haría de nuevo? ¿Quién iba a querer a una joven como yo, teniendo un bebé a cargo?

      No quería engañarle, no quería que se hiciera ilusiones conmigo, pues, aunque deseara amarle, mi estúpido corazón latía por otro.

      —Pablo… —Puso un dedo en mis labios para callarme.

      —No digas nada. —Suspiró—. Sé que no me amas, lo sé y, aunque me jode que así sea, esperaré el tiempo que sea necesario, porque estoy seguro de que llegaré a entrar en tu corazón.

      —No sé si algún día consiga quererte, Pablo y no quiero que te pierdas toda una vida luchando por conseguir algo que a lo mejor no logras —le dije sinceramente—. Yo te quiero muchísimo, te aseguro que eres un gran hombre que…

      Sus labios se pegaron a los míos, callándome de nuevo, pues parecía no querer escuchar nada de lo que le decía. Me dejé llevar, hice todo lo posible por disfrutar ese beso, por disfrutar el momento. Pablo me cogió en brazos y enrosqué las piernas alrededor de su cintura. Sus manos bajaron hasta mi trasero y tras apretarlo, provocando que un gemido se me escapara desde lo más profundo de mi garganta, mordió mi labio inferior con delicadeza, un simple mordisco que te dejaba con ganas de más.

      Caminó conmigo hasta la cama y cuando caímos, los pétalos volaron hacía arriba. Era todo precioso, algo que cualquier mujer disfrutaría estando enamorada. En cambio, yo, solo disfrutaba de buen sexo, aunque quisiera darle algo más.

      —Solo quiero hacerte feliz —dijo entre beso y beso—. Déjame hacerlo, déjame ser el padre de Edu, déjame que sea algo más que tu amigo, Lucía.

      Me perdí, en el momento en el que mencionó a mi hijo, me perdí… Él era más importante que nada en este mundo, que mi propia felicidad y si para que viviese en un hogar feliz, debía casarme con Pablo, darle la oportunidad de entrar en mi corazón, lo haría.

      —Acepto, Pablo. Seré tu esposa —respondí y su boca volvió a buscar la mía, besándome con pasión.

      Era muy fogoso y me hacía delirar. Cada encuentro con él era diferente, cada momento, cada caricia, cada beso, siempre era diferente. Pablo era un buen hombre, uno de esos a los que no podías dejar escapar, uno que, merecía ser feliz y yo, yo lo haría, haría todo lo que estuviese en mi mano para que lo fuera, lo fuéramos.

      El día del enlace.

      Estaba demasiado nerviosa, solo habían pasado unos meses hasta este día en el que estaba a punto de darle el sí quiero a Pablo. La verdad era que después de mucho meditarlo, de mucho hablarlo, llegué a la conclusión de que sí, de que podría ser que un día llegase a sentir lo mismo que él sentía por mí. Y estos días atrás, me había dado cuenta de que la boda era algo que no me disgustaba, al contrario, me hacía feliz. Era feliz en este momento y mi familia lo era aún más.

      —Hija, estás bellísima —dijo mi madre cuando me di la vuelta.

      —No exageres, mamá.

      —Siempre menospreciándote cariño. Eres una mujer hermosa y buena… además, tienes a tu lado a un hombre que vale millones —reconoció. Era cierto, lo de Pablo digo.

      Asentí y tras darle un fuerte abrazo, salí al salón donde mi padre nos esperaba junto con mi hombrecito. Al verme, soltó una pequeña lágrima y lo abracé con fuerza.

      —Estoy muy orgulloso de ti, hija —susurró en mi oído.

      —Te quiero, papá —declaré.

      Cuando terminamos de prodigarnos todo el amor que sentíamos, salimos del apartamento para ir a la iglesia. Bajamos y en la puerta del edificio nos esperaba una limusina, Pablo había pensado en todo, como aquella noche que me pidió matrimonio. Entramos y en cuanto se puso en marcha, me entró el pánico, provocando en mi interior un miedo enorme. ¿Y si me estaba equivocando? ¿Y si no era adecuado casarse con alguien sin amarle? ¿Y sí? ¿Y sí? Mierda, solo eran puras preguntas estúpidas que no me daban una respuesta coherente. Tenía que ser fuerte, ser la mujer que él necesitaba. Tenía que amar a Pablo de una vez.

      Al llegar, las manos me sudaban y mi pecho se apretaba. Estaba muy nerviosa por el paso que iba a dar, pues después de esto, no había marcha atrás.

      Mi padre me ayudó a salir y mi madre llevaba a mi pequeño de la mano, ya que caminaba algo mejor. Ellos fueron los primeros en entrar y avisar de mi llegada. No teníamos demasiados invitados, mi familia no era muy grande, solo tenía una tía por parte de madre y una prima a la que no veía desde los quince años. Y la familia de Pablo era más o menos igual, solo tenía a su madre, pues su padre murió cuando él tenía catorce años. A su madre la acompañaba, Elena, mi cuñada a la que conocí hacía apenas dos semanas, la verdad era que nos hicimos buenas amigas. Algún que otro familiar más y varios amigos de la universidad. Yo no era demasiado sociable y apenas tenía amigas, yo las llamaba compañeras nada más.

      Comencé a caminar lento y la música nupcial sonaba despacio. Pablo se dio la vuelta para mirarme y me regaló la sonrisa más perfecta que tenía, aunque para mí siempre era la misma. Al llegar, mi padre me entregó a él y le dijo en el oído que como me hiciera daño le cortaría las pelotas, que menos mal que lo dijo bajito, si no, estaba segura de que nos echarían de la iglesia y no nos casarían.

      La ceremonia fue preciosa y, aunque no fuese la novia más radiante del planeta, sabía que sería feliz con Pablo. Escuché la voz del cura preguntarle a mi futuro esposo si me aceptaba y él sin pensarlo dijo sí, un sí tan grande que me emocionó. Entonces, cuando me preguntó a mí, sentí una mirada sobre mi cuerpo, clavada en mi espalda. Me giré unos milímetros y lo vi, sus ojos me escrutaban, me decían mil cosas, me pedían que no lo hiciera y por un momento estuve tentada a hacerlo, pero solo por un momento, porque volví a mirar a Pablo.

      —Sí, quiero… Claro que quiero.

      No volví a mirar, pero sabía que mi respuesta había hecho que se marchara de la iglesia y lo agradecí. Pablo cogió mis mejillas y me besó con dulzura, un beso lleno de promesas, unas promesas que me llenaban en alma en este momento en el que no podía dejar de recordar su maldita mirada pidiéndome volver con él. Esa mirada suplicante que no podría olvidar fácilmente.

      —Te quiero —dijo al separarnos.

      —Yo te querré, Pablo. Lo prometo.

      —Lo sé, preciosa.

      Tras esas palabras, salimos de la iglesia para ir a la celebración que, como no, sería el en Hotel Tower. Sí, habíamos tirado la casa por la ventana, más bien, Pablo lo había hecho. Su familia si tenía dinero y, aunque en un principio me negué, ya que no me gustaba ser una mantenida, le dio igual e hizo oídos sordos.

      El día se fue rápidamente y pasamos una velada perfecta unidos con nuestros más allegados. Cuando cayó la noche, Pablo me secuestró y me llevó hasta la habitación que esa noche ocuparíamos antes de irnos de luna de miel. No me hacía demasiada ilusión dejar a mi hijo con mis padres durante una semana, pero entre los tres me convencieron, así que Pablo y yo nos iríamos a la costa.

      Al entrar en la habitación, me cogió en brazos y me llevó a la cama. Ambos reíamos por ello y él, tras dejar de hacerlo, me besó con delicadeza, intentando con sus labios, llegar a mi alma, esa alma que tan escondida tenía y que, por tonto que pareciera, él estaba a punto de sacar a la luz.

      Me hizo el amor como si fuese nuestra primera vez. Me hizo disfrutar de él. Su corazón latía tan fuerte que a veces el mío hacía lo mismo. Pablo era