Priscila Serrano

Nuestro amor en primicia


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noche llegó y los nervios crecieron. Pablo debía está a punto de llegar y no sabía qué era eso que me tenía preparado ni con qué fin. Dejé a mi hijo dormido y salí en cuanto el timbre del apartamento donde vivía con mis padres, sonó. Salí corriendo, atacada de los nervios, no era solo por saber la sorpresa, sino, porque también tenía ganas de verle, hacía cinco días que no le veía.

      —¡Yo abro! —Grité en cuando vi a mi padre acercarse a la puerta.

      Me miró con una sonrisa y ¿feliz? Podría decirse que sí, que mi padre en este instante era feliz, por mí y por todo lo que había dejado de sufrir gracias al hombre que estaba a punto de entrar en casa.

      —Por fin llegas —dije tirando de él.

      Pablo se rio a carcajadas y cogiéndome por la cintura me dio un beso, primero en la frente y luego buscó mis labios, donde con solo un roce, provocó que me sonrojase, mi padre nos miraba y no me gustaba ser el centro de atención.

      —Estás preciosa —murmuró en mi oído.

      —Gracias, solo es un trapito que encontré por ahí —respondí bajito para que solo lo escuchara él, pero mi madre parecía tener los oídos bien puestos en nosotros.

      —¡Mentira! La he tenido que obligar a ponerse ese precioso vestido.

      —¡Mamá! —Me quejé.

      —Es verdad, si por ti fuera, irías a todas partes en vaqueros.

      Soltamos una carcajada. Yo asentí, pues tenía razón.

      —Bueno, dejen ya las risas y váyanse —nos apremió mi madre.

      —¿Nos estás echando mamá? —Pregunté alzando una ceja.

      —No, para nada cariño, pero tenéis que iros ya ¿verdad Pablo? —Lo miró a él.

      Mi novio asintió y le guiñó un ojo. Entrecerré los ojos, haciéndola conocedora de lo poco que me gustaban los secretitos y más cuando yo estaba en medio de ellos. Pablo cogió mi mano y salimos del apartamento, pero antes de que entrásemos en el ascensor, me paró y tapó mis ojos con un pañuelo de seda, poniéndome más nerviosa aún.

      —¿Esto es necesario? —Expresé.

      —Muy necesario. —Me dio un beso en los labios, pero esta vez más profundo—. Quiero que esta noche sea inolvidable.

      Me encogí de hombros con los labios apiñados y escuché como se reía. Entramos en el ascensor y luego la brisa otoñal chocó con mi cara, asegurándome de que ya estábamos en la calle, aunque por poco tiempo, pues Pablo me ayudó a entrar en un coche, supuse que era el suyo, pero no, porque él se sentó a mi lado, muy pegado a mí. Su mano derecha se entrelazó con la mía y se la llevó a los labios. Noté su nerviosismo y quise quitarme la venda, pero me lo prohibió.

      —No hasta que lleguemos.

      —No aguanto más.

      —Vamos, solo quedan unos minutos. ¡No seas impaciente! —Exclamó.

      No podía verle, pero noté su sonrisa, noté como su cuerpo se tensaba y erizaba. Eso solo podía afirmarme que lo que me tenía preparado, era algo muy importante, demasiado importante y eso solo provocaba que mi impaciencia se incrementase aún más.

      Unos minutos después, el coche se paró y esperé a que Pablo me ayudase a salir, pues aun no me dejaba quitarme el pañuelo de los ojos. Entramos a algún lugar, donde olía demasiado bien, se respiraba un ambiente relajado. Caminamos y volvimos a entrar en un ascensor, lo supe por el sonido. Comenzó a subir y subir, sin término alguno.

      —¿Piensas llevarme a la luna? —Pregunté divertida.

      —Si la quieres, no tienes más que pedirla —respondió bajando su mano que reposaba en mi espalda, hasta mi trasero.

      —No me tientes —respondí con la boca seca.

      No sabía realmente su juego, pero no me importaría averiguarlo. Cuando por fin y después de unos largos minutos, el ascensor llegó a la planta cincuenta. Sí, así dijo el altavoz del ascensor. Mis ojos se abrieron desorbitadamente, pues había pocos edificios en Madrid con tantas plantas y uno de ellos, era mi favorito. Siempre le había dicho a Pablo que tenía ganas de ver mi ciudad desde lo más alto, por la noche debía de ser una gozada.

      —Venga Pablo, déjame ver donde estamos —le pedí con voz suplicante.

      —Espera solo unos segundos más, por favor.

      Bufé cabreada y me esperé esos malditos segundos que parecían horas, unas eternas horas que me estaban volviendo loca. De nuevo sentí una brisa, aunque esta vez era más fresca, más fuerte y me quitó el pañuelo de los ojos, dejándome ver al fin donde estábamos. Me había traído al Hotel Tower; era uno de los más lujosos de Madrid y con el que yo había soñado tantas y tantas veces.

      Miré al frente, clavando mis ojos en las luces encendidas de mi ciudad, enamorándome mucho más de ella. Si algún día me pidieran que dejase mi hogar, no creía que lo hiciera, tendría que ser algo muy importante para alejarme de aquí. Tras unos minutos, en los que no podía apartar los ojos de Madrid, me di la vuelta, encontrándome a Pablo con una rodilla hincada en el suelo y un anillo entre sus dedos. Mi cuerpo se tensó, mis manos comenzaron a sudar y sentí una presión en el pecho tan fuerte, que no me dejaba respirar. No sabía el motivo, no entendía como un hombre que me conocía de unos meses solamente, podría estar pensando en matrimonio, en casarse conmigo. Yo era una muchacha humilde, una muchacha que tenía un hijo que no era suyo y que no sabía si le amaría algún día.

      —Sé que te he sorprendido, incluso más de lo que me esperaba —comenzó a hablar—. También sé que esto es una auténtica locura, pero ¿qué sería de nosotros sin algo de locura? ¿Qué sería de mí sin tu locura Lucía? —Me preguntó con la voz entrecortada—. Te has metido aquí. —Se señaló el pecho—. Tan profundamente que no puedo dejarte escapar, por favor ¿te casas conmigo?

      Sin decirle nada, me di la vuelta y caminé hasta el interior de la habitación que había alquilado para esta “sorpresa”. Miré todo a mi alrededor; estaba lleno de rosas rojas, de

      pétalos en el suelo, velas en las esquinas. Era todo precioso, pero yo no podía aceptar tanto, no podía aceptarle a él, pues no era a quien amaba.

      —Maldito Sergio que no me dejas seguir con mi vida —susurré con lágrimas en los ojos.

      Lucía

      Me quedé anclada al suelo, sin poder moverme. No podía irme de la habitación como si fuera una novia a la fuga. Que irónico ¿no? Siempre quise tener una noche de ensueño en este hotel, en donde me pedía matrimonio a la luz de la ciudad y cuando me lo cumplían, quien lo hacía no era el que tenía que hacerlo. Sentí las manos de Pablo en mi cintura, pasándolas delante para después abrazarme fuerte y pegarme a su pecho, el que latía fuerte, muy fuerte. Posó su barbilla en mi hombro y suspiró.

      —¿A qué tienes miedo Lucía? —Me preguntó.

      ¿Miedo? No, yo no tenía miedo. ¿A quién quería engañar? Claro que tenía miedo y mucho, pero no a él, no a lo que venía… mi miedo era a no poder amarle como se merecía, porque merecía tener a una mujer que lo quisiera de verdad, que le diese ese amor tan puro como el que él me regalaba a mí. Mis ojos seguían aguados, dejando salir unas lágrimas que demostraba lo frágil que era. Pablo me obligó a darme la vuelta y con sus dedos, secó cada lágrima que bajó por mis mejillas y luego las besó, siempre hacía eso cuando la visita de Sergio me dolía tanto. Había venido a verme tantas veces que no podría contarlas con los dedos. Siempre conseguía de mí lo mismo, una gran negativa a volver con él, a darle esa oportunidad que tanto me suplicaba, porque fue tan fácil para él dejarme aquí, como lo fue difícil para mí dejarle marchar.

      —¿Te he dicho alguna vez lo bonitos que son tus ojos? —Negué sorbiéndome la nariz.

      —Son