J. R. Williamson

Desde el huerto del Edén hasta la gloria del Cielo


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      Como resultado de nuestro estado original como criaturas hechas a la imagen de Dios con cuerpos y almas, tenemos ciertas bendiciones y responsabilidades. En nuestra relación con Dios, estas dos están estrechamente vinculadas; las cosas que Dios nos manda a hacer (nuestras responsabilidades) son “siempre para nuestro bien”—son de bendición para nosotros (comp. Deut 6:24). Si todo lo que Dios demanda de nosotros es para nuestro bien, entonces nuestro deber corre paralelo con nuestro deleite; nuestras responsabilidades son una causa de regocijo. Esto es demostrado en la introducción al mandato de la creación: “Los bendijo Dios, y les dijo: Fructificad y multiplicaos…” (Génesis 1:28). Es el pecado, y no los mandamientos de Dios, lo que nos ha hecho colocar las bendiciones y las responsabilidades en confrontación una con otra; pero en la redención, Dios restaura el deleite de hacer Su voluntad por el cual Sus leyes y mandamientos se convierten en una bendición para nosotros, como lo eran para Adán y Eva. Tomemos un inventario de las bendiciones y responsabilidades que Dios confirió a la humanidad en la creación.

      Primero, el hombre ha de ser la imagen de Dios. Él ha de actuar según fue diseñado cumpliendo la función para la que fue hecho. Esta característica central de la responsabilidad del hombre no es mencionada explícitamente, pero es fuertemente insinuada. La bendición de esta responsabilidad para el hombre no puede ser exagerada. La vida del hombre no puede tener un significado e importancia más grande que el carácter de Dios. No podemos tener más satisfacción y gozo que cuando estamos siendo aquello para lo cual Dios nos hizo—los portadores de Su imagen. Toda búsqueda de excelencia fuera de Dios es un hoyo vacío en el cual son vertidos nuestro tiempo, tesoro y energía. ¿Qué valor real hay en vivir para alcanzar la excelencia en educación, atletismo, o cualquier otro campo profesional? Si esto es todo lo que hay para lograr, entonces la vida es una maldición y no una bendición (Eclesiastés 1:2-4, 14; Mateo 6:25; Santiago 4:13-14). Pero si buscamos ser aquello para lo que Dios nos hizo, y reflejar Su imagen, ¿qué objetivo más grande podríamos imaginar? Ser como Dios en amor, compasión, justicia, virtud, bondad, misericordia, gozo, contentamiento, santidad y pureza— ¡esto es bendición suprema! Otra característica de la responsabilidad de ser a la imagen de Dios es que siendo criaturas morales debemos obedecer la ley de Dios escrita en nuestros corazones. Por ejemplo, Adán no podía haber mentido y haberse salido con la suya al mentir, aun si él no comía del árbol de la ciencia del bien y del mal. Eso distorsionaría y tergiversaría la imagen de Dios porque la prueba que Dios le puso a Adán concerniente al “Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal” fue una prueba específica del compromiso general del hombre de obedecer a Dios y de andar en sumisión a Él de tal manera que reflejase Su gloria.

      En segundo lugar, el hombre ha de ser fructífero y multiplicarse. Desde el principio, fue la intención de Dios ver una multitud de gente sobre esta tierra. Adán y Eva fueron los primeros en oír el mandamiento de “fructificad y multiplicaos.” El propósito era “llenar” la tierra, lo cual habla de esparcirse a través de toda la tierra numéricamente mientras llevaban consigo el mandato de atenderla, mantenerla, ordenarla y someterla. Adán y Eva habrían de ver los hijos como una bendición. No hay un número mágico de hijos que a uno se le requiera para cumplir con el mandato de la creación, pero hay una disposición requerida, y es que las parejas han de desear y buscar tener hijos (Génesis 8:17, 9:1; Salmo 127:3-5).

      Una de las señales de una cultura degradada es la pérdida de un deseo, amor y cuidado piadoso hacia los niños como el que Dios tiene. Esto es evidente por la forma en la que la sociedad ve el aborto o que ve a los niños como una carga limitante a sus actividades egoístas. Ser fructífero y multiplicarse es una responsabilidad dada a toda la humanidad, pero también es una maravillosa expresión de la compasión de Dios hacia nosotros en que cada niño es un regalo del Señor y una verdadera bendición por la cual somos exhortados, mientras llevamos a cabo esta labor que imita a Dios de engendrar y criar hijos.

      En tercer lugar, el hombre ha de gobernar y someter la creación de Dios. Esta regla es una expresión de la identidad del hombre como portador de la imagen de Dios, y a la vez es parte de su identidad y su responsabilidad. El gobierno y dominio de Adán comenzó a lograrse por dos eventos en el huerto: Primero, en relación a la vida vegetal de la creación antes de la caída, se le dio un segmento para cultivar. El Señor plantó un huerto especial para el hombre (Génesis 2:8). Imagínelo— ¡un huerto sin yerbas malas o espinas o cardos, una porción especialmente diseñada de una creación perfecta! El hombre fue puesto en ese huerto y le fue dada autoridad sobre él como un gerente para labrarlo y guardarlo (Génesis 2:15). Este estado de perfección en el huerto no hizo que Adán se pusiese a mecer en una hamaca y a beber limonada todo el día, sino que lo animó a trabajar. Había un bueno, significativo y grato trabajo para hacer. Adán habría de labrar y guardar ese maravilloso huerto; el estaba “a cargo” de él. En resumen, el primer hombre fue el primer gerente.

      A Adán también le fue dada la tarea de nombrar todos los animales, lo cual nos indica que tuvo que usar la mente que Dios le dio para su labor en el huerto. Esto implica mucho más que llamarle “Felipe” a la cebra o “Manchitas” al Leopardo. Es muy probable que para poder nombrar a los animales hay tenido que separarlos y clasificarlos según su diversidad. Tuvo que estudiarlos y conocerlos suficientemente bien para poder designar cada uno apropiadamente. Principalmente, esta tarea demostró su dominio sobre los animales; el los definió, porque estaba a cargo de ellos.

      Dios ha bendecido al hombre con el gobierno de la tierra. Sin embargo, ahora el reto es mucho más difícil. Los “espinos y cardos” de nuestros empleos y del trabajo en general son recordatorios diarios de que somos criaturas pecaminosas que diariamente necesitan la ayuda y la gracia de Dios. A pesar de las dificultades, la actitud del cristiano hacia la tierra debería ser una de mayordomía; debemos ejercer dominio al cuidar, atender y guardar el mundo con el cual Dios nos ha bendecido. Los cristianos bíblicamente informados no ven la creación como algo semejante a nosotros, pero tampoco la vemos como algo que puede ser maltratado y desperdiciado. Podemos y debemos disfrutar libremente de las cosas que Dios ha hecho (Génesis 2:16), pero debemos hacerlo responsablemente, sabiendo que cualquier cosa que tengamos en este mundo la tenemos temporalmente prestada del verdadero Gobernante y Dueño de todas las cosas. En esta responsabilidad/bendición, Dios ha abierto todo en Su creación para nuestra provisión y disfrute como un medio para estimular nuestras mentes y ejercitar nuestros cuerpos. Él ha puesto ante nosotros, literalmente, un mundo de labor fructífera.

      Finalmente, el hombre ha de relacionarse y fomentar el compañerismo con sus semejantes. La última bendición/responsabilidad que Dios le confirió al hombre en su estado de inocencia fue el compañerismo. Después de darle todas las otras bendiciones, el Señor vio que el hombre todavía estaba incompleto; Él dijo: “no es bueno que el hombre esté solo” (Génesis 2:18). Por lo tanto, Dios hizo una ayuda idónea para que supliera sus necesidades, que le ayudara en la labor que Él le había asignado y que fuera compatible con él. Alguien con quien se pudiera comunicar. Ella era “de su costado,” ni más alta ni más baja que él en gloria esencial como criatura de Dios.

      Adán no necesitó tomar un test de personalidad, ni un servicio de citas para poder relacionarse con su compañera. Cuando vio la hermosa creación de Dios, fue inmediatamente evidente que eran pareja: “Esto es ahora hueso de mis huesos y carne de mi carne,” dijo él (Génesis 2:23). Él vio que ella era parte suya, y que correspondería exactamente a sus necesidades. El aislamiento de Adán fue la única cosa antes de la caída declarada como “no buena,” y por esto se nos recuerda que no es natural (podríamos hasta decir que no es humano) que un hombre esté solo y se aísle. Hay una necesidad de pertenecer, cooperar, e interactuar con otros seres humanos; sin embargo, la caída ha empañado la habilidad que el hombre tiene de percibir esa necesidad. El pecado ha distorsionado nuestra relación unos con otros, particularmente las relaciones hombre-mujer. Toda Escritura subsecuente concerniente a nuestra relación unos con otros surge de la relación que Dios estableció en la creación entre Adán y Eva (comp. 1 Corintios 11:3-9; Efesios 5:22-33). Adán también fue ordenado a “aferrarse” a ella—a estar unido y conectado a ella emocional, intelectual y físicamente por medio de una comunicación abierta y transparente. Estas