parece ser que fue Helvia quien más contribuyó a moldear la actitud obsesiva, escrupulosa y ética de su primogénito.
En la actualidad, los discursos sobre los deberes humanos están más cargados de normatividades inoperantes que de expresiones lógicas contundentes por su capacidad heurística, mientras que con Cicerón se podría decir que su discurso era potente y exuberante en lo tocante a su sistema simbólico, pero moderado y reducido en cuanto a la proliferación del sentido y la interpretación de normas. En la perspectiva de Mijaíl Bajtín, se podría decir que, sin interpretación no es posible la comunicación humana. Cicerón se preguntaba: “¿Qué retiro puede haber más honroso para una ancianidad acompañada y honrada que la interpretación del derecho?” (1992, p. XXVII). En esta perspectiva, se podría conjeturar que el ejercicio jurídico de los romanos, al no estar atestado de normas insulsas, era más fluido y eficaz, porque no se enredaba en el atolladero de una significación de nunca acabar. Es por lo que un juicio relativamente simple podría concluir en un plazo corto, pero el exceso de normas y de interpretaciones que de ellas se derivan llega a complicar tanto las cosas que el proceso judicial se extiende y se sale de control. Excesos en la interpretación de la hermenéutica jurídica que terminan por fastidiar tanto, que por ello muchos sujetos, en lugar de ampararse en la Constitución30 y en la ley para resolver un conflicto, prefieren hacer uso de la fuerza y de prácticas deshonestas no contempladas en la legalidad para alcanzar sus objetivos. Desde Cicerón se piensa que en el orden de la Constitución “nadie puede ser juzgado por hechos cometidos antes de la promulgación de las leyes, cuando tales hechos no eran considerados delitos” (citado en Cura, 2004, p. 45).
Esta situación da lugar a múltiples crímenes y a la creación ingenua de la figura de los jueces sin rostro. Como si el ejercicio del derecho se pudiera ejercer, de manera efectiva, sin saber de dónde o de quién proceden las decisiones judiciales, lo cual sería imitar en parte los procedimientos de los delincuentes, quienes sí saben cómo y tienen por costumbre camuflarse para llevar a cabo sus distintas modalidades delictivas. Ahora bien, por la personalidad de Marco Tulio Cicerón, podríamos decir que este insigne filósofo, abogado y defensor de los deberes morales y jurídicos, no habría estado de acuerdo con la figura de los jueces sin rostro, pues no era hombre partidario de maquillar la verdad o de disimular sus críticas respecto a las injusticias y los personajes siniestros de su época. Un hombre así, en la actualidad, sin duda duraría poco, o estaría expuesto (como Cicerón) a padecer un malestar constante y una profunda depresión, como consecuencia de avivar tan altos ideales.31 La figura de los jueces sin rostro constituye un intento por borrar la responsabilidad ética de los administradores de la justicia y por tanto un estímulo para que los enemigos de la verdad, la justicia y la reparación no respondan por sus actuaciones indebidas.
En este orden de ideas, es lícito decir que la desaparición de la verdad (entendida en su doble sentido como construcción simbólica y aproximación lógica a lo real) provoca una dinámica social en la que tanto el sujeto, como la familia y las instituciones tienden a ser cada vez menos claras y coherentes en el uso de la palabra y el lenguaje con respecto a la realidad. En tales circunstancias es entendible por qué cada sujeto anda a tientas respecto a la esencia de sí mismo o en relación con la subjetividad de los demás. Como si las virtudes griegas y romanas se hubieran evaporado paulatinamente en el curso de la humanidad, y solo nos quedara enfrentar el rostro de un mundo caracterizado por múltiples formas de la utilidad, desgajadas de la dignidad de lo honesto de dichas virtudes. Mientras la utilidad es buscada por los animales a causa del instinto, el hombre, que es también un animal, lo hace, pero por medio de la razón. Por esto, el hombre se diferencia de los animales, y por eso Cicerón “se aparta profundamente de la opinión de Pitágoras, que formaba la sociedad: Dios-hombres-animales” (Cicerón, 1992, p. XXX).
Ahora bien, aunque se han planteado por medio de la palabra y el discurso múltiples idealizaciones sobre la vida griega y romana,32 la realidad social en que Cicerón estaba inmerso parece contradecir esos embellecimientos, pues
en todos los intentos de reacción y de vuelta a la vida ciudadana no se hablaba jamás [de] los intereses del Estado, ni de la paz o de la prosperidad del pueblo, sino de la voluntad y de los deseos de César, de Pompeyo y de Craso, y de los caprichos inseguros del populacho. A esto había que añadir la divulgación de la vida epicúrea que predicaba la comodidad y el placer personal, inculcando el absentismo de la vida política (Cicerón, 1992, p. XVI).
Situación que no se diferencia mucho de la dinámica de los pueblos en la contemporaneidad, en los cuales el narcisismo, la búsqueda desenfrenada de los placeres y la exclusión del diferente, tanto en la vida pública como en la privada e individual, siguen siendo una constante y una realidad.33 Lo anterior nos lleva a pensar que detrás de toda idealización (individual o colectiva) usualmente se esconde una cruda realidad, que no estamos dispuestos a reconocer.
Cuando cada sujeto es un ser oscuro e impredecible para sí mismo y para los demás, tanto en las relaciones familiares como en la vida privada y en los negocios públicos predomina la desconfianza y la enemistad.34 Dos factores que en buena medida son generados por el mercantilismo y el afán de lucro de los tiempos actuales, asuntos con los que Cicerón seguramente no habría estado de acuerdo, pues pensaba que el comercio que se distribuye “sin engañar a nadie, no se ha de condenar enteramente” (1984a, p. 41). De acuerdo con lo anterior, se podría decir que el capitalismo, en la perspectiva de Cicerón, no sería tan virulento si lograra conservar buena parte de los deberes que en la obra del romano se plantean. Obra que se fundamenta “en el origen casi divino del género humano, en la existencia de una ley universal y eterna, establecida por la naturaleza para regular el comportamiento de los hombres para con Dios (derecho religioso) y para con los hombres (derecho humano)” (1992, pp. XXVIII-XXIX). Aunque Cicerón (1984b) ironiza en Sobre la naturaleza de los dioses tanto la existencia de estos como el culto que los griegos y los romanos (incluyendo a los estoicos que tanto admiraba) le rendían a numerosos seres humanos divinizados (pp. 236-237), en Sobre las leyes afirma que la ley humana tiene su origen en Dios; afirmación que, desde la antigüedad hasta nuestros días, requeriría sin duda (como lo insinúa Cicerón) de interpretación.35 Según Taylor Caldwell, Cicerón experimentó gran interés por los escritos bíblicos, “especialmente los Salmos de David y las profecías del Mesías” (2011, p. 831).
Sin embargo, en un mundo de incertidumbres, egoísmos y crueldad, similar al que respirara Cicerón en la Roma de su época, probablemente solo nos quede como consuelo continuar filosofando para establecer relaciones sólidas y creíbles entre lo simbólico y la realidad, así ello no parezca ser una actividad útil como las que tienen lugar en la actualidad, en un ambiente plagado por la lógica del discurso capitalista y el afán desmedido de rentabilidad.36 Debe decirse que esta actitud filosófica también se ha ido disolviendo en un mundo cada vez más preocupado por lo material y la apariencia y muy poco por lo verdaderamente importante, como diría Foucault, sobre el cuidado de sí, de los otros y de las cosas. En cuanto a esto, escribe: “Encontramos largas y hermosas páginas sobre la vejez, inspiradas en Cicerón, Séneca y Demócrito. En ellas, la vejez aparece como una fase de realización ética hacia la cual hay que tender: en el crepúsculo de la vida, la relación consigo debe llegar al Zenit” (Foucault, 2012, p. 504). En esta perspectiva, es necesario decir que la difusión y la protección de los derechos humanos es otra forma del cuidado de sí y de los deberes morales, los cuales anticipan o preludian la igualdad en tales derechos. Refiriéndose a la igualdad política, en Sobre la república Cicerón dice: “Ciertamente la igualdad absoluta de los derechos que querrían conseguir los pueblos libres, no se puede mantener y esta que llaman igualdad es en realidad la cosa más injusta” (1992, p. 35). Los deberes son otra forma de nombrar el padre, la culpa estructural y la responsabilidad ética, razón por la que conjeturamos que el sujeto desabonado del inconsciente (que es indicio de psicosis) probablemente también lo esté de los deberes morales, de los derechos humanos, de la paz y de la relación con el otro en la vida social. Lo real de la condición humana es que tanto el sujeto como la sociedad se caractericen por su división interna, y las relaciones de cada sujeto son, desde la perspectiva del narcisismo, con su objeto (con el fantasma) y no con el mundo, como en ocasiones se cree al soñar con la paz.
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