hombres de su pueblo debían escuchar y ver, y eso de un modo continuo, como implican los gerundios (cf. Ges &131, 3 b; Ewald & 280, b); de esa manera, ellos tendrían ante sí la predicación del profeta, de un modo constante (actu directo), pero sin alcanzar por ello salvación, sino todo lo contrario. Las dos expresión prohibitivas (para que no entienda, para que no perciba) muestran el resultado de aquello que debía ser la predicación del profeta, conforme al deseo judicial de Dios.
En esa línea, los imperativos de Is 6, 10 no han de entenderse como simples instrucciones dirigidas al profeta para que diga al pueblo lo que Dios ha determinado realizar, sino que esos imperativos realizan lo que dicen. En este contexto debemos afirmar que los profetas mismos ejecutan por su palabra aquello que anuncian y proclaman, como prueba Jer 1, 10 (cf. Jer 31, 28; Os 6, 5; Ez 43, 3), y esto no es una figura retórica, sino que responde a la verdadera naturaleza de la palabra divina y de la tarea profética.
El profeta era el órgano de la palabra de Dios, y la palabra de Dios era la expresión de su voluntad, y la voluntad de Dios es un acto divino que aún no se ha realizado históricamente, pero que debe realizarse. Por esta razón se puede afirmar muy bien que un profeta realiza aquello que él anuncia, haciendo que se cumpla aquello que él dice que ha de suceder: Dios era la causa efficiens principalis, su Palabra era la causa media, y el profeta la causa ministerialis. Aquí se encuentra la fuerza de los tres imperativos: Ellos indican con tres expresiones figurativas la idea del endurecimiento.
La primera (‘!mev.h;) significa endurecer, engordar (facere pinguem), de manera que el pueblo quede sin posibilidad de sentir las operaciones de la gracia divina (Is 59, 1). La segunda (dBeÞk.h;) significa hacer pesado, o más especialmente “duro de oídos” (cf. Is 59, 1). La tercera ([v;_h') significa “untar”, poner sobre los ojos de alguien una sustancia adhesiva que le impide ver. La tres cláusulas de futuro, construidas con !P, (para que no), evocan los tres imperativos anteriores, pero en orden inverso, diciendo que al pueblo se le quitará la visión espiritual, la escucha espiritual y el sentimiento espiritual, de maneras que sus ojos se vuelvan ciegos, su oídos sordos y sus corazón se cubran de grasa de insensibilidad.
Bajo la influencia de esos futuros, los dos pretéritos (Al* ap'r"îw> bv'Þ) indican lo que habría sucedido si no se hubiera dado ese endurecimiento, pero mostrando que eso nunca sucederá. La expresión Al* ap'r"î se utiliza en otros casos en sentido transitivo: “curar a una persona de una enfermedad”, pero nunca en el sentido de volverse sano o ser curado. Pues bien, en nuestro caso recibe un sentido pasivo, en la línea de una construcción impersonal (cf. Ges. & 137, 3), de manera que significa “no haya para él sanidad” (curación). Éste es el sentido que el texto recibe en Mc 4, 12, mientras que en los otros tres lugares del Nuevo Testamento donde se cita esta palabra (cf. Mt, Jn y Hch) se adopta la versión de los LXX: “y yo tenga que curarles” (de manera que Dios mismo aparece como sujeto).
La comisión que recibe el profeta parece irreconciliable con el hecho de que Dios, como Dios, sólo puede querer aquello que es bueno. Pero nuestros teólogos anteriores han sugerido la verdadera solución, cuando afirman que Dios no endurece a los hombres de un modo positivo y efectivo, porque su verdadera voluntad, su obra directa, es la salvación; pero lo hace de un modo ocasional y eventual, desde el momento en que la ofrenda y despliegue de salvación que el hombre recibe (pero sin aceptarla de un modo personal) sirve necesariamente para llenar la medida de sus pecados, y lo hace de un modo radical, de manera que el deseo judicial de Dios, que originalmente estaba ordenado a la salvación del hombre, puede convertirse en principio de juicio; esto sucede cuando un hombre ha dejado de recibir la gracia, no porque Dios así lo quiera directamente, sino porque ha empleado ya inútilmente todos los caminos y medios de gracia.
No sólo es bueno el deseo amoroso de Dios, sino también el deseo airado en que se transforma su buena voluntad, cuando alguien se resiste a ella de un modo constantes y obstinado. Existe un auto-endurecimiento en el mal, que hace que un hombre se vuelva totalmente incorregible, de manera que, mirado desde una perspectiva moral, el castigo ya no es un acato judicial infligido voluntariamente por Dios sino una culpa infligida por el mismo hombre (a pesar de la gracia de Dios). Ambos elementos se encuentran vinculados entre sí, en la medida en que, por su propia naturaleza, el pecado lleva su propio castigo, que consiste en que la ira de Dios se excita y despliega (se actualiza) por el pecado del hombre.
En todas las obras buenas que los hombres hacen, el principio activo es el amor de Dios. De igual manera, en todas las obras malas que ellos hacen el principio activo es la ira de Dios. En sí mismo, un acto malo es el resultado de la determinación precedente del hombre, que brota de su propia voluntad. Pero, al mismo tiempo, mirado como el daño en que la mala obra desemboca rápidamente, el mal es el resultado de la ira inherente de Dios, que es el reverso de su amor activo; y cuando un hombre se endurece a sí mismo en el mal se puede y debe afirmar que en él está actuando, de un modo interior, la ira explícita de Dios.
A través de su continua obstinación en el pecado, Israel se ha entregado a sí mismo en manos de esta ira de Dios. Y de un modo consecuente, ahora, el Señor procede a cerrar la puerta del arrepentimiento, actuando de esa forma, en ese plano, en contra de su pueblo. A pesar de ello, el mismo Dios envía al profeta a predicar el arrepentimiento, porque el juicio de la dureza que se aplica al conjunto del pueblo como tal no impide la posibilidad de la salvación para algunos individuos.
Is 6, 11-13
Wa’v'-~ai •rv,a] d[;ä rm,aYO³w: yn"+doa] yt;Þm'-d[; rm;§aow" 11 `hm'(m'v. ha,îV'Ti hm'Þd"a]h'w> ~d"êa' !yaeäme ‘~yTib'W bveªAy !yaeäme ~yrIø[' `#r<a'(h' br<q<ïB. hb'ÞWz[]h' hB'îr:w> ~d"_a'h'-ta, hw"ßhy> qx;îrIw> 12 rv<Üa] !ALªa;k'w> hl'äaeK' r[E+b'l. ht'äy>h'w> hb'v'Þw> hY"ërIfIå[] ‘HB' dA[ïw> 13 p `HT'(b.C;m; vd<qoß [r;z<ï ~B'ê tb,C,m; ‘tk,L,’v;B.
11 Yo dije: ¿Hasta cuándo, Señor? Y respondió él: Hasta que las ciudades estén asoladas y sin morador, no haya hombre en las casas, y la tierra esté hecha un desierto; 12 hasta que Yahvé haya echado lejos a los hombres y multiplicado los lugares abandonados en medio del país. 13 Y si queda aún en ella la décima parte, esta volverá a ser destruida; pero como el terebinto y la encina, que al ser cortados aún queda una raíz, así será la raíz, la simiente santa.
Isaías ha escuchado con estremecimiento y obediencia aquello en lo que consiste la misión que Dios le ha ofrecido, y por eso pregunta diciendo: “¿Hasta cuando, Señor?”. Él quiere saber el tiempo que ha de durar este servicio de endurecimiento y este estado de dureza, y así responde con una pregunta a la que le impulsa su simpatía por la nación a la que él mismo pertenecía (cf. Ex 32, 9-14), y por la misión que ha recibido, una misión que estaba garantizada por la certeza de que Dios, que es siempre fiel a sus promesas, no podía expulsar a Israel como pueblo para siempre. La respuesta aparece en Is 6, 11-13.
De un modo intencionado, esa respuesta no comienza con yKi d[;ä, sino con ~ai •rv,a] d[;ä (esta expresión sólo aparece además en Gen 28, 15 y Num 32, 17), una frase que, sin negar el carácter condicional de ~ai, significa que el endurecimiento judicial terminará sólo cuando se cumpla la condición: que las ciudades, las casas y el suelo de la tierra de Israel y de su entorno haya quedado desolado, de hecho, de una forma plena y universal, como indican las tres precisiones (sin habitantes, sin hombres, desolada).
La expresión qx;îrI> (echar fuera, expulsar) ofrece una descripción general y enigmática del exilio y de la cautividad (cf. Joel 4, 6; Jer 27, 10). El término literal hl'G" (cautivar/cautiverio) ha sido ya utilizado en Is 5, 13. En vez de emplear una palabra que evoque a la nación en conjunto, aquí se utiliza la expresión general “hombres” (~d"_a'h'-ta, ). La consecuencia de la despoblación, es decir, la ausencia total de hombre, se expresa como no existencia de habitantes.
El hb'ÞWz[]h', en participio, se utiliza para evocar los lugares abandonados, que antes se hallaban llenos de vida, pero que han quedado luego muertos o han caído en ruinas (Is 17, 2. 9). Éste es el principio del juicio al que seguirá después otro que llevará de nuevo a la destrucción (r[E+b'l. ht'äy>h'w> hb'v'Þw>) de los habitantes que queden, que serán una décima parte