humana (Ez 1, 26), como lo prueba el manto, cuyas faldas o flecos flotantes (wyl'ÞWv), llenaban todo el atrio (como en Ex 28, 33-34).
Los LXX, el Targum, la Vulgata, etc. han presentado la figura del manto de Dios y sus faldas de un modo demasiado antropomórfico. Pues bien, Juan, en su evangelio, ha tenido el gran atrevimiento de afirmar que lo que vio Isaías fue la gloria de Jesús (Jn 12, 41). Y verdaderamente fue así, porque la encarnación de Dios que está expresada (incorporada) en todos los antropomorfismos de la Escritura se centra en el nombre y realidad de Jesús, que es el misterio manifestado del nombre invisible de Yahvé.
El templo celestial es aquel lugar supra-terrestre que Yahvé transforma en cielo, manifestándose allí a sí mismo a los ángeles y santos. Pero, al mismo tiempo que expresa allí su gloria, Dios está obligado a velarla, por el hecho de que los seres creados son incapaces de soportarla. Pero aquello que vela su gloria no es menos espléndido que la misma gloria que él revela, y ésta es la verdad que Isaías expresó a través del manto y de sus faldas (que son revelación de Dios). El profeta pudo ver al Señor y lo que más le impresionó fue el manto del Uno indescriptible que lo llena todo. Todo lo que el vidente pudo ver en un primer momento fue que el suelo estaba cubierto por esta espléndido manto. Aquí no había ya espacio para nada más. Y la visión de los serafines se sitúa en la misma línea.
Is 6, 2
dx'_a,l. ~yIp:ßn"K. vveî ~yIp:±n"K. vveó Alê ‘l[;M;’mi Ÿ~ydIÛm.[o ~ypi’r"f
`@pE)A[y> ~yIT:ïv.biW wyl'Þg>r: hS,k;y> ~yIT:±v.biW wyn"©p' hS,k;y> Ÿ~yIT:åv.Bi
Por encima de él se mantenían serafines. Cada uno tenía seis alas: con dos cubrían sus rostros, con dos cubrían sus pies y con dos volaban.
No debemos traducir Alê ‘l[;M;’mi por “a su lado”. Ciertamente, la expresión ‘l[; o l[;M;’i se aplica a una persona que está de pie al lado o frente a otra persona que permanece sentada (cf. Ex 18, 13, Jer 36, 21, comparado con 2 Cron 26, 19 donde la última expresión se utiliza para significar sobre y frente al altar de incienso); en ese sentido, ella se emplea para indicar la actitud de los espíritus (Job 1, 16; 1 Rey 22, 19; Zac 6, 5) o incluso de los hombres (Zac 4, 14) en relación con Dios, que está sentado sobre su trono; en esos casos, no se pueden suponer que ellos están por encima de Dios.
Pues bien, a pesar de eso, en nuestro pasaje, Alê ‘l[;M;’mi es una expresión muy fuerte para indicar aquello que está arriba (supra), y esa palabra sólo puede entenderse en un sentido literal. En esa línea, Rashi y los targumes entienden la expresión “arriba en el sentido de que ellos, los serafines, se mantienen en actitud de servicio”; y la misma acentuación, aunque puede no ser original, está indicando esto mismo (Luzzatto).
Lo que entiende Isaías por ese mantenerse arriba (por encima) se puede deducir por el uso que los serafines están haciendo con sus alas. Los verbos en imperfecto no están indicando aquello que solían hacer por costumbre, lo que ellos hacían siempre (como suponen Böttcher y otros), sino aquello que el vidente observó, lo que ellos que estaban haciendo en concreto, en el preciso momento en que él puede verlos.
Isaías vio que los serafines volaban con dos de sus seis alas. De esa manera, se mantenían volando, es decir, planeaban o cubrían algo (cf. Num 14, 14). Ellos “se mantenían”, en el sentido en que se dice que se mantienen la tierra y las estrellas, como suspendidas sobre el espacio (Job 26, 7). Pero los serafines no cubrían la cabeza de Aquel que se sentaba sobre el trono, sino que planeaban sobre su manto, del que se afirma que cubría todo el espacio, sostenidos por dos alas extendidas, y cubriendo sus rostros con otras dos alas, mostrando así su terror ante la visión de la divina gloria, que ellos no pueden mirar (Targum: ne videant). Al mismo tiempo, ellos cubrían sus pies con otras dos alas, mostrando así la bajeza de la creatura ante el más santo de todos (Targum: ne videantur), precisamente como se dice de los querubines de Ezequiel, que velaban sus cuerpos ante el misterio de Dios (cf. Ez 1, 11).
Éste es el único pasaje de la Biblia donde se mencionan serafines. Conforme a una visión ortodoxa de la Iglesia, que comenzó con Dionisio Areopagita (siglo V d.C.), ellos se situaban a la cabeza de los nueve coros de ángeles, cuyo primer “orden” constaba de serafines, querubines y tronos. Y esto no es algo arbitrario, si los comparamos con los querubines de Ezequiel, que llevaban el carro del trono divino, mientras que aquí se dice que los serafines rodeaban la sede sobre la cual el Señor estaba entronizado. Sea como fuere, serafines y querubines eran seres celestes de diferentes clases, y carecen de valor los intentos realizados por K. L. Hendewerk (cf. De Seraphim a Cherubim non diversis, Göttingen 1836) queriendo probar que son idénticos entre sí.
Ciertamente, el nombre Serafínes (~ypi’r"f.) no significa meramente espíritus en cuanto tales, sino los más altos de todos, más aún, un orden distinto de espíritus frente a los restantes, pues las Escrituras enseñan realmente que existen gradaciones en el rango de la jerarquía de los cielos. Ellos no son meros símbolos, o imágenes de fantasía, como Hävernick imagina, sino seres realmente espirituales, que se aparecieron visiblemente al profeta, de una forma que corresponde a su propia realidad suprasensible, y que responde al sentido de toda la escena. Ciertamente, los serafines volaban por encima, a los dos lados de Aquel que estaba sentado sobre el trono, y de esa manera ellos formaban dos coros opuestos, cada uno de ellos ordenado en forma de semicírculo, elevando y ofreciendo una liturgia antifonal ante Aquel que estaba sentado sobre el trono.
Is 6, 3
tAa+b'c. hw"åhy> vAdßq' vAd±q' ŸvAdôq' rm;êa'w> ‘hz<-la, hz<Ü ar"’q'w>
`Ad*AbK. #r<a'Þh'-lk' al{ïm.
Y el uno al otro daba voces diciendo: ¡Santo, santo, santo, Yahvé de los ejércitos! ¡Su gloria está llenando toda la tierra!
Esto no significa que todos ellos elevaran sus veces en concierto, a la vez y al mismo tiempo (precisamente. como en Sal 42, 8. la partícula la, no se utiliza en ese sentido, es decir, como significando “al mismo tiempo”), sino que había un canto antifonal continuo, sin paradas. Un coro comenzaba y el otro respondía, sea repitiendo “santo, santo, santo”, sea siguiendo con la segunda parte: “su gloria está llenando toda la tierra”.
Isaías escuchaba este canto antifonal o “hipofonal” de los serafines, pero no se limitaba a descubrir que la adoración ininterrumpida de Dios era su oficio bendito, sino que descubría que esta doxología (lo mismo que las doxologías del Apocalipsis de Juan en el NT) tenía un significado histórico, vinculado al conjunto de toda la escena. Dios es en sí mismo era el Santo (vAdßq'), es decir, Aquel que está separado, más allá o por encima del mundo, como verdadera luz, como pureza sin mancha, como el Perfecto. Su gloria (d*AbK.) es su misma santidad manifestada, como afirmaba ya J. A. Bengel (1687-1752) así como, por otro lado, su santidad es su misma gloria velada o escondida. El designio de toda la obra de Dios es que su santidad se vuelva universalmente manifiesta o, lo que es lo mismo, que su gloria venga a llenar toda la tierra (Is 11, 9; Num 14, 21, Hab 2, 14). Este designo permanece ante Dios eternamente presente; y los serafines mantienen también ante ellos este designio que ha de cumplirse como lema y tema de su canto de alabanza.
Pues bien, Isaías era un hombre que estaba viviendo en el verdadero centro de la historia que se estaba moviendo hacia esta meta de cumplimiento de ese designio; y el grito de los serafines, en la manera precisa en que lo comprendía, le mostraba aquello que eventualmente había de venir sobre la tierra, mientras que las figuras celestiales que se le hacían visibles le ayudaban a entender la naturaleza de la gloria divina con la que iba a llenarse la tierra.
Todo el libro de Isaías contiene huellas de la impresión que le produjo esta visión extática. El mismo nombre favorito de Dios en los labios del profeta (es decir, “el Santo de Israel”: laer'f.yI vAdôq') constituye el eco de este “sanctus seráfico”. Y el hecho de que este nombre aparece ya con una preferencia tan intensa en los discursos contenidos en Is 1, 2‒4, 5 nos lleva a mantener la certeza de que Isaías está describiendo aquí su primera llamada profética.
Todas las profecías de Isaías llevan como sello este nombre de Dios, que aparece veintinueve veces (incluyendo