parte de su libro, ha sellado las dos parte de su obra con este mismo nombre de Dios, el Santo de Israel, marcándolo así con su impronta”.
Fuera de Isaías, este título aparece sólo tres veces en los salmos (cf. Sal 71, 22; 78, 41; 89, 19), y dos en Jeremías (Jer 50, 29; 51, 5), y esto con cierta referencia a Isaías. Éste título forma un elemento esencial del sello distintito de su profecía. Y aquí nos hallamos ante la fuente de la que ella brota.
En este contexto podemos dar un paso más y preguntar: ¿Alude este “tres veces Santo” al Dios trinitario? Knobel se contenta con decir que la triple repetición de “santo” sirve para dar mayor énfasis a la palabra. Ciertamente, los hombres acostumbran a decir tres veces aquello que quieren destacar de un modo más exhaustivo y satisfactorio, pues tres es el número de la unidad expandida y del desarrollo satisfecho y suficiente, es como la nota clave nuevamente repetida de una armonía. Pero ¿basta con eso?
Los pitagóricos decían que los números eran el principio de todas las cosas, pero la Escritura, conforme a la cual Dios creó el mundo en seis días (que son tres días repetidos dos veces cada uno), por medio de diez poderosas palabras, y lo completó el séptimo día, nos enseña que Dios mismo es el principio de todos los números. El hecho de que tres es el número de la unidad desarrollada que se contiene a sí misma encuentra su último fundamento en el hecho de que es el número del proceso trinitario; y, de un modo consecuente, la trilogía (trisagio) de los serafines, como la de los querubines de Ap 4, 8 (fuera Isaías consciente de ello o no), nos indica que los espíritus tenían conciencia precisa del Dios Trino.
Is 6, 4
`!v")[' aleîM'yI tyIB:ßh;w> arE_AQh; lAQßmi ~yPiêSih; tAMåa; ‘W[nU’Y"w
Y los quicios de las puertas se estremecieron con la voz de aquellos que clamaban, y la Casa se llenó de humo.
Cuando Isaías oyó estas palabras, se encontraba a la mayor distancia posible de aquel que se sentaba sobre el trono, es decir, él estaba bajo la puerta del palacio o templo celestial. Y así continúa diciendo lo que sintió y vio, en Is 6, 4, empezando por el movimiento de los quicios de las puertas. Los LXX y la Vulgata, con la traducción siríaca y otras, piensan que ~yPiêSih; tAMåa significan los postes de los dinteles que soportan las vigas de las “superliminaria”, que cerraban la puerta por arriba. Pero, dado que PS se utiliza sólo en otros lugares para significar el dintel y pórtico (limen y vestibulum), ~yPiêSih; tAMåa; ha de entenderse aquí en el sentido perfectamente apropiado de “los quicios de las puertas.”
La palabra hM'a;, que tiene la misma relación con ~[; que matrix con mater, se utiliza aquí para indicar la base receptiva sobre la que se insertan los postes de las puertas con sus clavijas, como puede verse por los equivalentes talmúdicos. Cada vez que un coro de serafines (arE_AQh; puede compararse con otros singulares colectivos, como brEAah', emboscada, en Js 8, 19 y #Wlêx'h,, hombres de guerra en Js 6, 7 etc.) comenzaba a entonar su canto temblaban los soportes de las puertas en los que se encontraba de pie Isaías.
‒El mismo edificio quedaba así como sacudido con temor reverencial a lo largo de toda su extensión, y de esa forma temblaban sus más hondos cimientos; porque en la forma de ser de los bienaventurados nada permanece inmóvil, nada que no sea conmovido por los espíritus que aquí aparecen. Pues bien, en ese contexto podemos afirmar que todas las cosas son como si fueran accidentes (o formas de manifestación) de la libre personalidad de los espíritus, expuestos a sus impresiones, y siguiéndoles voluntariamente en todas sus emociones.
‒La “casa” quedó también llena de humo. Muchos comparan esta escena con un suceso semejante que aconteció en el contexto de la dedicación del templo de Salomón (1 Rey 8, 10). Pero Dechsler tiene razón al afirmar que estos dos casos no son paralelos, porque en el caso de la dedicación de Salomón Dios se limita a ofrecer el testimonio de su propia presencia, tras la nube de humo con la que él se esconde a sí mismo en el misterio del templo, mientras que en el caso de Isaías no es necesario ningún tipo de atestación semejante.
Por otra parte, en este caso de Isaías, Dios no habita en la nube y en la densa oscuridad, pues la nube aparece como efecto de los cantos de alabanza que proclaman juntos los serafines, y no es el signo de la presencia de Dios. El humo brotaba del altar de incienso mencionado en Is 6, 6, y en ese contexto no se puede añadir, como hace Drechsler que ese humo está formado por las oraciones de los santos que ascendían hasta el Señor (como se dice en Ap 5, 8; 8, 3-4). En nuestro caso, el humo aparece como consecuencia inmediata del canto de alabanza de los serafines.
Los elementos anteriores empiezan a arrojar cierta luz sobre el sentido del nombre “serafím” (~ypi’r"f.), y nos pueden ayudar a descifrarlo. Ese nombre no puede posiblemente conectarse con @r'f', serpiente (sánscrito: sarpa; latín: serpens), ni conectarse con un verbo @r'f', que significaría “elevarse”, “exaltarse” (como en algunos equivalentes árabes). Por otra parte, pensar que ~ypi’r"f. es un error del copista, y que en su lugar habría que poner una palabra como ~yjr"f., que significaría “adoradores” de Dios, sería arrogarse aquel tipo de “omnipotencia celeste” que se atribuyen a sí mismos algunos investigadores germanos.
Siguiendo en esa línea, parece difícil que la palabra deba entenderse como si significara directamente “espíritus de luz o de fuego”, porque el verdadero significado de @r'f' no es “urere” (quemar), sino “comburere”, volverse fuego, quemarse del todo. Umbreit intenta mantener ese sentido transitivo del verbo, diciendo que estos serafines son “seres terribles” que se oponen a toda corrupción terrena y la destruyen. Sin embargo, la visión que sigue parece indicar que aquí estamos ante un sentido más distintivo y especial de la palabra, que sólo se entiende a partir de este pasaje de Isaías. Trataremos de ello con más detención en lo que sigue.
Is 6, 5
~yIt;êp'f. ameäj.-~[; ‘%Atb.W ykinOëa' ‘~yIt;’p'f.-ame(j. vyaiÛ yKiä ytiymeªd>nI-yki( yliä-yAa) rm;úaow
`yn")y[e Waïr" tAaßb'c hw"ïhy> %l,M,²h;-ta, yKiª bve_Ay ykiÞnOa'
Entonces dije: ¡Ay de mí que soy muerto!, porque soy hombre de labios impuros y habito en medio de un pueblo que tiene labios inmundos, porque mis ojos han visto al Rey Yahvé.
El profeta, que en un primer momento parecía sobrecogido y desbordado por la visión majestuosa, recobre su autoconciencia y entonces habla. Que un hombre no puede ver a Dios sin morir es un verdad evidente, como aparece a lo largo del Antiguo Testamento (cf. Ex 33, 20 etc.). El hombre debe morir, porque la santidad de Dios es para el pecador un fuego que consume (Is 33, 24); y la distancia infinita entre la creatura y el Creador es suficiente por sí misma para producir un efecto de postración que ni los serafines podían resistir sin velar sus rostros.
Isaías se ve a sí mismo, por tanto, como alguien que está perdido, ytiymed>nI, ὄλωλα, perii, en pretérito, indicando un hecho que, aunque no se haya efectuado externamente, se ha realizado ya por lo que concierne a la propia conciencia del profeta, que se expresa aún más hondamente por la circunstancia de que él se ve a sí mismo como un hombre de labios impuros, miembro de una nación de labios impuros.
La impureza de su propia persona queda así multiplicada por la impureza de la nación a la que él pertenece. Isaías interpreta esta impureza como suciedad de labios, porque él se ha sentido transportado al centro del coro de unos seres que estaban cantando al Señor con labios puros; y de esa forma invoca al Rey Yahvé porque, aunque él no le ha visto todavía rostro a rostro, él ha contemplado su trono, y su manto que todo lo llena, y ha visto a los serafines que le rodean y le rinden homenaje, sabiendo que él es Aquel que se sienta sobre el trono.
Y, de esa forma, dado que ha visto al Rey celeste en su majestad revelada, él describe la escena conforme a la impresión que ha recibido. De esa manera, el hecho de hallarse aquí frente al Yahvé de los ejércitos, el Rey exaltado, a quien todo debe rendir homenaje, sintiéndose obligado a permanecer mudo, por la conciencia de su intensa impureza, excita en él una angustia aniquiladora de auto-condena. Y así lo expresa con su propia confesión, propia de un vidente contrito.
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